La historia no parece diferir de otras que son ya célebres en la ficción, como la historia de Carmen en la novela homónima de Prosper Mérimée y la de Lola Lola o Rosa en El ángel azul de Heinrich Mann. Los crímenes brasileños son movidos, sin embargo, por pasiones más complejas. A veces los desata el amor propio o la honra herida, pero la causa más frecuente es el afán de posesión.
Los ejemplos abundan, y algunos siguen aún vivos en la memoria de la gente, como el inolvidable crimen del escritor Euclides da Cunha, autor del clásico Os Sertbes, quien había servido como corresponsal del mismo diario, O Estado, para cubrir el levantamiento de Canudos que refiere en su libro.
En enero de 1906 Da Cunha era miembro de la Academia Brasileña de Letras, superintendente de Obras Públicas y una de las personalidades más notables del país. Al regresar de un viaje de catorce meses por el Amazonas, encontró embarazada a su esposa, Anna, a la que llamaba Saninha. En vez de repudiarla, decidió adoptar al niño. Al cabo de otro año, nació un segundo hijo que no era suyo, y también lo admitió sin reproches. Sólo reaccionó cuando, en agosto de 1909, Saninha se marchó del hogar conyugal y se fue a vivir con un aspirante del ejército, Dilermando Cándido de Assis, de 21 años, quien era tal vez el padre de los dos últimos hijos.
Da Cunha, que había admitido el adulterio, no pudo tolerar el abandono. Se presentó en la casa de su rival, y luego de disparar un revólver al aire, apuntó al corazón de Saninha. Se le adelantó Dilermando, campeón nacional de tiro al blanco, con un balazo certero en el pecho. La muerte de Da Cunha fue una tragedia por la que Brasil guardó tres días de luto público.
Tampoco Pimenta quiso aceptar el abandono de Sandra. Se presentaba en su departamento a cualquier hora del día o de la noche, con pretextos diversos, y en algunas ocasiones la abofeteaba. Sandra lo denunció a la policía por «invasión de domicilio y agresiones,, pero nada pasó. Los investigadores imaginaron que se trataba sólo de reyertas triviales entre un hombre de inmenso poder y la mujer que amaba.
El 20 de agosto al amanecer Pimenta llegó al haras Setti, a unos setenta kilómetros al oeste de San Pablo, donde solía descargar sus tensiones cabalgando. Allí también la familia de Sandra guardaba dos caballos. Sabía que en cualquier momento ella aparecería, como todos los domingos. Esperó hasta las dos y media de la tarde. Cuando la vio llegar, desenfundó el revólver Taurus calibre.38 que llevaba consigo y le dijo que iba a matarla y a suicidarse si insistía en abandonarlo. Sandra gritó: “!No lo hagas, Pimenta!”
– ¿No?
Se oyeron entonces dos balazos: uno acertó a la víctima en un pulmón; el otro, mientras caía, le fue disparado a la cabeza, desde una distancia de cuarenta centímetros, un poco por arriba de la oreja izquierda.
Pimenta guardó el revólver en la guantera de su automóvil y huyó. Durante horas vagó por la zona rural de Ibiúna, en las cercanías del hagas, hasta que decidió buscar refugio en casa de un amigo. Según contaría más tarde, más de una vez se llevó el arma a la boca y estuvo a punto de acabar con su vida. No lo hizo porque los lugares donde andaba eran desérticos y pensó que los investigadores iban a tardar varios días en encontrar su cuerpo. Temía que, cuando por fin lo recuperaran, su cara estaría desfigurada y tal vez infundiera horror. No quería que sus hijas vieran esa degradación. Desistió, pero no perdió el ánimo.
El martes por la mañana, desde su escondite, llamó por teléfono al editor ejecutivo de O Estado y se quejó de que la información sobre el crimen era demasiado favorable a la víctima. «Están tomando partido en contra de mí, y se olvidan de que yo sigo siendo el director de ese diario», dijo. «La cobertura de Folha es mucho mejor que la nuestra. A ver si afinan la puntería.» La última frase no tenía un tono sarcástico porque ya toda forma de humor se había desvanecido en él. Aquella misma tarde escribió una carta de despedida a sus hijas mellizas. Les dijo que había perdido interés en vivir y que su defensa en un proceso largo y penoso era imposible. Luego tomó una dosis excesiva de Lexotanil, algo mas de ciento veinte miligramos, y se tendió en la rama a morir. Lo encontraron a las dos horas y lo rescataron del coma en que estaba sumido.
Ahora, Pimenta se ha convenido en acusador de la muerta. Sostiene que ella lo engañaba «personal y profesionalmente,,, que burló su honra y que le contagió una enfermedad venérea. ¿El crimen fue entonces un acto de pasión ciega, la trama de una venganza o la destrucción del objeto amado por un enfermo que ya no podía poseerlo? Dos de las mujeres más inteligentes de Brasil, la novelista Nélida Piñón y la socióloga Rosiska Darcy de Oliveira, suponen que la violencia sigue siendo el único modo de expresión de todo macho que siente su orgullo herido. «La propia sociedad es cómplice», dijo Rosiska. «El Código Penal no prevé castigos para el hombre que golpea a la mujer. Y de allí al crimen hay sólo un paso.»
Recluido en un hospital de reposo, Pimenta se ha desentendido ahora de todo arrepentimiento y asume, confiado, el papel de víctima. Sabe desde hace tiempo que ha entrado en una telenovela. Lo que no sabe es que los condenados a ese infierno ya jamás pueden salir de él.
Revista dominical de
El Diario de Buenos Aires,
setiembre 3, 2000
Tal vez debiste impedir que se publicara esa historia, fingir que no había sucedido. Pero antes de que lo pensaras ya estaba fuera de tus manos. Todos los otros diarios la difundieron con amplitud al día siguiente de los hechos -el tuyo sólo repitió la escueta información de las agencias-, y el lenguaje que emplearon fue tan desconsiderado, tan irrespetuoso con Pimenta, que tuviste la tentación de escribir un suelto para defenderlo. Hasta los hombres más sensatos pueden sucumbir a una ráfaga de locura, pensaste. Un domingo, el 16 de noviembre de 1980, el filósofo francés Louis Althusser estaba dándole un masaje en el cuello a su esposa Hélene, con la que había convivido más de treinta años, cuando advirtió que la cara de la mujer estaba rígida y la punta de la lengua asomaba, apacible, entre los dientes. Sin darse cuenta, la había estrangulado. No lo culparon por eso. Lo declararon irresponsable de sus actos. También Dilermando de Assis fue absuelto por segunda vez cuando hirió de muerte, en 1916, a un hijo de Euclides da Cunha que trataba de vengar la ya olvidada honra de su padre. Las pasiones son siempre insensatas y se apoderan de los seres humanos del mismo modo fatal e inevitable que las enfermedades. No se puede culpar a nadie por eso. Sin embargo, cuando un redactor de O Estado te llamó para preguntar qué pensabas del crimen, el mismo día en que Pimenta admitió que lo había cometido, dijiste: «Hacer justicia con las propias manos es propio sólo de las sociedades primitivas». Cuanto más lo piensas, más te gusta esa reflexión: insinúas que la acción de tu amigo es justa y, a la vez, señalas que su inteligencia había retrocedido en el momento del crimen a un estado casi animal, prehistórico. ¿Por qué castigar a un ser humano que deja de ser él mismo y permite que, durante un relámpago de tiempo, sus instintos tomen el lugar de sus pensamientos?
Los otros diarios siguieron condenando a Pimenta con sala durante más de una semana. Ya no podías esquivar la curiosidad de tus lectores o simular que el crimen era un accidente sin importancia. Uno de los más grandes periodistas de Brasil, alguien de tu misma estatura intelectual y moral, había asesinado a la mujer que amaba, cegado por el afán de posesión o por los celos. Ordenaste al corresponsal de Río que investigara los hechos y, cuando te envió la crónica, aún tardaste otros cinco días en aprobarla. Nada más difícil de entender que las razones de un criminal, pensaste. Nada más difícil que amar y al mismo tiempo aceptar que no te aman.
Habías hablado por teléfono con Pimenta el viernes antes del crimen. Voy a ir a San Pablo el martes 22, le dijiste. ¿Podríamos cenar ese día o el siguiente?
– No, no creo que pueda -te contestó-. Tengo un problema con una ex jefa de sección en el diario. Me traicionó, vendió información, la eché, pero todavía sigue molestándonos. Si necesitas algo, Camargo, habla con Evoaldo, con Moacyr. Yo estoy desbordado, abrumado. Nada hiere tanto como la deslealtad.
– Entiendo -le dijiste-. Llevamos una vida de mierda.
– Una vida de mierda -repitió él.
El domingo a la noche, Octavio Frias, de Folha, te dio la noticia. ¿Dos disparos, Octavio?, preguntaste. ¿No fue un accidente, entonces? Qué inexplicable. Un editor tan íntegro, tan sensato.
Lo que más te desconcertaba era el azar de haber llamado a Pimenta justo antes del crimen, cuando estaba en el tránsito de ser a ser, al borde de esa otra cosa que lo atraía como un abismo imantado. J'ai décidé d'étre ce que le crime a fait de moi, habrá pensado Pimenta sentado sobre aquel límite, he decidido que voy a ser lo que el crimen haga de mí. No te vetas con él a menudo pero siempre los encuentros eran intensos: acaso una vez al ano o tres veces cada dos, en el restaurante japonés de Rua Bandeira Paulista o en La Brigada de San Telmo. No hablaban de ustedes mismos ni tampoco, contrariando las costumbres del oficio, comentaban las mudanzas de los diarios que dirigían. Tu amistad con Pimenta se desviaba hacia afluentes que eran sólo de ustedes: las películas que habían visto y los libros que estaban leyendo. A él le impresionaban Pulp Fiction, L.A. Confidential y Underworld, la última novela caudalosa de Don De Lillo; vos preferías Los anillos de Saturno de W. G. Sebald, el duelo póstumo entre los diarios no censurados de Sylvia Plath y las Cartas de cumpleaños de su ex marido Ted Hughes, y una sutil película de Michael Polish llamada Twins Fall, Idaho, en la que actuaban el director y su propio hermano gemelo con una incesante conciencia de que los dos eran uno. Lo único decepcionante es el final, Pimenta, le dijiste. Tenés que levantarte de la butaca diez minutos antes de que termine.