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– Lo hemos encontrado en un bolsillo delantero del pantalón -le explicó Hoffman.

Bosch examinó durante unos momentos las llaves. Supuso que pertenecían a la casa, al despacho y a los coches del abogado. Observó que del llavero colgaba la llave de un Porsche y la de un Volvo. Bosch decidió que cuando los investigadores terminaran las tareas que les había asignado, enviaría a alguien a que localizara el coche de Elias.

– ¿Llevaba algo más en los bolsillos?

– Sí. En el bolsillo delantero izquierdo había una moneda de veinticinco centavos.

– ¿Veinticinco centavos?

– Es lo que cuesta un viaje en Angels Flight. Probablemente la iba a gastar en eso.

Bosch asintió.

– Y en el bolsillo interior de la chaqueta había una carta.

Bosch había olvidado que Garwood la había mencionado.

– Enséñamela.

Hoffman rebuscó de nuevo en la caja y sacó una bolsa de plástico con más pruebas. Esta contenía un sobre. Bosch tomó la bolsa de manos de la técnica y examinó el sobre sin sacarlo. La dirección estaba escrita a mano y correspondía al despacho de Elias. No tenía remite. En la esquina inferior izquierda, el remitente había escrito PERSONAL Y CONFIDENCIAL. Bosch trató de descifrar el código postal, pero en la furgoneta había poca luz y no llevaba encima el encendedor.

– Son tus barrios, Harry -dijo Hoffman-. Hollywood. Fue enviada el miércoles. Elias probablemente la recibió el viernes.

Bosch volvió la bolsa del revés y examinó la parte posterior del sobre. Había sido abierto por arriba con un abrecartas. Bosch imaginó que lo habría abierto Elias o su secretaria, probablemente en el despacho del abogado, antes de que éste lo guardara en el bolsillo de la chaqueta. Era imposible averiguar si alguien había examinado con posterioridad el contenido.

– ¿Quién ha abierto el sobre?

– Nosotros no. No sé lo que ocurriría antes de que llegáramos aquí. Tengo entendido que los primeros detectives vieron el nombre en el sobre e identificaron el cadáver. Pero ignoro si alguien leyó la carta.

Bosch tenía una gran curiosidad por averiguar el contenido de aquel sobre, pero comprendió que aquél no era el lugar ni el momento oportuno para abrirlo.

– Me llevo esto también.

– De acuerdo, Harry. Pero antes firma el impreso conforme te llevas el sobre y las llaves.

Hoffman sacó el impreso de su maletín y Bosch se guardó el sobre y las llaves. En ese momento apareció Chastain, dispuesto para abandonar el lugar del crimen.

– ¿Quieres conducir o prefieres que lo haga yo? -preguntó Bosch mientras cerraba el maletín-. Llevo un blanco y negro. ¿Y tú?

– Yo conduzco uno de los vehículos viejos. Es un trasto, pero al menos no me reconocen como poli por la calle.

– Estupendo. ¿Tienes una sirena?

– Claro. Los de Asuntos Internos de vez en cuando también tenemos que responder a alguna llamada.

Hoffman entregó a Bosch un bolígrafo y éste anotó sus iniciales junto a la descripción de las pruebas que se llevaba.

– Entonces conduce tú.

Los dos detectives echaron a andar a través de California Plaza hacia el lugar donde estaban aparcados los vehículos.

Bosch sacó el busca del cinturón y se cercioró de que funcionaba. Se encendió la luz verde de la batería. No había dejado de responder a ninguna llamada urgente. Alzó la vista y contempló los altos edificios que les rodeaban, preguntándose si podrían interferir con una llamada de su esposa, pero recordó que hacía un rato había recibido la llamada de la teniente Billets. Bosch se colocó de nuevo el busca en el cinturón e intentó pensar en otra cosa.

Chastain lo condujo hasta un destartalado LTD granate que tenía unos cinco años. Al menos no está pintado de blanco y negro, pensó Bosch.

– Está abierto -dijo Chastain.

Bosch se dirigió a la puerta de la derecha y subió al coche. Sacó su móvil del maletín y llamó a la central de información. Pidió un informe sobre Howard Elias al Departamento de Vehículos y le dieron la dirección del difunto, así como su edad, expediente de conductor y matrículas del Porsche y el Volvo registrados a nombre de su esposa. Elias había cumplido cuarenta y seis años. Su expediente de conductor era impecable. Bosch supuso que el abogado había sido el conductor más prudente de la ciudad. Lo último que hubiera deseado Elias habría sido llamar la atención de un coche patrulla de la Policía de Los Ángeles. El detective pensó que en esas condiciones casi no merecía la pena conducir un Porsche.

– Baldwin Hills -dijo después de cerrar el móvil-. Su nombre es Millie.

Chastain arrancó y puso la sirena. Condujo con rapidez a través de las calles desiertas hacia la autopista 10.

Bosch guardó silencio durante un rato, pues no sabía cómo romper el hielo con Chastain. Los dos hombres eran enemigos naturales. Chastain había investigado a Bosch en dos ocasiones. Pero Bosch había sido declarado inocente de los cargos las dos veces, aunque sólo después de que Chastain se viera obligado a retirarlos. Chastain demostraba una inquina contra Bosch que parecía afán de venganza. El detective de Asuntos Internos no había mostrado ningún entusiasmo a la hora de limpiar el nombre de su compañero. Lo único que le interesaba era despellejarlo.

– Sé lo que pretendes, Bosch -dijo Chastain cuando enfilaron la autovía hacia el oeste.

Bosch se lo quedó mirando. Por primera vez se dio cuenta de que ambos guardaban un gran parecido físico. Pelo oscuro con algunas canas, bigote poblado, ojos castaño oscuro y un cuerpo delgado y musculoso. Eran casi idénticos, pero Bosch nunca había pensado que Chastain proyectara el mismo encanto físico que él. Chastain tenía un porte distinto. Bosch siempre se movía como un hombre que teme verse acorralado, como un hombre que no permitiría que nadie lo acorralara.

– ¿Qué es lo que pretendo?

– Nos has dispersado. Para controlar mejor la situación.

Chastain aguardó inútilmente a que Bosch respondiera.

– Pero al fin y a la postre, si queremos hacer esto bien, tendrás que fiarte de nosotros.

– Ya lo sé -dijo Bosch tras una breve pausa.

Elias vivía en Beck Street, Baldwin Hills, un pequeño barrio de viviendas de clase media situado al sur de la autopista 10, cerca de La Ciénaga Boulevard. Era un barrio conocido como el Beverly Hills negro, porque allí se afincaban las familias negras y prósperas que no querían que su fortuna les obligara a alejarse de su comunidad.

Mientras Bosch reflexionaba sobre ello, pensó que si había algo que le gustaba de Elias era que no se hubiera trasladado Brentwood, Westwood ni al auténtico Beverly Hills. Había permanecido en la comunidad en la que se había criado.

Gracias al escaso tráfico que habría a aquella hora y a que Chastain conducía por la autopista a ciento cincuenta sólo tardaron quince minutos en llegar a Beck Street. La casa era un imponente edificio colonial de ladrillo con cuatro columnas de mármol blanco que sostenían un pórtico de dos pisos. Desprendía un aire de plantación sureña y Bosch se preguntó qué habría pretendido demostrar Elias cuando se construyó la mansión.

Bosch no vio ninguna luz en las ventanas y la farola del pórtico también estaba apagada. El detalle le chocó. Si ésa era la casa de Elias, ¿por qué no había dejado una luz encendida para cuando regresara?

En el camino de acceso había aparcado un coche que no era ni un Porsche ni un Volvo. Era un viejo Camaro, recién pintado y con las llantas también recién cromadas. A la derecha de la casa había un garaje independiente del edificio principal, con capacidad para dos automóviles, pero la puerta estaba cerrada. Chastain se detuvo en el camino de acceso, detrás del Camaro.

– Bonito coche -observó-. Yo no lo dejaría fuera toda la noche, ni siquiera en un barrio como éste. Está demasiado cerca de la selva.