Abrió el cajón de la mesita de noche sobre la que reposaba el teléfono y encontró una agenda. Al hojearla reconoció muchos nombres, en su mayoría de abogados que conocía de referencias o personalmente.
Bosch se detuvo al ver un nombre. Carla Entrenkin. También era una abogada especializada en derechos civiles, mejor dicho, lo había sido hasta hacía un año, cuando la Comisión de Policía la nombró inspectora general del Departamento de Policía de Los Ángeles. Bosch observó que Elias tenía anotado el número de teléfono de su despacho y de su casa. El teléfono particular aparecía escrito con una tinta más oscura, como si hubiera sido añadido con posterioridad al número de teléfono del despacho.
– ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó Chastain.
– No -respondió Bosch-. Sólo los números de teléfono de algunos abogados.
Bosch cerró la agenda cuando Chastain se acercó para echarle un vistazo y volvió a guardarla en el cajón.
– La dejaremos hasta que consigamos la orden de registro -dijo Bosch.
Los dos detectives aún siguieron registrando el resto del apartamento durante unos veinte minutos, examinando cajones y armarios, mirando debajo de las camas y detrás de los cojines de los sofás, pero no hallaron nada que les llamara la atención.
– He encontrado dos cepillos de dientes -dijo de pronto Chastain desde el baño del dormitorio principal.
– Interesante.
Bosch se encontraba en la sala de estar, examinando los libros de la estantería. Descubrió uno que había leído hacía años, Yesterday Will Make You Cry, de Chester Himes. Al notar la presencia de Chastain se volvió apresuradamente.
Chastain se hallaba en el pasillo que conducía a los dormitorios, con una caja de condones en la mano.
– Estaban ocultos en el fondo de un estante, debajo del lavabo.
Bosch se limitó a asentir con la cabeza.
En la cocina había un teléfono de pared provisto de un contestador automático. La lucecita parpadeante indicaba que alguien había dejado un mensaje. Al oprimir el botón, Bosch oyó una voz de mujer.
– Hola, soy yo. Creí que ibas a llamarme. Espero que no te hayas dormido.
Eso era todo. El mensaje había sido recibido a las doce y un minuto de la noche. A esa hora Elias ya había muerto.
Chastain, que había entrado en la cocina desde la sala de estar al oír la voz en el contestador automático, miró a Bosch y se encogió de hombros. Bosch rebobinó la cinta para escuchar de nuevo el mensaje.
– No parece la voz de su mujer -comentó Bosch.
– Parece de una mujer blanca -dijo Chastain.
Bosch estaba de acuerdo. Escuchó el mensaje por tercera vez, concentrándose en el tono acariciante e íntimo de la voz femenina. La hora de la llamada y el convencimiento de la mujer de que Elias reconocería su voz reforzaban aquella impresión.
– Unos condones ocultos en el baño, dos cepillos de dientes, el mensaje de una mujer misteriosa en el contestador automático -observó Chastain-. Parece que tenemos una amante involucrada en el caso, lo cual no deja de ser interesante.
– Es posible. Alguien ha hecho la cama esta mañana. ¿Has encontrado algún objeto femenino en el armario del baño?
– No.
Chastain regresó a la sala de estar. Cuando Bosch hubo terminado de registrar la cocina, se tomó un respiro y salió a la terraza de la salita. Consultó su reloj, apoyado en la barandilla. Eran las 4.50. Acto seguido se quitó el busca del cinturón para comprobar si se le había desconectado sin darse cuenta.
La batería del busca no se había agotado. Eleanor no había intentado localizarle. En ese momento oyó salir a Chastain a la terraza.
– ¿Lo conocías? -preguntó Bosch sin volverse.
– ¿A quién, a Elias? Sí, algo.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que trabajé en casos que después él llevó ante los tribunales. Tuve que testificar. Además, Elias tenía su despacho en Bradbury y nosotros también tenemos nuestras oficinas allí. Lo veía de vez en cuando. Pero si lo que quieres saber es si alguna vez jugué al golf con ese tío, la respuesta es no. No lo conocía mucho.
– Ese tipo se ganaba la vida demandando a policías. Siempre se presentaba ante el tribunal perfectamente informado del caso que llevaba entre manos. Conocía datos confidenciales, difíciles de obtener a través de cauces legales. Algunos afirman que disponía de fuentes dentro de la misma policía…
– Yo no trabajaba de soplón para Howard Elias -replicó Chastain con dureza-. Y no conozco a nadie de Asuntos Internos que lo hiciera. Nosotros investigamos a policías. Unas veces se lo merecen y otras no. Sabes tan bien como yo que tiene que haber policías que investiguen a otros policías. Pero el hacer de soplón para Howard Elias y otros sinvergüenzas como él es lo más bajo a lo que se puede llegar. Así que gracias por sospechar de mí.
Bosch observó los ojos de Chastain llenos de rabia.
– Era una pregunta -dijo Bosch-. Quiero saber con quién trato.
Bosch contempló de nuevo la vista de la ciudad y luego se fijó en la plaza situada más abajo. Kiz Rider y Loomis Baker la cruzaban en aquel preciso momento para dirigirse hacia Angels Flight, acompañados por un hombre que Bosch supuso que sería Eldrige Peete, el encargado del funicular.
– Vale, ya me lo has preguntado -contestó Chastain-. ¿Dejamos el tema?
– Por supuesto.
Bosch y Chastain bajaron en el ascensor en silencio.
– Adelántate mientras yo busco un lugar donde mear -dijo Bosch cuando llegaron al vestíbulo-. Díselo a los otros. No tardo nada.
– De acuerdo.
El portero oyó la conversación desde su garita e indicó a Bosch que el lavabo estaba al doblar la esquina, junto a los ascensores. Bosch le dio las gracias y se encaminó hacia allí.
Un vez en el lavabo, Bosch dejó el maletín en la encimera y sacó el móvil. En primer lugar llamó a su casa. Cuando saltó el contestador automático pulsó el código para escuchar los mensajes recientes. Pero sólo oyó el que había dejado él mismo. Eleanor aún no lo había escuchado.
– ¡Mierda! -exclamó al colgar el teléfono.
Luego llamó a información y consiguió el número de la sala de póquer de Hollywood Park. La última vez que Eleanor no había vuelto a casa le había dicho que había estado allí jugando a las cartas.
Bosch llamó al número que le habían facilitado y pidió que le pasaran con la oficina de seguridad. Respondió un hombre que se identificó como el señor Jardine, y Bosch le dio su nombre y número de placa. Jardine le pidió que deletreara su nombre y repitiera el número de la placa.
Al parecer, lo estaba anotando.
– ¿Se encuentra usted en la sala de vídeos?
– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
– Busco a alguien y tengo motivos para sospechar que en estos momentos está jugando en una de las mesas del local. ¿Podría comprobarlo?
– ¿Qué aspecto tiene esa persona?
Bosch describió a su esposa pero no pudo indicar cómo iba vestida porque no había mirado en los armarios de su casa. Luego esperó un par de minutos mientras Jardine observaba los monitores de los vídeos conectados a las cámaras de seguridad instaladas en la sala de póquer.
– Si está aquí, yo no la veo -dijo Jardine-. No suelen venir muchas mujeres a estas horas de la noche. Y la mujer que me ha descrito no se parece a ninguna de las que se encuentran aquí. Quizás haya estado antes, a la una o a las dos, pero ahora no está.
– De acuerdo, gracias.
– Mire, si me facilita un número de teléfono daré una vuelta por el local, y si la veo lo llamaré.
– Le daré el número de mi busca. Pero si la ve, no le diga nada. Llámeme al busca.
– Vale.
Después de facilitar al hombre el número de su busca y de colgar, Bosch pensó en llamar a las salas de juego que había en Gardena y Commerce, pero decidió no hacerlo. Si Eleanor había acudido a un club local, sin duda habría ido a Hollywood Park. O quizá a Las Vegas o a ese sitio indio en el desierto, cerca de Palm Springs. Bosch trató de no pensar en ello y de centrarse de nuevo en el caso.