Después de buscar el número en su agenda, llamó a la centralita nocturna del fiscal del distrito y pidió que le pusieran con el letrado de guardia. Le pasaron con una abogada de voz somnolienta llamada Janis Langwiser. Casualmente, era la misma que había presentado cargos en el caso de los huevos duros. La habían trasladado hacía poco a la oficina del fiscal del distrito y era la primera vez que Bosch había colaborado con ella en un caso. Recordaba que le había impresionado su sentido del humor y el entusiasmo que derrochaba en su trabajo.
– No me diga que esta vez se trata del caso de unos huevos revueltos. O de una tortilla de patatas.
– No exactamente. Siento haberla despertado, pero necesitamos que alguien nos eche una mano en una investigación que estamos a punto de iniciar.
– ¿Quién es el muerto y dónde van a llevar a cabo la investigación?
– El muerto es Howard Elias y vamos a investigar en su despacho.
La abogada soltó un silbido tan agudo que Bosch apartó el auricular de la oreja.
– ¡Caramba! -exclamó la abogada. Su voz había perdido todo rastro de somnolencia-. Esto va a ser… un bombazo. Cuénteme qué se sabe.
Cuando Bosch hubo terminado, Langwiser, que vivía a cincuenta kilómetros al norte, en Valencia, accedió a reunirse una hora después en el Bradbury con el equipo encargado de registrar el despacho de Elias.
– Hasta entonces tómese las cosas con calma, detective Bosch, y no entre en el despacho hasta que yo llegue.
– De acuerdo.
No tenía importancia, pero a Bosch le gustó que la abogada le llamara «detective». No porque fuera mucho más joven que él, sino porque a menudo los procuradores trataban a Bosch y a otros policías sin el menor respeto, como si fueran simples herramientas que podían utilizar ante los tribunales. Bosch estaba seguro de que con el tiempo Janis Langwiser acabaría convirtiéndose en una abogada dura y cínica, pero todavía mostraba ciertos detalles respetuosos.
Bosch desconectó el teléfono, pero cuando se disponía a guardarlo se acordó de otra cosa. Llamó de nuevo a información y pidió el número de teléfono de la casa de Carla Entrenkin. Unos segundos después oyó una grabación informándole que a petición del titular el número no constaba en la guía. Era de esperar, pensó Bosch.
Al atravesar Grand Street y California Plaza hacia Angels Flight, Bosch trató de no pensar en Eleanor y en dónde demonios se había metido. Pero era difícil. Le dolía pensar que a esas horas estaría en cualquier parte, sola, buscando algo que obviamente él era incapaz de darle. Bosch empezaba a pensar que su matrimonio se iría irremediablemente a pique si no conseguía proporcionar a Eleanor lo que necesitaba.
Cuando se casaron, hacía un año, Bosch había sentido una sensación de paz y felicidad que jamás había experimentado. Por primera vez en su vida pensó que existía una persona por quien valía la pena sacrificarse, dar incluso la vida por ella si era necesario. Pero al cabo de un tiempo se había visto obligado a reconocer que ella no sentía lo mismo. No era una mujer feliz ni satisfecha. Esto hacía que Bosch se sintiera amargado, culpable y a la vez aliviado en cierto modo.
El detective procuró concentrarse de nuevo en el caso. Tenía que olvidarse de Eleanor durante un tiempo. Se puso a pensar en la voz del teléfono, en los condones escondidos en el armario del baño y en la cama recién hecha. ¿Cómo había conseguido Howard Elias el número de teléfono privado de Carla Entrenkin, que Bosch había hallado en la agenda que el abogado guardaba en la mesita de noche?
8
Rider estaba junto a un negro alto de pelo canoso, frente a la puerta de la estación de Angels Fligth. Ambos sonreían, como si acabaran de compartir una broma, cuando Bosch se acercó a ellos.
– Señor Peete, le presento a Harry Bosch -dijo Rider-. Está a cargo de la investigación.
Peete estrechó la mano del detective.
– Es lo peor que he visto en mi vida. Lo peor.
– Lamento que haya tenido que presenciar esto, pero celebro que esté dispuesto a ayudarnos. Entre y siéntese, estará más cómodo. Dentro de unos minutos nos reuniremos con usted.
Cuando Peete hubo entrado en la estación, Bosch miró a Rider. No tuvo que decir nada.
– Tal como dijo Garwood, no oyó nada ni vio nada que le llamara la atención hasta que subió el coche y salió para cerrarlo. Tampoco vio a nadie paseándose ahí abajo como si esperara a alguien.
– ¿Crees que se hace el sordo y el ciego?
– Yo diría que no. Creo que es un tipo legal. No vio ni oyó nada especial.
– ¿Tocó los cadáveres?
– No. ¿Te refieres al reloj y a la cartera? Lo dudo.
Bosch asintió.
– ¿Te importa que le haga un par de preguntas?
– Adelante, tú eres el jefe.
Bosch se dirigió hacia la pequeña oficina seguido por Rider. Eldrige Peete estaba sentado frente a una mesa, hablando por teléfono.
– Tengo que dejarte, cariño -dijo al ver a Bosch-. El policía quiere hablar conmigo. -Y colgó-. Era mi esposa. Quería saber cuándo voy a regresar a casa.
Bosch asintió.
– Señor Peete, ¿entró usted en el coche del funicular después de ver los cuerpos?
– No, señor. Supuse que estaban muertos. Había mucha sangre. Pensé que era mejor no tocar nada hasta que llegaran las autoridades.
– ¿Reconoció a alguna de esas personas?
– Al hombre no pude verle con claridad, pero pensé que podía ser el señor Elias, por su aspecto y por el elegante traje que llevaba. A la mujer también la reconocí, quiero decir que no sabía cómo se llamaba pero se había montado en el coche hacía unos minutos y había bajado en él.
– ¿Se refiere a que ella bajó primero?
– Sí, señor, bajó en el funicular. Era una pasajera asidua, como el señor Elias. Pero ella sólo lo tomaba una vez a la semana. Los viernes, como anoche. El señor Elias lo utilizaba más a menudo.
– ¿Por qué cree usted que la mujer bajó en el coche pero no se apeó?
Peete miró a Bosch perplejo, como asombrado de que le hiciera una pregunta tan sencilla.
– Porque la asesinaron.
Bosch estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo. Era evidente que no se explicaba con claridad.
– No, me refiero a antes de que le dispararan. Da la impresión de que esperó sentada en el banco para subir de nuevo la colina cuando apareció el asesino del otro pasajero que se disponía a montar en el tren.
– Yo no sé lo que hizo.
– ¿Cuándo bajó la mujer exactamente?
– Bajó en el viaje anterior. Cuando hice bajar a Olivos, esa señora ya se había montado en el coche. Eso fue a las once menos cinco, miento, menos seis minutos. Hice bajar a Olivos, la dejé descansar hasta las once y la hice subir. El último viaje es a las once. Cuando subió el coche, esas personas estaban a bordo, muertas.
El hecho de que Peete se refiriera al funicular como si perteneciera al género femenino desconcertó a Bosch, que trató de recapitular.
– De modo que hizo bajar el coche con la mujer a bordo. Luego, al cabo de cinco o seis minutos, la mujer seguía a bordo del coche cuando usted lo hizo subir. ¿Correcto?
– Correcto.
– Y durante esos cinco o seis minutos en que Olivos permaneció detenida abajo, ¿usted no vio nada allí?
– No, estaba contando el dinero de la caja registradora. Luego, a las once, salí y cerré a Sinaí. Luego hice que subiera Olivos. Y fue cuando los encontré. Estaban muertos.
– Pero ¿no oyó nada allí abajo? ¿Ningún disparo?