– No, ya le he dicho a la señorita «a la señorita Kizmin», que me pongo tapones en los oídos por el ruido que hace el generador debajo de la estación. Además, estaba contando el dinero. Casi todo son monedas de veinticinco centavos, y yo las meto en ese aparato.
Junto a la caja registradora había un mostrador de acero inoxidable para el cambio. El hombre señaló un aparato que introducía monedas de veinticinco centavos en unos rollos de papel que contenían diez dólares. A continuación el hombre propinó una patada en el suelo para señalar el generador instalado abajo. Bosch asintió para demostrar que lo había entendido.
– Hábleme de la mujer. ¿Dice que era una pasajera asidua?
– Sí, viajaba en el funicular una vez por semana. Supongo que trabajaría de asistenta en los apartamentos. El autobús baja por Hill Street. Creo que subía allí.
– ¿Y qué me dice de Howard Elias?
– También era un pasajero asiduo. Tomaba el funicular dos o tres veces a la semana, en días y horas diferentes, a veces muy tarde, como anoche. Una vez yo estaba cerrando y él me llamó desde abajo. Hice una excepción. Lo subí en Sinaí. Para hacerle un favor. En Navidad solía entregarme un pequeño sobre. Un detalle que tenía conmigo. Era un hombre muy amable.
– ¿Montaba siempre solo en el funicular?
El anciano cruzó los brazos y reflexionó unos instantes.
– La mayoría de las veces, sí.
– ¿Recuerda haberle visto con otra persona?
– Creo recordar que en una o dos ocasiones le vi con otra persona, pero no recuerdo quién era.
– ¿Era un hombre o una mujer?
– No lo sé. Me parece que se trataba de una señora, pero no recuerdo su cara.
Bosch miró a Rider y arqueó las cejas, para saber si quería formular más preguntas al hombre. Ella dijo que no con la cabeza.
– Antes de marcharse, señor Peete, ¿podría conectar el funicular para que podamos bajar en él?
– Desde luego. Estoy a la disposición de usted y de la señorita Kizmin.
El hombre miró a Rider e inclinó la cabeza, sonriendo.
– Gracias -dijo Bosch-. Pues en marcha.
Peete se dirigió al ordenador y tecleó una orden. De inmediato el suelo empezó a vibrar y se oyó un ruido como el de una máquina que comienza a girar. Peete se volvió hacia ellos.
– Si necesitan algo, no tienen más que pedírmelo -dijo el hombre alzando la voz para dejarse oír.
Bosch se despidió de él con la mano y se dirigió hacia el coche del funicular. Chastain y Baker, el hombre de Asuntos Internos a quien Bosch había emparejado con Rider, estaban junto a la balaustrada, contemplando la vía.
– Vamos a bajar -dijo Bosch-. ¿Queréis venir?
Echaron a andar detrás de Rider sin decir una palabra. Los cuatro detectives subieron al coche llamado Olivos. Hacía un buen rato que se habían llevado los cadáveres y las pruebas que habían recogido los técnicos, pero la sangre derramada seguía manchando el suelo de madera y el banco donde se había sentado Catalina Pérez. Bosch subió los escalones, procurando no pisar la sangre que había emanado del cuerpo de Howard Elias. Se sentó en el lado derecho.
Los otros lo hicieron en unos bancos situados más arriba, lejos de donde habían sido abatidas las víctimas. Bosch alzó la vista hacia la ventana de la estación y agitó la mano. De inmediato el coche arrancó bruscamente y comenzó el descenso. Bosch recordó de nuevo cuando viajaba de niño en el funicular. El asiento seguía siendo tan incómodo como en aquellos tiempos.
Bosch no miró a sus compañeros mientras descendían en el funicular. Observó la puerta inferior y la vía que discurría debajo del coche. El trayecto no duró más de un minuto. Cuando llegaron abajo, Bosch fue el primero en apearse. Al volverse vio la cabeza de Peete recortada en la ventana de la estación, iluminada por la luz del techo.
Bosch no pasó a través del torniquete porque estaba cubierto por el polvo negro que se utiliza para recoger las huellas dactilares y no quería mancharse el traje: el departamento se negaba a abonar la factura de la tintorería. Bosch señaló el polvo negro a sus compañeros y saltó sobre el torniquete.
Examinó el suelo, confiando en descubrir algo que le llamara la atención, pero no vio nada insólito. Estaba convencido de que los detectives de Robos y Homicidios habían registrado la zona a fondo. Bosch había ido sobre todo para echar una ojeada y obtener una impresión de primera mano. A la izquierda de la arcada había una escalera de hormigón que utilizaba la gente que temía viajar en el funicular o cuando éste estaba fuera de servicio. También hacían uso de ella los entusiastas del ejercicio físico, que la subían y bajaban a la carrera. Hacía un año Bosch había leído en el Times un artículo sobre la célebre escalera. Junto a ella, construida en la ladera de la colina, había una parada de autobús iluminada. El largo banco, con capacidad para varias personas, estaba protegido por un techo de fibra de vidrio. Las mamparas laterales servían para anunciar el estreno de películas. Bosch vio el póster de una de Eastwood titulada Blood Work. La cinta estaba basada en una historia verídica sobre un antiguo agente del FBI a quien Bosch conocía.
Bosch pensó en la posibilidad de que el asesino hubiera aguardado en la parada del autobús hasta que Elias se acercara al torniquete de Angels Flight, pero la descartó.
La parada estaba iluminada por una luz instalada en el techo. Al dirigirse hacia el funicular, Elias habría visto a cualquiera que se hallara sentado en el banco. Dado que Bosch sospechaba que Elias conocía a su asesino, no era lógico que éste le aguardara sentado en el banco, allí donde Elias pudiera verle.
Bosch contempló el otro lado de la arcada, donde había un espacio de unos cien metros, entre la entrada del funicular y un pequeño edificio de oficinas, cubierto de arbustos artísticamente dispuestos en torno a una acacia. Bosch lamentó haberse dejado el maletín arriba, en la estación del funicular.
– ¿Alguno de vosotros tiene una linterna? -preguntó.
Rider sacó del bolso una linterna. Bosch se dirigió hacia los arbustos, iluminando el suelo con la pequeña linterna.
No encontró ninguna prueba de que el asesino hubiera esperado allí. El suelo entre los arbustos estaba sembrado de basura y otros desperdicios, pero ninguno de ellos había sido arrojado recientemente. Bosch dedujo que era un lugar que los sin techo utilizaban para examinar las bolsas de basura que habían hallado en otro sitio.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Rider, que había seguido a Bosch.
– Nada de interés. Estoy tratando de imaginar dónde pudo ocultarse ese tipo para que Elias no lo descubriera. Este podía haber sido un buen lugar. El asesino habría salido de su escondrijo cuando Elias pasara frente a él, sin que éste lo viera, y lo habría seguido hasta el funicular.
– Quizá no tuviera que ocultarse. Quizá llegaron aquí juntos.
Bosch miró a Rider y asintió.
– Una posibilidad como cualquier otra.
– ¿Y el banco de la parada?
– No, es un lugar abierto y bien iluminado. Si el asesino es alguien a quien Elias tenía motivos para temer, lo habría visto.
– Quizás utilizara un disfraz. A lo mejor se sentó disfrazado en la parada del autobús para que nadie lo reconociera.
– Quién sabe.
– Supongo que ya has pensado en todas esas posibilidades, pero dejas que siga hablando como una tonta.
Bosch no dijo nada. Devolvió la linterna a Rider y salió de entre los arbustos. Echó otro vistazo a la parada del autobús, convencido de que no andaba errado en sus hipótesis. El asesino no había utilizado la parada.
– ¿Conoces a un tal Terry McCaleb que trabaja en el FBI? -preguntó Rider, acercándose a Bosch.
– Sí, colaboramos en un caso. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tú lo conoces?
– Personalmente, no. Pero lo he visto en la televisión. No se parece a Clint Eastwood.