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– Estoy de acuerdo.

Bosch vio que Chastain y Baker habían cruzado la calle y se hallaban de pie en el hueco que formaba la puerta cerrada con la verja de hierro en la entrada del gigantesco Mercado Central. Examinaban algo que había en el suelo.

Bosch y Rider se acercaron a ellos.

– ¿Habéis encontrado algo? -preguntó la detective.

– Quizá sí y quizá no -respondió Chastain, señalando las baldosas sucias y desgastadas del suelo.

– Cinco colillas -observó Baker-. De la misma marca de cigarrillos. Eso significa que alguien estuvo esperando aquí un buen rato.

– Quizá fuera un vagabundo -dijo Rider.

– Es posible -contestó Baker-. Y es posible también que fuera el asesino.

Bosch no parecía impresionado.

– ¿Alguno de vosotros fuma? -inquirió.

– ¿Por qué? -preguntó Baker.

– Porque entonces comprenderíais el asunto. ¿Qué veis cuando entráis por la puerta principal del Mercado Central?

Chastain y Baker lo miraron perplejos.

– ¿Policías?

– Sí, pero ¿qué hacen?

– Fumar -contestó Rider.

– Exacto. Está prohibido fumar en los edificios públicos, de modo que los fumadores se congregan frente a la puerta. Este mercado es un edificio público.

Bosch señaló las colillas aplastadas sobre las baldosas.

– Eso no significa necesariamente que alguien estuviera esperando aquí un buen rato. Yo más bien pienso que un empleado del mercado salió cinco veces a lo largo del día para fumar.

Baker asintió, pero Chastain se opuso a esa deducción.

– Sigo pensando que podría ser el tipo que buscamos -dijo-. ¿En qué otro sitio pudo esperar a Elias, entre los arbustos de ahí enfrente?

– Es posible. O tal vez no tuvo que esperarlo, como piensa Kiz. Quizá se dirigió hacia el funicular junto con Elias. Quizás Elias lo consideraba un amigo.

Bosch metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una bolsa de plástico.

– O quizá yo esté equivocado y vosotros tengáis razón -dijo entregando la bolsa a Chastain-. Mete las colillas en la bolsa y ponles una etiqueta. Encárgate de que lleguen al laboratorio.

Unos minutos después Bosch concluyó su examen de la parte inferior de la escena del crimen. Subió al funicular, recogió su maletín donde lo había dejado y se dejó caer en uno de los asientos situados junto a la puerta superior.

Comenzaba a sentirse fatigado y lamentó no haber conseguido dormir un rato, antes de la llamada de Irving. La emoción y la adrenalina que generaba cada nuevo caso producían una falsa sensación de euforia que no tardaba en disiparse. Bosch hubiera dado cualquier cosa por fumarse un cigarrillo y echar un sueñecito. Pero en aquellos momentos sólo podía hacer una de las dos cosas, lo que suponía buscar un establecimiento que permaneciera abierto toda la noche para encontrar tabaco. Bosch decidió no hacerlo. Curiosamente, le parecía que su ayuno de nicotina formaba parte de su vigilia por Eleanor. Pensaba que si se fumaba un cigarrillo lo perdería todo, que no volvería a saber nada de ella.

– ¿En qué piensas, Harry?

Bosch alzó la vista. Rider estaba junto a la puerta del funicular, a punto de subir.

– En nada. En todo. No hemos hecho más que empezar a investigar este caso. Queda aún mucho por hacer.

– Hay que seguir adelante.

– Por supuesto.

Cuando sonó el busca del detective, éste se lo quitó del cinturón tan rápidamente como si el aparato se hubiera puesto a sonar en un cine. Bosch reconoció el número pero no recordó dónde lo había visto con anterioridad. Sacó el móvil del maletín y pulsó el número. Era el teléfono del domicilio de Irvin Irving.

– He hablado con el jefe -dijo Irving-. Él hablará con el reverendo Tuggins. Dice que no se preocupe por el asunto.

Irving pronunció la palabra reverendo con evidente desdén.

– De acuerdo.

– ¿Cómo van las cosas?

– Estamos todavía en la escena del crimen, pero casi hemos terminado. Nos marcharemos en cuanto hayamos visitado el edificio de apartamentos para comprobar si hay testigos. Elias tenía un apartamento en el centro de la ciudad. Se dirigía allí cuando fue asesinado. Iremos a echar un vistazo a su apartamento y a su despacho en cuanto el juez firme las órdenes de registro.

– ¿Han comunicado la muerte de la mujer a su familia?

– Sí, he enviado a dos detectives para que informen a la familia de Catalina Pérez sobre su muerte.

– Cuénteme qué ocurrió cuando se presentaron en casa de Elias.

Puesto que Irving no se lo había preguntado antes, Bosch dedujo que si lo hacía en ese momento era porque el jefe de la policía quería saberlo. Bosch le explicó brevemente lo ocurrido, e Irving le hizo algunas preguntas sobre la reacción de la esposa y el hijo de Elias. Bosch se dio cuenta de que las formulaba desde el punto de vista del departamento de relaciones públicas. Sabía que, al igual que ocurriría con Preston Tuggins, la forma en que la familia de Elias reaccionara ante su asesinato incidiría directamente en la reacción de la comunidad.

– ¿De modo que no cree que en estos momentos podamos contar con la ayuda de la viuda y el hijo para contener la indignación popular?

– Así es. Pero cuando hayan superado el golpe inicial, es posible que accedan a ello. Pienso que quizá sería conveniente que el jefe llamara personalmente a la viuda. Vi una foto de él junto a Elias en el vestíbulo de la casa del abogado. Si el jefe va a hablar con Tuggins, convendría que también hablara con la viuda para que nos eche una mano.

– Es posible.

Irving cambió de tema e informó a Bosch de que la sala de conferencias de su despacho, en la sexta planta del Parker Center, estaba preparada para que la utilizaran los investigadores. Dijo que la puerta de la sala estaba abierta, pero que por la mañana entregarían a Bosch las llaves. Cuando los investigadores se instalaran en ella, la sala de conferencias debería permanecer cerrada en todo momento. Irving aseguró a Bosch que llegaría a las diez y que esperaba obtener un informe más amplio sobre el caso durante la reunión del equipo de investigadores.

– Tomo nota, jefe -respondió Bosch-. A esa hora calculo que habremos terminado de entrevistar a los posibles testigos y de registrar el apartamento y despacho de Elias, y estaremos de regreso.

– Eso espero. Nos veremos a las diez.

– De acuerdo.

Cuando Bosch se disponía a cerrar el móvil oyó que Irving añadía algo.

– ¿Cómo dice, jefe?

– Otra cosa. Teniendo en cuenta la identidad de una de las víctimas del caso, supuse que me correspondía a mí informar a la inspectora general. Cuando le expliqué los datos que habíamos recabado hasta el momento, la inspectora general se mostró… no sé cómo expresarlo…, se mostró profundamente interesada en el caso. Quizá me haya quedado corto al decir que se mostró profundamente interesada.

Carla Entrenkin. Bosch estuvo a punto de soltar un taco pero se contuvo. La inspectora general constituía una entidad nueva en el departamento: una ciudadana nombrada por la Comisión de Policía en calidad de supervisora civil autónoma dotada de autoridad plena para investigar o supervisar una investigación. Otra muestra de la politización del departamento. La inspectora general respondía de sus actos ante la Comisión de Policía, la cual a su vez respondía ante el ayuntamiento y el alcalde. Aparte de eso, existían otras razones que irritaban a Bosch. El hecho de hallar el nombre y el número de teléfono privado de Entrenkin en la agenda telefónica de Elias era preocupante, pues abría una serie de posibilidades y complicaciones.

– ¿Va a personarse la inspectora general en la escena del crimen?

– No lo creo -respondió Irving-. Tardé un rato en llamarla para poder decirle que ustedes ya habían terminado su trabajo allí. Así le ahorro otro quebradero de cabeza, detective. Pero no se sorprenda si en algún momento del día le llama.