– Hey, que la División del Puerto es un chollo -dijo Rider para tomarle el pelo. Ella sabía que Edgar vivía en el valle de San Fernando y que un traslado a la División del Puerto significaba que cada día tendría que recorrer un trayecto de hora y media de ida y hora y media de vuelta, la perfecta terapia de autopista, el método que empleaban los jefes para castigar a los polis descontentos y problemáticos-. Allí sólo se ocupan de seis o siete homicidios al año.
– Vale, pero que no cuenten conmigo.
– Vamos, en marcha -dijo Bosch-. Ya nos preocuparemos más tarde de esas cosas. No os perdáis.
Bosch tomó por Hollywood Boulevard hasta la 101 y se dirigió al centro de la ciudad por la autopista, en aquellos momentos poco transitada. A medio camino vio por el retrovisor que sus compañeros le seguían. Pese a la oscuridad y a los coches, no le costó localizarlos. Bosch detestaba los nuevos automóviles que utilizaban los detectives. Estaban pintados de negro y blanco y la única diferencia con un coche patrulla era que no llevaban las luces de emergencia en el techo. Al antiguo jefe de la policía se le había ocurrido la idea de sustituir los vehículos normales de los detectives por ese remedo de coches patrulla. Era una artimaña para fingir que había cumplido la promesa de poner a más policías en la calle. Había sustituido los automóviles normales por unos vehículos parecidos a los coches patrulla, para que la gente creyera que había más policías patrullando las calles. Además, cuando el ex jefe de la policía pronunciaba un discurso frente a algún grupo de la comunidad, solía enumerar a los detectives que utilizaban esos vehículos, jactándose de haber incrementado en varios centenares el número de polis en la calle.
A todo esto, los detectives que intentaban cumplir con su deber circulaban por la ciudad como blancos móviles. En más de una ocasión, cuando Bosch y su equipo trataban de entregar una orden de arresto o de entrar con discreción en un determinado barrio para investigar un caso, los coches delataban su presencia. Era estúpido y peligroso, pero era orden del jefe de la policía, y ésta se cumplía a rajatabla en todas las divisiones de detectives del departamento, aun después de que al tal jefe no le propusieran para un segundo mandato de cinco años.
Bosch, al igual que muchos detectives del departamento, confiaba en que el nuevo jefe de la policía no tardaría en ordenar que utilizaran de nuevo coches normales. Entretanto ya no regresaba a casa después del trabajo en el automóvil que le habían asignado. Era agradable disponer de un vehículo con el que trasladarse al propio domicilio, pero Bosch no quería aparcar un coche patrulla frente a su vivienda. No en Los Angeles. Nunca se sabe el peligro que eso puede acarrearle a uno.
Llegaron a Grand Street a las tres menos cuarto. Cuando Bosch detuvo el coche vio un buen número de vehículos policiales aparcados junto a la acera en California Plaza. Observó la escena del crimen y los furgones de los forenses, varios coches patrulla y más sedanes de detectives, no los que utilizaban ellos, sino los coches normales que seguían empleando los chicos de Robos y Homicidios. Mientras esperaba a que llegaran Rider y Edgar, Bosch abrió su maletín, sacó el móvil y llamó a su casa. Después de cinco tonos saltó el contestador y Bosch se oyó a sí mismo diciéndose que dejara el mensaje. Cuando se disponía a colgar, decidió dejar un mensaje.
– Soy yo, Eleanor. Me han encargado un caso… pero trata de localizarme o llámame al móvil cuando llegues a casa para que yo sepa que estás bien… Bueno, eso es todo. Hasta luego. Ah, ahora son aproximadamente las tres menos cuarto. Sábado por la mañana. Hasta luego.
Edgar y Rider se acercaron a la puerta del coche de Bosch, quien guardó el móvil y se apeó con su maletín. Edgar, el más alto de los tres, levantó la cinta amarilla con la que habían acordonado el lugar y los tres pasaron por debajo de ella, dieron sus nombres y número de placa a un agente uniformado que tenía en la mano la lista de personas que estaban autorizadas a acceder a la escena del crimen, y luego atravesaron California Plaza.
La plaza constituía el foco central de Bunker Hill, un patio de piedra formado por dos torres de oficinas de mármol colindantes, un rascacielos de apartamentos y el Museo de Arte Moderno. Había una gigantesca fuente con un estanque en el centro, pero las bombas y luces no funcionaban a esas horas y el agua aparecía quieta y negra.
Más allá de la fuente, en lo alto de Angels Flight, se alzaba la pintoresca estación estilo revival y la caseta de las ruedas y los cables. La mayoría de investigadores y detectives se hallaban congregados junto a esta pequeña construcción, como si esperaran algo. Bosch trató de localizar el reluciente cráneo afeitado de Irvin Irving, pero no lo vio. Él y sus compañeros cruzaron por entre la multitud y se dirigieron hacia el funicular detenido en la parte superior de la vía. Al mirar en torno a él, Bosch reconoció a varios detectives de Robos y Homicidios. Eran hombres con los que él había trabajado años antes, cuando formaba parte del grupo de élite. Algunos le saludaron con un gesto de cabeza o llamándole por su nombre. Bosch vio a Francis Sheehan, su antiguo compañero, solo, fumando un cigarrillo. Bosch se separó de sus compañeros y se acercó a él.
– ¿Qué tal, Frankie? -le saludó Bosch.
– ¡Hola, Harry! ¿Qué haces tú por aquí?
– Irving me ha llamado para que viniéramos.
– Pues lo siento por ti, chico. No desearía esto a mi peor enemigo.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Será mejor que antes hables con él. Irving quiere tapar el asunto.
Bosch se quedó cortado. Sheehan no tenía buen aspecto, pero hacía meses que Bosch no lo había visto. No sabía a qué se debían las profundas ojeras de sus ojos de mastín ni cuándo se le habían formado. Bosch recordó la imagen de su propio rostro que había visto reflejada en el cristal de la ventana.
– ¿Estás bien, Francis?
– Nunca me he sentido mejor.
– De acuerdo, hablaremos más tarde.
Bosch se reunió con Edgar y Rice, que permanecían de pie junto al coche del funicular. Edgar movió la cabeza hacia la izquierda de Bosch.
– ¿Te has fijado, Harry? -preguntó en voz baja-. Son Chastain y su equipo. ¿Qué hacen aquí esos capullos?
Al volverse, Bosch vio a un grupo de hombres de Asuntos Internos.
– No tengo ni puta idea -respondió.
Chastain y Bosch se miraron unos instantes, pero Bosch apartó enseguida la vista. No merecía la pena cabrearse por haberse encontrado con unos tíos de Asuntos Internos. Picado por la curiosidad, Bosch trató de imaginar por qué había tal cantidad de policías en la escena del crimen: los chicos de Robos y Homicidios, los de Asuntos Internos, un subdirector… Tenía que enterarse de lo ocurrido.
Seguido por Edgar y Rider, que caminaban tras él en fila india, Bosch se acercó al coche del funicular. En su interior habían instalado unas luces y estaba iluminado como el cuarto de estar de una vivienda.
Había dos técnicos examinando la escena del crimen. Esto indicó a Bosch que había llegado tarde. Los técnicos encargados de analizar la escena del crimen no entraban en acción hasta después de que los ayudantes del forense hubieran completado el procedimiento iniciaclass="underline" certificar la muerte de las víctimas, fotografiar los cadáveres in situ, examinar los cuerpos en busca de heridas, armas y documentos de identificación.
Bosch se acercó a la parte posterior del coche y miró a través de la puerta, que estaba abierta. Los técnicos trabajaban alrededor de dos cadáveres. Uno de ellos pertenecía a una mujer que estaba tumbada en uno de los asientos, hacia la mitad del coche. Llevaba unas mallas grises y una camiseta blanca que le llegaba a medio muslo. Sobre su pecho se había abierto una enorme flor de sangre, donde le había alcanzado una bala. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en la ventanilla. Era morena, de tez oscura y con unos rasgos de gente del sur de la frontera. En el asiento, junto a su cadáver, había una bolsa de plástico con numerosos objetos que Bosch no llegó a ver. A través de la abertura de la bolsa asomaba un periódico doblado.