– ¿Puede hacerlo? Me refiero a si puede hablar conmigo sin hacerlo a través de usted. A fin de cuentas no es policía.
– Por desgracia, esa señora puede hacer lo que quiera porque la Comisión de Policía le ha concedido plena autoridad. De modo que esta investigación debe ser impecable, ¿entendido, detective Bosch? En caso contrario, Carla Entrenkin no dudará en llamarnos a capítulo.
– Entendido.
– Bien, pues entonces lo único que necesitamos es detener al asesino y todo irá sobre ruedas.
– Vale, jefe.
Irving colgó sin despedirse. Bosch alzó la vista. Chastain y Baker acababan de subir al funicular.
– Sólo existe una cosa peor que trabajar en esto con los de Asuntos Internos -dijo Bosch a Rider-. Que la inspectora general controle todos nuestros movimientos.
– ¿Estás bromeando? -preguntó Rider, volviéndose hacia él-. ¿Que Carla Entrenkin participa en la investigación?
La incorporación de la inspectora general, que solía criticar las acciones de los miembros del departamento ante la Comisión de Policía complicaba más el caso.
– Así es -respondió Bosch-. Vamos a tener que bregar también con ella.
9
En lo alto de la colina se encontraron con Edgar y Fuentes, que venían de comunicar la muerte de Catalina Pérez a su familia. Por su parte, Joe Dellacroce había regresado del Parker Center con unas órdenes de registro firmadas y selladas. No siempre era necesaria una orden autorizada por el tribunal para registrar el domicilio y el despacho de la víctima de un homicidio, pero tratándose de un personaje conocido resultaba preferible conseguir una orden firmada por el juez. En ese tipo de sucesos, si se producía una detención solían intervenir abogados defensores de renombre, los cuales habían adquirido fama invariablemente gracias a su celo y brillantez. Se cebaban en los errores de sus rivales, tomaban las costuras deshilachadas y los cabos sueltos del caso y tiraban de ellos hasta que los agujeros eran lo suficientemente grandes como para que sus clientes se escabulleran por ellos. Bosch tenía eso muy en cuenta. Era preciso andarse con pies de plomo.
Además, Bosch juzgaba particularmente imprescindible disponer de una orden de registro para entrar en el despacho de Elias. Allí encontrarían numerosos expedientes sobre detectives y casos pendientes de juicio contra el departamento, casos que seguirían su curso después de que nuevos abogados se hicieran cargo de ellos, y Bosch tenía que compatibilizar la sacrosanta confidencialidad entre abogado y cliente con la necesidad de investigar el asesinato de Howard Elias. Los investigadores debían ir con pies de plomo al manejar los expedientes. Ese era el motivo por el que Bosch había llamado a la oficina del fiscal del distrito y había solicitado a Janis Langwiser que se personará en el despacho de Elias.
Bosch se acercó a Edgar, lo agarró del brazo y lo condujo hacia la balaustrada desde la que contemplaban la empinada cuesta que se extendía hasta Hill Street. Allí nadie podría oír lo que hablaban.
– ¿Cómo ha ido?
– Como de costumbre. Preferiría estar en cualquier sitio que no fuera el del tío que ha de darles la noticia, no sé si me entiendes.
– Por supuesto. ¿Te limitaste a comunicarle al marido la noticia o le hiciste algunas preguntas?
– Le hicimos algunas preguntas, pero no obtuvimos muchas respuestas. El tío dijo que su esposa trabajaba de asistenta en unos apartamentos cerca de aquí. Venía en autobús. No pudo darnos direcciones. Dijo que su mujer las tenía anotadas en una pequeña agenda que solía llevar consigo.
Bosch reflexionó un momento. No recordaba haber visto ninguna agenda en el inventario de pruebas. El detective apoyó el maletín sobre la balaustrada, lo abrió y sacó una tabla provista de una pinza que sujetaba todos los papeles con los datos recogidos en la escena del crimen. Encima de todo estaba la copia amarilla del inventario que Hoffman le había dado antes de marcharse. En ella constaban las pertenencias de la víctima número 2, pero no había ninguna agenda.
– Habrá que volver a hablar con él más tarde. No tenemos ninguna agenda.
– Envía a Fuentes. El marido no habla inglés.
– De acuerdo. ¿Alguna otra cosa?
– No. Comprobamos lo de costumbre: si su esposa tenía enemigos, problemas, si alguien le estaba incordiando, acosándola, etcétera. Nada. El marido dijo que su mujer vivía muy tranquila.
– Bien. ¿Qué me dices de él?
– Parecía legal. Tiene cara de fracasado, como si todo le hubiera salido mal en la vida, ¿comprendes?
– Sí.
– Parecía tan afectado como sorprendido por la noticia.
– Muy bien.
Bosch miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba.
– Ahora nos separaremos para llevar a cabo los registros. Quiero que te ocupes del apartamento que tenía Elias en The Place. Yo iba…
– ¿De modo que se dirigía allí?
– Eso parece. Yo estuve allí con Chastain, para hacer un registro preliminar. Quiero que te tomes todo el tiempo que necesites. Y que empieces por su dormitorio. Saca una agenda telefónica del cajón de la mesita de noche sobre la que está el teléfono. Métela en la bolsa de pruebas y séllala para que nadie pueda husmear en ella hasta que lo traslademos todo a la oficina.
– De acuerdo, pero ¿eso por qué?
– Te lo contaré más tarde. Hazte con la agenda antes de que la encuentre alguien. Llévate también la cinta del contestador automático que hay en la cocina. Tiene un mensaje que quiero conservar.
– De acuerdo.
– Pues andando.
Bosch se apartó de la balaustrada y se dirigió hacia Dellacroce.
– ¿Algún problema con la orden?
– No, salvo que he despertado un par de veces al juez.
– ¿Qué juez?
– John Houghton.
– Es un tío simpático.
– No me dio esa impresión cuando se dio cuenta de que iba a tener que firmar una segunda orden.
– ¿Dijo algo sobre el despacho?
– Me obligó a añadir un párrafo sobre la necesidad de preservar la sacrosanta confidencialidad entre abogado y cliente.
– ¿Nada más? Déjame ver.
Dellacroce sacó las órdenes de registro del bolsillo interior de la chaqueta y entregó a Bosch el documento que les autorizaba a entrar en el Bradbury. Bosch leyó por encima la primera hoja del documento, hasta llegar al párrafo que había mencionado Dellacroce. Le pareció correcto. El juez les autorizaba a registrar el despacho y los archivos, puntualizando únicamente que cualquier información confidencial que sacaran de los archivos debía guardar relación con la investigación de asesinato.
– Lo que el juez dice es que no podemos registrar los archivos y entregar lo que consigamos a la oficina del fiscal -dijo Dellacroce-. Todo debe permanecer dentro de los límites de nuestra investigación.
– Puedo soportarlo -repuso Bosch.
Luego llamó al resto del equipo. Bosch observó que Fuentes estaba fumando y trató de no pensar en las ganas que tenía de fumarse un cigarrillo.
– Bien, tenemos las órdenes de registro -dijo-. Vamos a separarnos. Edgar, Fuentes y Baker registrarán el apartamento. Edgar dirigirá la operación. Los demás regresaremos a la oficina. También quiero que los que registréis el apartamento preparéis unas entrevistas con los conserjes del edificio. De todos los turnos. Debemos averiguar cuanto podamos sobre los horarios y los hábitos personales de ese tío. Sospecho que hay una amante involucrada. Otra cosa, en el llavero vi las llaves de un Porsche y de un Volvo. Tengo la impresión de que Elias conducía el Porsche, que probablemente se encuentra en el garaje del edificio. Quiero que lo comprobéis.
– En las órdenes de registro no se menciona ningún coche -protestó Dellacroce-. Nadie me dijo nada de un coche cuando fui a buscar las órdenes.
– De acuerdo, localiza el coche, mira por las ventanillas y si lo crees necesario pediremos una orden de registro.