Al pronunciar esta frase Bosch miró a Edgar. Este asintió de forma casi imperceptible: había entendido que Bosch le ordenaba localizar el coche, abrirlo y registrar su interior. Si hallaba algo importante para la investigación, pedirían una orden de registro y fingirían que jamás habían abierto una puerta del coche. Era lo habitual.
Bosch miró su reloj y dio por concluida la reunión.
– Son las cinco y treinta y cinco. A las ocho y media, como mucho, tienen que haber finalizado los registros. Recoged todo lo que creáis interesante y más tarde lo analizaremos. El jefe Irving ha instalado el puesto de mando de esta investigación en la sala de conferencias, junto a su despacho del Parker Center. Antes de regresar allí, quiero reunirme con todos vosotros aquí a las ocho y media.
Bosch señaló el alto edificio de apartamentos que se alzaba sobre Angels Flight.
– Entonces visitaremos esos apartamentos. No quiero esperar hasta más tarde, no sea que sus ocupantes ya se hayan marchado y no vuelvan hasta última hora.
– ¿Y la reunión con Irving? -preguntó Fuentes.
– Está fijada para las diez. Estaremos allí, puntuales. Y si no, no os preocupéis. Yo despacharé con el jefe mientras vosotros cumplís con lo encomendado. Lo primero es el caso. El jefe se hará cargo.
– Harry -intervino Edgar-. ¿Si terminamos antes de las ocho y media podremos ir a desayunar?
– De acuerdo, pero no quiero que se os escape nada. No os apresuréis con los registros para comeros los donuts.
Rider sonrió.
– ¿Sabéis que os digo? -rectificó Bosch-. Que yo mismo me encargaré de que haya aquí unos donuts a las ocho y media. Aguantaos hasta entonces, ¿vale?
Bosch sacó el llavero que había encontrado en el cadáver de Howard Elias.
Extrajo las llaves del apartamento y la del Porsche y se las entregó a Edgar. Pero había otras que no sabían de dónde eran. Bosch supuso que dos o tres pertenecían al despacho y otras tres a su casa de Baldwin Hills. No obstante quedaban cuatro llaves. Bosch recordó la voz que había oído en el contestador automático. Puede que Elias tuviera las llaves del domicilio de su amante.
Bosch volvió a guardar las llaves en el bolsillo y ordenó a Rider y a Dellacroce que se dirigieran en coche al Bradbury. Dijo que Chastain y él tomarían el funicular para bajar y luego darían un paseo para examinar las aceras que había recorrido Elias entre su despacho y la terminal inferior de Angels Flight. Cuando los detectives se separaron para cumplir sus respectivas tareas, Bosch se acercó a la ventana de la estación.
Eldrige Peete estaba sentado en la silla junto a la caja registradora, con los tapones en los oídos y los ojos cerrados.
Bosch golpeó suavemente con los nudillos en la ventana, pero no pudo evitar que el anciano se sobresaltara.
– Señor Peete, le agradecería que nos permitiera bajar una última vez. Luego puede usted cerrar y regresar a casa. Su esposa le estará esperando.
– Como usted diga.
Bosch se volvió para dirigirse hacia el coche del funicular, pero se detuvo de golpe.
– Todo está lleno de sangre -dijo a Peete-. ¿Puede avisar a alguien para que limpie el interior del coche antes de que comience a funcionar mañana?
– Descuide, lo haré yo mismo. En el cobertizo hay un cubo y un mocho. Llamé a mi encargado antes de que llegaran ustedes. Me dijo que limpiara Olivos para que mañana por la mañana esté preparada. Los sábados empezamos a las ocho.
– De acuerdo, señor Peete -dijo Bosch-. Lamento que tenga que limpiarlo usted mismo.
– Me gusta que los coches estén limpios.
– Otra cosa, el torniquete de la terminal inferior está cubierto de un polvo negro que usamos para recoger huellas. Pone la ropa perdida.
– Lo limpiaré también.
– Disculpe las molestias que le hemos causado esta noche -dijo Bosch-. Ha sido muy amable. Gracias.
– ¿Noche? ¡Pero si ya ha amanecido! -replicó Peete sonriendo.
– Tiene usted razón. Buenos días, señor Peete.
– No lo son para esos dos desgraciados que iban en el funicular.
Bosch se alejó unos pasos pero cambió de parecer y regresó junto a Peete.
– Una última cosa. Este caso va a ocupar mucho espacio en la prensa. Y en la televisión. No pretendo decirle lo que debe hacer, pero quizá le convenga descolgar el teléfono, señor Peete. Y no abrir la puerta.
– Ya le entiendo.
– Perfecto.
– De todos modos, voy a pasarme el día durmiendo.
Bosch asintió y subió al funicular. Chastain ya se había instalado en uno de los asientos junto a la puerta.
Bosch pasó ante él y se dirigió hacia la parte inferior del coche, donde había sido abatido Howard Elias. Intentó no pisar la sangre, que ya se había coagulado.
Tan pronto como se hubo sentado, el coche comenzó a descender. Bosch miró por la ventanilla y vio la luz grisácea del amanecer que iluminaba los contornos de los rascacielos comerciales que se alzaban en el este.
Se instaló cómodamente en el asiento y bostezó, sin molestarse en cubrirse la boca. Le entraron ganas de tumbarse en el asiento. Aunque era de madera dura, Bosch sabía que no tardaría en caer dormido y en soñar con Eleanor, la felicidad y los lugares donde uno no tenía que preocuparse por los charcos de sangre.
Bosch desterró ese pensamiento y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, antes de recordar que allí no iba a encontrar ningún cigarrillo.
10
El Bradbury, construido hacía más de un siglo, constituía la polvorienta joya del centro urbano. Su belleza era antigua pero más resplandeciente y seductora que todas las torres de cristal y mármol que se alzaban como gigantes en torno a él, como protegiendo a una hermosa criatura. Su estilo florido y sus superficies de baldosas habían resistido la traición del hombre y de la naturaleza. Había sobrevivido a terremotos y disturbios, épocas de abandono y deterioro, y a una ciudad que con frecuencia no se molestaba en salvaguardar las raíces y la escasa cultura que poseía. Bosch creía que no existía una construcción más bella en la ciudad, pese a los motivos que le habían hecho penetrar en su interior a lo largo de los años.
Aparte de los bufetes de Howard Elias y otros abogados, el Bradbury albergaba en sus cinco plantas varias oficinas estatales y municipales. Las tres grandes oficinas situadas en el tercer piso estaban arrendadas a la División de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Los Ángeles y eran utilizadas para celebrar en ellas las reuniones convocadas por la Junta de Derechos, los tribunales disciplinarios ante los cuales debían comparecer los policías que habían cometido algún delito. La División de Asuntos Internos había arrendado ese espacio debido a la creciente ola de quejas contra policías que se había producido en la década de los noventa, que había dado lugar a más acciones disciplinarias y más intervenciones de la Junta de Derechos. En los tiempos que corrían se convocaban numerosas reuniones disciplinarias, en ocasiones hasta dos o tres diarias. Puesto que en el Parker Center no había suficiente espacio para este torrente de casos de desmanes policiales, Asuntos Internos había arrendado ese lugar en el cercano edificio Bradbury.
Para Bosch, la División de Asuntos Internos era la única mácula que empañaba la belleza del edificio. Bosch se había visto obligado a comparecer dos veces ante la Junta de Derechos en el Bradbury. En ambos casos había tenido que declarar, escuchar a los testigos y a un investigador de Asuntos Internos -en una ocasión había sido Chastain- exponer los hechos y las pruebas del caso, tras lo cual se había paseado nervioso bajo el gigantesco lucernario del atrio mientras los tres capitanes decidían en privado su suerte. Bosch había sido declarado inocente en ambas ocasiones y, tras sus obligadas visitas al Bradbury, había llegado a enamorarse del edificio con sus suelos de baldosas mexicanas, sus adornos de hierro forjado y pintorescos buzones de correos. En cierta ocasión incluso se había molestado en leer la historia del edificio en las oficinas de Conservación de Edificios Históricos, donde había descubierto uno de los misterios más extraños de Los Ángeles: el Bradbury, pese a su esplendor, había sido proyectado por un delineante que cobraba cinco dólares a la semana. George Wyman no estaba licenciado en arquitectura y no había diseñado ningún edificio cuando esbozó el proyecto del edificio en 1892, pero su diseño se plasmó en una construcción que había de perdurar más de un siglo y despertar la admiración de numerosas generaciones de arquitectos. Lo más curioso del caso era que Wyman no volvió a proyectar ningún edificio importante, ni en Los Ángeles ni en ninguna otra ciudad.