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– ¿Está seguro? ¿Quiere que suba con ustedes para abrirles la puerta del despacho?

– No, tenemos la llave. Nos las arreglaremos.

– De acuerdo. Si necesitan algo, estoy en el despacho de seguridad, detrás de la escalera.

– Gracias.

Courtland empezó a retirarse, pero de pronto se detuvo y se volvió.

– Es mejor que no suban los cinco en el ascensor al mismo tiempo. Es mucho peso para ese trasto.

– Gracias, Robert -respondió Bosch.

El detective esperó a que el guardia hubiera desaparecido antes de volverse hacia Langwiser.

– Señorita Langwiser, quizá no haya visitado muchas escenas de crímenes -dijo-. Pero permítame un consejo. Jamás diga delante de una persona que no es policía que hay un problema con una orden de registro.

– De verdad que lo siento.

– ¿Qué tiene de malo esa orden de registro? -inquirió Dellacroce, molesto de que cuestionaran su profesionalidad-. El juez no vio ningún defecto. Dijo que era correcta.

Langwiser observó el documento de tres páginas que sostenía en la mano y lo agitó, haciendo que las hojas se estremecieran como las alas de una paloma que ha sido abatida.

– Creo que en un caso como éste conviene que estemos muy seguros de lo que hacemos, antes de entrar en ese despacho y ponernos a registrar sus archivos.

– Tenemos que examinar esos archivos -dijo Bosch-. Es ahí donde hallaremos a la mayoría de sospechosos.

– Lo comprendo. Pero son unos archivos confidenciales que se refieren a querellas contra el departamento de policía. Contienen información privilegiada que sólo puede ver un abogado y su cliente. ¿No lo entiende? Si abre un solo archivo, habrá violado los derechos de los clientes de Elias.

– Lo único que pretendemos es dar con el asesino de ese hombre. Los casos que tuviera pendientes nos tienen sin cuidado. Confío en que el nombre del asesino no se encuentre en esos archivos y que no se trate de un policía. Pero ¿y si lo fuera, y Elias conservara copias o notas de sus amenazas en esos archivos? ¿Y si a través de sus pesquisas Elias hubiera averiguado algo sobre una persona que aclare el asesinato? Como verá, es imprescindible que examinemos esos archivos.

– Todo eso es comprensible. Pero si posteriormente un juez dictamina que el registro fue ilegal, usted no podrá utilizar nada de lo que encuentre ahí. ¿Está dispuesto a correr ese riesgo? -Langwiser se volvió hacia la puerta-. Necesito un teléfono para hacer una llamada y solventar este asunto. Aún no puedo permitirle que registre ese despacho. No sería correcto.

Bosch soltó una bocanada de aire, maldiciendo en silencio por haberse precipitado en llamar a la abogada. Debió hacer lo que tenía que hacer y cargar con las consecuencias.

– Tenga. -Bosch abrió su maletín y entregó a Langwiser su móvil.

La abogada llamó a la centralita de la oficina del fiscal del distrito y pidió que la pasaran con un procurador llamado David Scheiman; Bosch sabía que era el supervisor de la unidad de delitos graves. Cuando Scheiman se puso al teléfono, la abogada empezó a resumir la situación mientras Bosch escuchaba atentamente para asegurarse de que Langwiser no se equivocaba en los pormenores.

– Estamos perdiendo mucho tiempo, Harry -murmuró Rider-. ¿Quieres que vaya a buscar a Harris y hable con él sobre lo de anoche?

Bosch estuvo a punto de dar su conformidad, pero dudó al pensar en las posibles consecuencias.

Michael Harris había interpuesto una demanda contra quince miembros de la División de Robos y Homicidios en un caso que había sido muy ventilado por los medios y que debía iniciarse el lunes. Harris, empleado de un taller de lavado de coches con un largo historial de robos y agresiones sexuales, pedía diez millones de dólares en concepto de daños y perjuicios, porque afirmaba que los de Robos y Homicidios habían colado pruebas contra él en el caso de rapto y asesinato de una niña de doce años que pertenecía a una familia conocida y adinerada. Según Harris, los detectives se lo habían llevado por la fuerza y de forma ilegal, lo habían retenido en la comisaría y lo habían torturado por espacio de tres días para arrancarle una confesión y averiguar el lugar donde se hallaba la niña. En su demanda, Harris declaraba que los detectives, furiosos por su negativa a confesar su participación en el crimen y conducirlos al lugar donde se encontraba la niña, le habían colocado unas bolsas de plástico en la cabeza, y lo habían amenazado con asfixiarlo.

Harris afirmaba también que un detective le había metido un objeto punzante en el oído -un lápiz Black Warrior número 2- y le había perforado el tímpano. Pero Harris no confesó y al cuarto día del interrogatorio descubrieron el cadáver de la niña, en estado de descomposición, en un solar situado a una manzana del apartamento de Harris. Había sido violada y estrangulada.

El asesinato pasó a engrosar una larga lista de crímenes que habían estremecido a la opinión pública de Los Ángeles.

La víctima era una preciosa niña rubia de ojos azules llamada Stacey Kincaid. La habían secuestrado mientras dormía en la elegante mansión familiar en Brentwood, dotada del más sofisticado sistema de seguridad. El crimen supuso para los ciudadanos un angustioso mensaje: nadie estaba seguro.

Los medios habían magnificado el asesinato de la pequeña, ya espantoso de por sí. Ello se debió inicialmente a la identidad de la niña y su familia. Stacey era la hijastra de Sam Kincaid, heredero de una familia que poseía más concesionarios de automóviles en el condado de Los Ángeles de lo que se pueden contar con los dedos de las dos manos. Sam era hijo de Jackson Kincaid, el «zar de los automóviles», quien había construido el imperio familiar a partir de un concesionario Ford que su padre le había dejado después de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que Howard Elias, Jack Kincaid había comprendido la importancia de vender su producto a través de la televisión local, y en los años sesenta empezó a anunciarse por televisión, mostrando una simpatía campechana y transmitiendo una imagen de honradez y afabilidad. Parecía tan honesto y fiable como Johnny Carson, y entraba en las salas de estar y en los dormitorios de Los Ángeles con tanta asiduidad como éste. Si Los Ángeles era considerada una «autotopía», Jack Kincaid era su alcalde oficioso.

Fuera de las cámaras, el zar de los automóviles era un empresario frío y calculador que conocía todas las artimañas políticas y eliminaba despiadadamente a cualquier rival en el negocio. Su dinastía creció rápidamente, a medida que sus concesionarios se extendían por todo el paisaje californiano. A finales de los ochenta, el reino de Jack Kincaid estaba más que consolidado y el apodo de zar de los automóviles pasó a su hijo. Pero el viejo seguía muy presente, aunque en la sombra, como quedó ampliamente demostrado cuando desapareció Stacey Kincaid y el anciano Jack regresó a la televisión, esta vez para aparecer en los informativos y ofrecer un millón de dólares de recompensa a quien devolviera a la niña sana y salva. Fue éste otro episodio surrealista en los anales del crimen en Los Ángeles. El anciano que todos estaban acostumbrados a ver desde pequeños en la pantalla de televisión había regresado a ella para suplicar lloroso por la vida de su nieta.

Pero fue en vano. La recompensa y las lágrimas del anciano no impidieron que la niña fuera asesinada. Unos transeúntes descubrieron su cadáver en un solar cercano al apartamento de Michael Harris.

El caso fue juzgado basándose única y exclusivamente en dos pruebas consistentes: las huellas dactilares de Harris halladas en el dormitorio del que se habían llevado a la niña, y el hecho de que el lugar donde habían arrojado su cadáver estuviera próximo a su apartamento. El caso mantuvo en vilo a la ciudad; todos los días pasaban un reportaje en directo del juicio en el programa Court TV y en los informativos locales de televisión. El abogado de Harris, John Penny, un tipo tan hábil como Elias a la hora de manipular a los jurados, montó una defensa basada en que la proximidad entre el lugar donde había sido arrojado el cadáver y la vivienda de Harris era mera coincidencia, y aseguró que las huellas dactilares -encontradas en los libros de texto de la niña- eran una prueba falsa introducida por el Departamento de Policía de Los Ángeles.