La mujer a la que Bosch había reconocido entró con paso resuelto en la habitación, sonrió, aunque no de modo afable, y le tendió la mano para que el detective se la estrechara.
– Encantada de conocerle, detective Bosch -dijo la mujer-. Confío en que podamos trabajar juntos en esto. Me llamo Carla Entrenkin.
La mujer aguardó unos instantes pero nadie respondió.
– Lo primero que voy a pedirles es que desalojen este despacho.
12
Los detectives salieron del edificio Bradbury y se dirigieron hacia sus respectivos vehículos sin haber conseguido nada. Si bien había logrado calmarse, Bosch continuaba enfadado. Caminó despacio, para dejar que Chastain y Dellacroce llegaran antes a su coche. Cuando les vio enfilar Bunker Hill en dirección a California Plaza, abrió la puerta del pasajero del sedán de Kiz pero no subió a él. Bosch se agachó mientras su compañera se abrochaba el cinturón de seguridad.
– Adelántate, Kiz. Yo me reuniré contigo allí arriba.
– ¿Vas a ir andando?
Bosch asintió con la cabeza y miró su reloj. Eran las ocho y media.
– Tomaré el funicular de Angels Flight. Supongo que ya estará abierto. Cuando llegues, ya sabes lo que has de hacer: revisar el edificio, apartamento por apartamento.
– De acuerdo, nos veremos allí. ¿Vas a volver para hablar con ella?
– ¿Con Entrenkin? Sí, no es mala idea. ¿Aún conservas las llaves de Elias?
– Sí -contestó Rider. Las sacó de su bolso y se las entregó a Bosch-. ¿Quieres decirme alguna cosa?
Bosch vaciló unos segundos.
– Todavía no. Nos veremos allí.
Rider puso el coche en marcha y miró de nuevo a Bosch antes de arrancar.
– ¿Estás bien, Harry?
– Sí, claro -respondió Bosch-. Este maldito caso me tiene contento. Primero nos endilgan a Chastain, un tipo que tiene la virtud de sacarme de mis casillas. Y ahora tenemos que apechugar con Carla Entrenkin, que no sólo se va a encargar de vigilarnos, sino que ha pasado a formar parte del caso. No me gustan los politiqueos, Kiz. Lo único que me interesa es resolver los casos.
– No me refiero a eso. Desde esta mañana, cuando nos encontramos para recoger los coches en Hollywood, parece que estés ausente. ¿Quieres que hablemos?
Bosch estuvo a punto de asentir, pero cambió de parecer.
– Quizás en otro momento, Kiz -replicó-. Tenemos mucho trabajo.
– Como quieras, pero me tienes preocupada, Harry. Tienes que centrarte. Si tú no te concentras en tu trabajo, nosotros tampoco podremos hacerlo, y la investigación no irá a ninguna parte. En otras circunstancias eso no tendría mucha importancia, pero como tú mismo has dicho nos van a mirar con lupa.
Bosch asintió de nuevo. El hecho de que Rider se hubiera dado cuenta de que tenía problemas personales demostraba su habilidad como detective; intuir el estado de ánimo de la gente era más importante que descifrar pistas.
– De acuerdo, Kiz. Procuraré centrarme.
– Tomo nota de ello.
– Nos veremos allí arriba.
Bosch dio una palmada en el techo del coche y observó cómo Rider arrancaba. En esos momentos habría encendido un cigarrillo. Pero no lo hizo. Contempló las llaves que tenía en la mano y pensó en el siguiente paso que debían dar y en que tenían que andarse con mucha cautela.
Bosch regresó al Bradbury. Mientras subía lentamente en el ascensor, jugueteando con las llaves, pensó en las tres apariciones de Entrenkin en el caso. Primero en la agenda telefónica de Elias, que había desaparecido, luego en calidad de inspectora general y finalmente en el papel de abogada nombrada por el juez para decidir qué archivos de Elias podían examinar los investigadores.
A Bosch no le gustaban las casualidades. No creía en ellas. Tenía que averiguar qué se llevaba entre manos Entrenkin.
El detective creía tener una idea bastante aproximada de ello y quería confirmarlo antes de seguir adelante con el caso.
Cuando llegó a la quinta planta, salió del ascensor y lo reenvió al vestíbulo. La puerta del despacho de Elias estaba cerrada con llave y Bosch golpeó con los nudillos el cristal, justo debajo del nombre del abogado. Unos instantes después abrió Janis Langwiser. Carla Entrenkin iba detrás de ella.
– ¿Se ha olvidado algo, detective Bosch? -preguntó Langwiser.
– No. ¿Ese cochecito rojo importado que está aparcado en zona prohibida es suyo? Ha estado a punto de llevárselo la grúa. Les he enseñando mi placa a los de la grúa y les he pedido que me concedan cinco minutos. No tardarán en regresar.
– ¡Mierda! -exclamó Langwiser-. Vuelvo enseguida -añadió dirigiéndose a Entrenkin.
Cuando la abogada hubo salido, Bosch entró en el despacho y cerró la puerta con llave. Luego se volvió hacia Entrenkin.
– ¿Por qué ha cerrado la puerta con llave? -preguntó-. Haga el favor de dejarla abierta.
– Creo que será mejor que le diga lo que quiero decirle sin que nadie nos interrumpa.
Entrenkin se cruzó de brazos, como dispuesta a aguantar el chaparrón. Al observar su rostro, Bosch obtuvo las mismas vibraciones que antes, cuando la abogada les conminó a todos a que desalojaran el despacho de Elias. Su semblante expresaba cierto estoicismo que le permitía resistir el dolor que también dejaba entrever. A Bosch le recordaba a otra mujer que sólo conocía por haberla visto en televisión: una profesora de la Facultad de Derecho de Oklahoma que hacía unos años había sido vejada por los políticos en Washington con motivo del nombramiento de un juez del supremo.
– Mire, detective Bosch, ésta es la única forma de proceder. Debemos ser prudentes. Tenemos que pensar en el caso y en la comunidad. Es preciso asegurar a los ciudadanos que haremos lo imposible por resolverlo, que no acabará en la papelera como tantas otras veces ha ocurrido. Quiero…
– No me venga con estupideces.
– ¿Cómo dice?
– Usted no debería intervenir en este caso, y los dos lo sabemos.
– Aquí el único que dice estupideces es usted. Yo gozo de la confianza de la comunidad. ¿Piensa que van a tragarse todo lo que usted les diga sobre este caso, o lo que les diga Irving o el jefe de la policía?
– Pero no goza de la confianza de los policías. Aparte de que aquí hay un conflicto de intereses, ¿no cree?
– ¿A qué se refiere? Considero que el juez Houghton ha estado acertado al elegirme como abogada independiente en este caso. En calidad de inspectora general, dispongo de información. Lo cual facilita las cosas, sin necesidad de añadir otra persona al equipo. Fue el juez quien me llamó. Yo no le llamé a él.
– No me refiero a eso, y usted lo sabe. Me refiero a un conflicto de intereses. Un motivo por el que usted debería abstenerse de intervenir en este caso.
Entrenkin meneó la cabeza como si estuviera sorprendida, pero su rostro mostraba el temor a que Bosch hubiera averiguado algo.
– Ya sabe a lo que me refiero -dijo Bosch-. A Elias y a usted. Estuve en el apartamento de Elias. Probablemente justo antes de que fuera usted. Es una lástima que no nos encontráramos. Hubiéramos podido resolver el asunto allí mismo.
– No sé de qué está hablando, pero la señorita Langwiser me dijo que ustedes esperaron hasta conseguir unas órdenes judiciales para registrar el apartamento y el despacho de Elias. ¿Acaso no fue así?
Bosch dudó unos instantes el darse cuenta de que había metido la pata. Entrenkin podía utilizar su argumento en contra de él.
– Teníamos que asegurarnos de que en el apartamento no había nadie herido o que precisara ayuda -replicó Bosch.
– Claro. Como los policías que saltaron la tapia de la casa de O. J. Simpson. Sólo querían asegurarse de que todo el mundo estaba bien. -Entrenkin volvió a sacudir la cabeza-. La pertinaz arrogancia de este departamento me asombra. Francamente, detective Bosch, esperaba más de usted.