En los peldaños junto a la puerta trasera del coche yacía el cadáver boca abajo de un hombre negro vestido con un traje gris oscuro. Desde donde se encontraba, Bosch no pudo ver el rostro del hombre. Y sólo había una herida visible, una herida de bala que había atravesado la mano derecha de la víctima. Bosch sabía que posteriormente, en el informe de la autopsia, sería descrita como una herida defensiva. El hombre había alzado la mano en un vano intento por impedir que le dispararan. Bosch había visto ese gesto en muchas ocasiones a lo largo de los años y siempre le recordaba los actos desesperados que hace la gente cuando está a punto de morir. Levantar la mano para detener una bala era uno de los más desesperados.
Aunque los técnicos entraban y salían de su campo visual, Bosch pudo mirar a través del funicular y contemplar la vía hasta Hill Street, unos cien metros más abajo de donde se encontraba. A los pies de la colina estaba detenido el otro coche, y Bosch vio a un numeroso grupo de detectives junto a los torniquetes y las puertas cerradas del Mercado Central, al otro lado de la calle.
Bosch había montado de niño en el funicular y había observado su funcionamiento. Lo recordaba perfectamente. Un Bosch había montado de niño en el funicular y había observado su funcionamiento. Lo recordaba perfectamente. Un coche hacía de contrapeso del otro. Cuando uno ascendía, el otro descendía, y a la inversa. Ambos se cruzaban a medio trayecto. Bosch recordó que había montado en el Angels Flight mucho antes de que Bunker Hill renaciera como un importante centro comercial de rascacielos de cristal y mármol, elegantes condominios y apartamentos, museos, fuentes y jardines de invierno. En aquella época, en la colina se alzaban unos destartalados edificios de apartamentos que antaño habían sido imponentes mansiones victorianas. Harry y su madre habían tomado el Angels Flight hasta lo alto de la colina en busca de una vivienda.
– Por fin, detective Bosch.
Bosch se volvió. Irving se hallaba en el umbral de la pequeña estación.
– Entrad -dijo, señalando a Bosch y a su equipo.
Penetraron en una habitación atestada de gente presidida por las enormes y viejas ruedas de los cables que en otro tiempo movían a los coches del funicular por la pendiente. Bosch recordó haber leído que hacía unos años, cuando Angels Flight fue rehabilitado después de permanecer un cuarto de siglo en desuso, las ruedas y los cables habían sido sustituidos por un sistema eléctrico controlado por ordenador.
A un lado de las ruedas quedaba el espacio justo para una pequeña mesa y dos sillas desplegables.
En el otro estaba el ordenador que movía el funicular, una banqueta para la persona que lo operaba y una pila de cajas de cartón. La superior estaba abierta y mostraba un montón de folletos sobre la historia de Angels Flight.
De pie junto a la pared del fondo, en la sombra detrás de las vetustas ruedas de hierro, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en el suelo, había un hombre de rostro curtido y rubicundo, inconfundible.
Bosch había trabajado anteriormente para el capitán John Garwood, jefe de la División de Robos y Homicidios. Por su expresión, Bosch comprendió que estaba enojado por algo. Garwood no levantó la vista, y los tres detectives guardaron silencio.
Irving se dirigió a un teléfono situado sobre la pequeña mesa plegable y tomó el auricular, que estaba descolgado.
Antes de empezar a hablar indicó a Bosch que cerrara la puerta.
– Disculpe, señor -dijo Irving-. Es el equipo de Hollywood. Están todos aquí y dispuestos a ponerse manos a la obra.
Tras escuchar unos minutos, Irving se despidió de su interlocutor y colgó el teléfono. Su tono respetuoso y el empleo de la palabra «señor» indicaron a Bosch que Irving había hablado con el jefe de la policía. Era otro dato curioso sobre el caso.
– Muy bien -dijo Irving, volviéndose hacia los tres detectives-. Lamento haberos despertado, sobre todo porque no estabais de guardia. He hablado con la teniente Billets, y a partir de ahora permaneceréis fuera de la rotación de Hollywood hasta que hayamos solventado el caso.
– ¿De qué se trata exactamente? -preguntó Bosch.
– Del asesinato de dos personas. Una situación delicada.
– Jefe, aquí hay suficientes agentes de Robos y Homicidios como para reabrir el caso de Bobby Kennedy -comentó Bosch, mirando a Garwood-. Por no hablar de los chicos de Asuntos Internos, que hacen como que se mantienen al margen. ¿Qué pintamos nosotros aquí? ¿Qué quiere de nosotros?
– Muy sencillo -respondió Irving-. Usted se hará cargo de la investigación. A partir de ahora el caso es suyo, detective Bosch. Los detectives de Robos y Homicidios se retirarán en cuanto su equipo esté informado del asunto. Habrá comprobado que han llegado con retraso. Es una lástima, pero confío en que logren superar ese contratiempo. Sé de lo que usted es capaz.
Bosch lo miró unos instantes, lleno de perplejidad. Luego observó de nuevo a Garwood. El capitán no se había movido y seguía con la vista fija en el suelo. Bosch formuló la única pregunta que podía arrojar luz sobre la extraña situación.
– ¿Quiénes son el hombre y la mujer que están en el funicular?
– Querrá decir quiénes eran -contestó Irving-. La mujer se llama Catalina Pérez. Aún no sabemos quién era ni qué hacía en Angels Flight. Probablemente eso no importa. Por lo visto se encontraba en el lugar inadecuado en el momento inoportuno. Pero eso tendrá que determinarlo usted oficialmente. El homicidio del hombre plantea problemas distintos. Era Howard Elias.
– ¿El abogado?
Irving asintió. Edgar aspiró con fuerza y contuvo el aliento.
– ¿En serio?
– Por desgracia, sí.
Bosch miró por encima de la cabeza de Irving a través de la taquilla de billetes. Contempló el interior del funicular.
Los técnicos se disponían a apagar las luces para examinar con láser el interior del coche en busca de huellas.
Bosch observó la mano con la herida de bala. Howard Elias. Pensó en todos los sospechosos que habría, muchos de ellos mezclados entre la multitud que en estos momentos presenciaba los movimientos de la policía.
– ¡Mierda! -soltó Edgar-. Supongo que no podemos escaquearnos de este caso, ¿verdad, jefe?
– Cuide su lenguaje, detective -le espetó Irving, tensando los músculos de la mandíbula-. Aquí están de más las groserías.
– Sólo digo que si pretende que alguien del departamento haga el papel de Tío Tom, no creo…
– Eso no tiene nada que ver -le cortó Irving-. Le guste o no, han sido asignados a este caso. Espero que todos ustedes desempeñen su labor con esmero y profesionalidad. Pero sobre todo espero resultados, como el jefe de la policía. Todo lo demás no cuenta. ¿Entendido?
Después de una breve pausa, durante la cual Irving observó a Edgar, a Rider y a Bosch, el subdirector continuó:
– En este departamento sólo existe una raza -dijo-. Ni negra ni blanca. Sólo azul.
3
Howard Elias no había adquirido fama de abogado defensor de los derechos civiles gracias a sus clientes, los cuales podían describirse como indeseables cuando no como delincuentes. Lo que le había dado fama entre los habitantes de Los Ángeles era su utilización de los medios de información, su habilidad a la hora de hurgar en la fibra sensible del racismo de la ciudad, y el hecho de que su labor profesional se basara en una sola especialidad: querellarse contra el Departamento de Policía de Los Ángeles.
Durante casi dos décadas, Elias se había ganado la vida más que holgadamente presentando una querella tras otra ante los tribunales federales en nombre de ciudadanos que habían sufrido algún que otro encontronazo con el departamento de policía. Elias se había querellado contra agentes, detectives, el jefe de la policía y la misma institución. En sus pleitos solía utilizar métodos intempestivos, acusando a cualquier persona que estuviera remotamente relacionada con el incidente en cuestión. Cuando un ladrón fue atacado por un perro de la policía, Elias interpuso una demanda por daños y perjuicios en nombre de la víctima, acusando al perro, a su cuidador y a todas las personas encargadas de su supervisión, desde el cuidador hasta el jefe de la policía. No contento con ello, se querelló contra los instructores de la academia donde se había formado el cuidador del perro.