Al salir por la puerta del mercado que daba a Hill Street se volvió hacia la derecha y vio a un hombre de pie en el lugar donde horas antes Baker y Chastain habían encontrado unas colillas. Llevaba un mandil manchado de sangre, sujeto a la cintura. Y una redecilla en la cabeza. El hombre metió la mano debajo del mandil y sacó un paquete de tabaco.
– No me equivoqué -dijo Bosch en voz alta.
Atravesó la calle hacia el arco de Angels Flight y aguardó en la cola detrás de dos turistas asiáticos. Los coches del funicular se cruzaron a medio camino. Bosch miró los nombres que estaban pintados sobre las puertas de los coches.
En aquel momento ascendía Sinaí y descendía Olivos.
Unos minutos después montó detrás de los turistas en Olivos. Los turistas ocuparon el mismo asiento en el que Catalina Pérez había sido asesinada unas diez horas antes. Alguien había limpiado la sangre; la madera era muy oscura y no revelaba el menor rastro. Bosch no se molestó en contarles lo que había ocurrido hacía poco en el funicular. De todos modos, seguramente no entendían inglés.
Bosch se sentó en el asiento que había ocupado antes. Tan pronto se hubo instalado cómodamente, se puso a bostezar.
El coche inició el ascenso con una brusca sacudida. Los turistas comenzaron a tomar fotografías. Unos instantes después pidieron a Bosch, por medio de gestos, que les sacara unas fotos con una de sus cámaras. El detective accedió, satisfecho de poner su granito de arena para impulsar la industria turística. Los turistas recuperaron su cámara y se trasladaron al otro extremo del coche.
Bosch se preguntó si habrían presentido algo raro en él. Un peligro o una enfermedad. Sabía que algunas personas poseían esos poderes, que eran capaces de presentir esas cosas. En su caso no habrían tenido ninguna dificultad.
Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Al pasarse la mano por la cara se dio cuenta de que tenía un tacto húmedo y rugoso, como el estuco.
Se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, notando el viejo dolor que había confiado en no volver a experimentar en su vida. Hacía mucho que no se sentía tan solo, desde la vez en que tuvo la sensación de ser un forastero en su propia ciudad. Sintió una profunda opresión en la garganta y el pecho, una sensación de claustrofobia que casi le impedía respirar, pese a que se encontraba al aire libre.
Bosch sacó de nuevo el móvil. Comprobó que la batería estaba casi agotada. Con suerte, lograría hacer una llamada.
El detective pulsó el número de su casa y aguardó.
Había un mensaje nuevo. Temiendo que la batería no resistiera, se apresuró a pulsar el código y se llevó de nuevo el teléfono a la oreja. Pero la voz que oyó no era la de Eleanor. Era una voz distorsionada por celofán envuelto alrededor del auricular y perforado con un tenedor.
– Olvídate de este caso, Bosch -dijo la voz-. Cualquiera que acuse a unos policías es un perro y merece morir. Cumple con tu obligación, Bosch. Olvídate del asunto. Déjalo correr.
13
Bosch llegó al Parker Center veinticinco minutos antes de su reunión con Irving para ponerle al corriente de la investigación. Estaba solo. Había confiado a los otros seis miembros del equipo del caso Elias los interrogatorios de los vecinos del edificio de apartamentos que había junto a Angels Flight. Después de detenerse ante la mesa de recepción para mostrar su placa al agente uniformado, le informó de que dentro de una media hora posiblemente llamarían para dejarle un mensaje anónimo en el mostrador de recepción. Bosch solicitó al agente que le transmitiera el mensaje de inmediato a la sala de conferencias privada del subdirector Irving.
Seguidamente tomó el ascensor hasta el tercer piso, y no hasta el sexto, donde estaba ubicado el despacho de Irving. Echó a andar por el pasillo hacia la sala de la División de Robos y Homicidios, en la que sólo se encontraban los cuatro detectives a los que había llamado anteriormente. Se trataba de Bates, O’Toole, Engersol y Rooker, los cuatro detectives que habían acudido a la escena del crimen de Angels Flight en cuanto el encargado del funicular llamó para comunicar lo sucedido. Lógicamente tenían aspecto cansado, pues habían pasado media noche en vela, hasta que Bosch y su equipo se hicieron cargo del caso. Bosch les había despertado y les había dado sólo media hora para que se reunieran con él en el Parker Center. No le había resultado demasiado difícil obligarles a acudir rápidamente. Bosch les había dicho que sus carreras dependían de ello.
– No dispongo de mucho tiempo -dijo Bosch mientras atravesaba el pasillo central entre los escritorios, mirando a los cuatro.
Tres de los detectives se hallaban de pie en torno a Rooker, que estaba sentado ante su mesa. Esto era un claro indicio de que Rooker era responsable de cualquier decisión que hubieran tomado en la escena del crimen, cuando sólo estaban presentes los cuatro. Él era el jefe del grupo.
Bosch permaneció de pie, a pocos pasos de los cuatro detectives. Comenzó a relatarles la historia, utilizando las manos con espontaneidad, casi como un reportero de televisión, como si simplemente estuviera exponiendo un caso.
– Los cuatro recibís la llamada del encargado del funicular -dijo Bosch-. Os presentáis allí, obligáis a los policías a retirarse y registráis el lugar. Alguien examina los cadáveres y, mira por dónde, el carné de conducir de uno de ellos indica que se trata de Howard Elias. Entonces…
– No encontramos ningún carné de conducir, Bosch -le interrumpió Rooker-. ¿No te lo dijo el capitán?
– Sí, claro que me lo dijo. Pero soy yo el que te está contando la historia. De modo que escúchame y calla, Rooker. Estoy tratando de salvarte el culo y no dispongo de mucho tiempo.
Bosch esperó a ver si alguno quería añadir algo.
– Como iba diciendo -continuó el detective-, el carné de conducir demuestra que uno de los cadáveres es Elias. Así que los cuatro os ponéis a rumiar el asunto y llegáis a la conclusión de que lo hizo un poli. Pensáis que Elias se lo tenía merecido y que el poli que se lo cargó nos hizo un favor a todos. Ése fue vuestro error. Decidisteis echarle una mano al asesino montando lo del robo. Le quitasteis…
– Esto son patrañas, Bosch…
– ¡Cállate, Rooker! No tengo tiempo de escuchar tus memeces cuando tú sabes que ocurrió tal como yo lo cuento. Le quitasteis el reloj y la cartera. Pero la cagasteis, Rooker. Al quitarle el reloj le arañasteis en la muñeca. Una herida post mortem. Eso lo verificará la autopsia, lo que significa que los cuatros vais a tener serios problemas.
Bosch se detuvo, esperando a que Rooker dijera algo. Pero no lo hizo.
– Bien, me alegro de haber conseguido que me prestéis atención. ¿Alguno de vosotros quiere indicarme dónde están la cartera y el reloj?
Otra pausa mientras Bosch consultaba su reloj. Eran las diez menos cuarto. Los cuatro hombres de Robos y Homicidios guardaron silencio.
– Ya me lo había imaginado -dijo Bosch, mirando a cada uno de los detectives-. Veréis lo que vamos a hacer. Dentro de quince minutos voy a reunirme con Irving para ponerle al corriente de la investigación. A continuación él ofrecerá una rueda de prensa. Si no recibo una llamada en el mostrador de recepción informando del lugar donde se encuentra el sumidero, cubo de basura o cualquier otro sitio donde arrojasteis esos objetos, le diré a Irving que el robo lo montasteis los agentes que acudisteis antes que nosotros a la escena del crimen, y ya veremos lo que pasa entonces. Os deseo buena suerte.
Bosch observó de nuevo sus rostros, que sólo mostraban rabia y obstinación. No esperaba otra cosa.
– Personalmente me importa un bledo lo que os ocurra. Pero me preocupa que esto perjudique la investigación, que represente un obstáculo. Así que por motivos egoístas quiero daros la oportunidad de enmendar vuestra estupidez.