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Bosch miró su reloj. Disponía de media hora hasta que se celebrara la rueda de prensa. Se preguntó si podría llegarse a la estación de metro, recoger la cartera y el reloj de Elias y regresar luego, a tiempo de asistir al acto. Tenía que recuperar las pertenencias del abogado asesinado, sobre todo porque había dicho a Irving que las tenía él.

Al fin comprendió que no disponía de tiempo para ir a buscar las cosas de Elias y decidió utilizar los minutos que le sobraban para ir a buscar un café y hacer una llamada. Volvió a dirigirse al teléfono y llamó a casa. De nuevo le respondió el contestador automático. El detective colgó después de oír su propia voz diciendo que no había nadie en casa.

14

Bosch decidió que se sentiría demasiado nervioso si esperaba hasta después de la rueda de prensa y se dirigió a la estación del metro en la esquina de la Primera y Hill. Estaba a tres minutos de distancia y tenía la seguridad de que le daría tiempo de regresar al Parker Center para cuando comenzara la rueda de prensa. Aparcó en un lugar prohibido, frente a la boca del metro. Una de las ventajas de conducir un sedán de la policía era que no te ponían multas por aparcar en un lugar no autorizado. Antes de apearse sacó la porra que guardaba en la bolsa de la puerta del coche.

Bajó por la escalera mecánica y divisó el primer contenedor de basura junto a la puerta automática en la entrada de la estación. Bosch supuso que Rooker y su compañero habrían abandonado la escena del crimen en Angels Flight con los objetos sustraídos y se habrían detenido en el primer lugar donde sabían que hallarían un contenedor de basura.

Seguramente uno aguardó en la calle sentado en el coche, mientras el otro bajaba la escalera apresuradamente para desembarazarse de la cartera y el reloj, y los arrojaría en el primer contenedor que encontrara. Era un receptáculo voluminoso, blanco y rectangular con el símbolo del metro pintado en sus costados. Bosch levantó la tapadera azul y miró en el interior. El contenedor estaba lleno, pero no vio ningún sobre en el montón de desperdicios.

Bosch depositó la tapadera en el suelo y removió con la porra el montón de papeles, envoltorios de comida rápida y basura. El contenedor apestaba como si no lo hubieran vaciado desde hacía muchos días ni lo hubieran limpiado en varios meses. El detective encontró un bolso vacío y un zapato viejo. Mientras utilizaba la porra como un remo para hurgar más profundamente, empezó a temer que alguno de los vagabundos que poblaban la ciudad se le hubiera adelantado y se hubiera apropiado de la cartera y el reloj de Elias.

En el fondo, cuando Bosch estaba a punto de abandonar y ponerse a registrar otro contenedor situado a unos metros, vio un sobre manchado de ketchup y lo pescó con los dedos. Lo abrió apresuradamente, rompiéndolo por la parte manchada de tomate. En su interior había una cartera de cuero marrón y un reloj Cartier de oro.

Bosch subió por la escalera automática, pero esta vez se dejó transportar por ella mientras contemplaba satisfecho el sobre. La cadena del reloj también era de oro, de ésas expandibles. Bosch sacudió el sobre ligeramente para mover el reloj sin tocarlo. Buscaba algún fragmento de piel que hubiera quedado prendido en la cadena del reloj, pero no vio ninguno.

Cuando volvió a montarse en el sedán, Bosch se puso unos guantes, sacó la cartera y el reloj del sobre roto y arrojó éste al suelo de la parte trasera del coche. Luego abrió la cartera y la registró. Elias llevaba seis tarjetas de crédito, aparte de su documento de identidad y tarjetas de seguros. Había unas fotos pequeñas de estudio de su esposa y su hijo.

La división reservada a los billetes de banco contenía tres recibos de compras efectuadas con tarjeta y un cheque personal en blanco. No había dinero.

El maletín de Bosch reposaba en el asiento junto a él. El detective lo abrió y halló el informe de las pertenencias de la víctima en el sujetapapeles. Detallaba todos los objetos hallados en el cuerpo de Elias. Cuando el ayudante del forense registró los bolsillos sólo había hallado una moneda de veinticinco centavos.

– ¡Desgraciados! -exclamó en voz alta al percatarse de que se habían quedado con el dinero que contenía la cartera.

No era probable que Elias se dirigiera a su apartamento llevando sólo la moneda de veinticinco centavos que le costaba el billete del funicular de Angels Flight.

Bosch se preguntó de nuevo si realmente merecía la pena arriesgarse por semejantes capullos. Trató de desechar ese pensamiento, sabiendo que era demasiado tarde para remediarlo, pero no lo consiguió. Se había convertido en un cómplice. Bosch sacudió la cabeza, enojado consigo mismo, metió el reloj y la cartera en dos bolsas de plástico y las etiquetó, anotando el número del caso, la fecha y la hora, 6.45 de la mañana. A continuación hizo una breve descripción de cada objeto y del cajón del escritorio de Elias donde los había hallado, puso una inicial en la esquina de cada etiqueta y guardó las bolsas en el maletín.

Antes de partir miró la hora. Disponía de diez minutos para llegar a la sala de conferencias. Tiempo más que suficiente.

La sala estaba tan atestada que muchos periodistas habían tenido que quedarse de pie en la puerta. Bosch se abrió paso a codazos, pidiendo disculpas. Al fondo estaban instaladas las cámaras de televisión sobre unos trípodes; los cámaras aguardaban de pie junto a ellas. Bosch contó hasta doce, lo que significaba que el caso sería transmitido por todas las cadenas nacionales. En Los Ángeles había ocho cadenas de televisión que emitían las noticias locales, una de ellas en español. Todos los policías sabían que más de ocho cámaras de televisión en la escena de un crimen o en una rueda de prensa quería decir que se trataba de un caso de grandes proporciones, peligroso, que había suscitado el interés de todas las cadenas nacionales.

Todas las sillas plegables instaladas en el centro de la sala estaban ocupadas por periodistas. Había casi cuarenta. Los de televisión eran claramente identificables por sus elegantes trajes y el maquillaje; la gente de la prensa y la radio lucían vaqueros y corbata con el nudo flojo.

Bosch observó una gran actividad en torno al estrado, que ostentaba la divisa del jefe de la policía de Los Ángeles.

Los técnicos de sonido conectaban sus aparatos al inmenso árbol de micrófonos situado sobre la tarima. Uno de ellos estaba de pie haciendo una prueba de voz. Irving se hallaba en un extremo de la sala, detrás del estrado, charlando en voz baja con dos hombres de uniforme que lucían los galones de teniente. Bosch reconoció a uno de ellos, Tom O’Rourke, que trabajaba en la unidad de relaciones con la prensa. Al segundo no lo conocía pero supuso que era el ayudante de Irving, Michael Tulin, quien le había despertado hacía unas horas. Al otro lado del estrado vio a un cuarto hombre, solo. Vestía un traje gris, y Bosch no tenía ni remota idea de quién era. El jefe del departamento aún no había hecho acto de presencia; no esperaba a que los periodistas y cámaras estuvieran preparados, sino que éstos le aguardaran a él.

Al ver a Bosch, Irving le indicó que se acercara. Bosch subió los tres peldaños e Irving le puso una mano en el hombro para conducirlo a un lado de la tarima, donde no pudieran oírlos.

– ¿Dónde están sus hombres?

– No sé nada de ellos.

– Esto es inaceptable, detective. Le dije que les ordenara presentarse aquí.

– Imagino que estarán realizando una entrevista delicada y no querrán interrumpirla para devolver mis llamadas. Han ido a hablar de nuevo con la esposa y el hijo de Elias. Es una situación que requiere mucho tacto, especialmente en un caso como éste…