Consiguió que nadie reparara en su presencia y subió al coche. Diez minutos más tarde aparcó en zona prohibida frente al Bradbury, detrás de otra furgoneta de la televisión. Al apearse echó un vistazo a su alrededor, pero no vio a nadie de la prensa. Supuso que se habían dirigido a la terminal de Angels Flight para filmar un reportaje sobre el caso.
Después de subir en el viejo ascensor hasta el piso superior, Bosch abrió la puerta de hierro forjado y salió al descansillo, donde se topó con Harvey Button, su productor y un cámara. Se produjo un tenso silencio mientras Bosch trataba de esquivarlos.
– ¿Detective Bosch? -preguntó el productor-. Soy Tom Chainey, del Canal Cuatro.
– Estupendo.
– ¿Podemos hablar unos minutos sobre el…?
– No. Que tengan un buen día. -Bosch logró zafarse y echó a andar hacia el despacho de Elias.
– ¿Está seguro? -insistió Chainey a sus espaldas-. Hemos recabado bastante información sobre el caso y creo que resultaría conveniente para ambos que pudiéramos confirmarla. No queremos causar ningún problema. Siempre es mejor trabajar en equipo, ¿no cree?
Bosch se detuvo y se volvió para mirarlo.
– No -respondió-. Si quiere transmitir una información que no ha sido confirmada, allá usted. Pero yo no voy a confirmar nada. Y ya tengo un equipo.
Bosch se volvió sin esperar respuesta y se dirigió hacia la puerta en la que aparecía el nombre de Howard Elias. No volvió a oír una palabra de Chainey ni Button.
Cuando entró en el despacho, Bosch vio a Janis Langwiser sentada ante la mesa de la secretaria, examinando un expediente. Junto a la mesa había tres cajas llenas de archivos que Bosch no había visto anteriormente.
– Hola, detective Bosch -dijo Langwiser, alzando la vista.
– ¿Esas cajas son para mí?
– Es la primera partida -respondió Langwiser-. Oiga, lo que hizo antes no tuvo ninguna gracia.
– ¿A qué se refiere?
– Cuando me dijo que la grúa se iba a llevar mi coche. Fue una mentira, ¿no?
Bosch se había olvidado de aquello.
– No era mentira -replicó-. Había aparcado en lugar prohibido. Más pronto o más tarde la grúa se le habría llevado el coche -Bosch sonrió pese a darse cuenta de que a Langwiser no le gustaba la broma-. Tenía que hablar a solas con la inspectora Entrenkin -agregó, sonrojándose-. Lo siento.
Antes de que Langwiser pudiera responder, Carla Entrenkin entró en la habitación con un expediente en la mano.
Bosch señaló las tres cajas que estaban en el suelo.
– Parece que el trabajo está muy adelantado -observó.
– Eso espero. ¿Puedo hablar con usted un momento?
– Desde luego. Pero primero quisiera saber si los del Canal Cuatro se han presentado por aquí y han tratado de sonsacarles información.
– En efecto -respondió Langwiser-. Y antes que ellos aparecieron los del Canal Nueve.
– ¿Hablaron con ellos?
Langwiser miró brevemente a Entrenkin y luego clavó la vista en el suelo, sin responder.
– Hice una breve declaración -respondió Entrenkin-. Una declaración aséptica, explicando mi papel en el caso. ¿Podemos hablar ahí dentro?
Entrenkin se apartó de la puerta y Bosch entró en la sala de los archivos. Sobre la mesa había otra caja de cartón con expedientes. Entrenkin cerró la puerta. Luego arrojó el expediente sobre la mesa del pasante, cruzó los brazos y adoptó una expresión seria.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Bosch.
– Tom Chainey acaba de comunicarme que en la rueda de prensa anunciaron que How…, que el señor Elias se había dejado la cartera y el reloj en su despacho, en el escritorio. Supuse que cuando esta mañana les pedí que desalojaran el despacho había quedado claro que…
– Lo lamento. Lo olvidé.
Bosch depositó su maletín sobre la mesa, lo abrió y sacó las bolsas que contenían la cartera y el reloj.
– Ya los había guardado en las bolsas y en mi maletín antes de que usted llegara esta mañana. Me olvidé de ese asunto y al marcharme me lo llevé. ¿Quiere que vuelva a dejar esos objetos donde los encontré?
– No. Sólo quiero una explicación. No sé si creerme la historia que acaba de contarme.
Se produjo un largo silencio, durante el cual ambos se miraron directamente a los ojos.
– ¿Era eso de lo que quería hablarme? -preguntó Bosch.
Entrenkin se volvió hacia la mesa y el expediente que había estado examinando.
– Pensé que nuestra relación sería más fluida.
– Mire -respondió Bosch cerrando su maletín-, usted tiene sus secretos. Permita que tenga los míos. El caso es que a Howard Elias no le robaron la cartera y el reloj. A partir de ahí podemos hacer todas las deducciones que usted quiera, ¿de acuerdo?
– Si lo que pretende decirme es que había gente implicada en esta investigación que trataba de manipular las pruebas, yo…
– Yo no pretendo decirle nada.
Bosch observó una expresión de rabia en los ojos de Entrenkin.
– Usted no debería formar parte de este departamento. Lo sabe tan bien como yo.
– Esa es otra historia. En estos momento tengo cosas más impor…
– Sabe que hay gente que piensa que no existe nada más importante que un departamento de policía en el que la integridad de sus miembros está fuera de toda duda.
– Parece que estuviera dando una rueda de prensa, inspectora. Voy a llevarme estos expedientes. Más tarde regresaré para recoger la próxima partida.
Bosch se dirigió hacia la puerta que comunicaba con recepción.
– Creí que era usted distinto -comentó Entrenkin.
Bosch se volvió hacia ella.
– No puede saber si soy distinto porque no sabe nada de mí. Más tarde hablaremos.
– Falta otra cosa.
Bosch se detuvo y la miró.
– ¿A qué se refiere? -preguntó.
– Howard Elias tomaba notas de todo. En su escritorio guardaba un bloc de espiral donde anotaba todo lo que tenía que hacer. Ese bloc ha desaparecido. ¿Sabe usted dónde está?
Bosch regresó junto a la mesa y volvió a abrir su maletín. Sacó el bloc y lo arrojó sobre la mesa.
– Aunque no me crea, ya lo había guardado en mi maletín cuando apareció usted y nos echó de aquí.
– Le creo. ¿Lo ha leído?
– Una parte. Antes de que usted llegara.
Entrenkin observó a Bosch durante un buen rato.
– Lo examinaré, y si no contiene material comprometido se lo devolveré más tarde. Gracias por entregármelo.
– De nada.
Cuando Bosch llegó al local de Philippe el Original, los otros ya estaban allí y habían empezado a comer. Se hallaban sentados ante una de las mesas largas situadas al fondo. Estaban solos. Bosch decidió resolver el asunto antes de ponerse en la cola ante el mostrador para pedir la comida.
– ¿Qué tal te ha ido? -preguntó Rider cuando Bosch se sentó en el banco junto a ella.
– Me parece que tengo la piel demasiado clara para el gusto de Irving.
– Que le den por el culo -replicó Edgar-. Yo no ingresé en el cuerpo para participar en esos tejemanejes.
– Ni yo tampoco -apostilló Rider.
– ¿De qué estáis hablando? -inquirió Chastain.
– De relaciones raciales -contestó Rider-. Es lógico que no te hayas enterado.
– Oye, yo…
– Dejadlo estar, chicos -terció Bosch-. Hablemos del caso, ¿vale? Tú primero, Chastain. ¿Has terminado con el edificio de apartamentos?
– Sí. No encontramos nada.
– Pero averiguamos ciertos datos sobre la mujer -intervino Fuentes.
– Ah, sí, es verdad.
– ¿Qué mujer?
– La otra víctima. Catalina Pérez. Un momento.
Chastain tomó una agenda que había junto a él sobre el banco. La abrió por la segunda página y echó un vistazo a las notas.
– Apartamento 909. Pérez era la asistenta. Iba los viernes por la noche, o sea que había salido de allí.