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En sus espacios publicitarios emitidos de noche por televisión y en sus frecuentes conferencias de prensa «improvisadas», organizadas en la escalera del tribunal del distrito, Elias se arrogaba siempre el papel de perro guardián, una voz solitaria que clamaba en el desierto contra los abusos de una organización fascista y paramilitar conocida como Departamento de Policía de Los Ángeles. Para sus críticos -entre los cuales se incluían desde los agentes del departamento hasta las instituciones de la ciudad y los fiscales-, Elias era un racista, un agitador que contribuía a agrandar las fisuras de una ciudad dividida. A los ojos de sus detractores, Elias personalizaba lo peor del sistema legal. Era un ilusionista de pacotilla a quien le gustaba exhibirse en la sala del tribunal sacando un conejo de la chistera en el momento menos pensado.

La mayoría de clientes de Elias eran negros o hispanos. Gracias a sus dotes de orador y a su uso selectivo de datos lograba convertir a sus clientes en héroes de la comunidad, en víctimas emblemáticas de un departamento de policía salvaje. Muchos habitantes de los barrios del sur de Los Ángeles atribuían a Elias la hazaña de haber impedido que el departamento se comportara como un ejército de ocupación. Howard Elias era una de las pocas personas capaces de granjearse el odio más enconado y al mismo tiempo la admiración más ferviente en distintos sectores de la ciudad.

Pocos de los que reverenciaban a Elias se daban cuenta de que basaba su labor profesional en una sola faceta de la ley. Presentaba querellas sólo en tribunales federales y se servía de las disposiciones de las leyes sobre derechos civiles que le permitían presentar su minuta a la ciudad de Los Ángeles en todos los casos en que salía victorioso.

El apaleamiento de Rodney King a manos de la policía, el informe de la Comisión Christopher despellejando al departamento a raíz del juicio de King y las subsiguientes manifestaciones en defensa de los derechos civiles, así como el caso de O. J. Simpson, preñado de connotaciones racistas, habían creado una sombra que se extendía sobre todos los pleitos presentados por Elias. Por tanto, al abogado no le resultaba especialmente difícil ganar sus querellas contra el departamento de la policía, convenciendo a los jurados para que concedieran al menos una compensación simbólica a los demandantes. Los jurados no se daban cuenta de que esos veredictos permitían a Elias cobrar sus honorarios a la ciudad y a sus contribuyentes, incluidos ellos mismos, unos honorarios de miles de dólares.

En la querella por el ataque del perro, que se convirtió en el caso emblemático de Elias, el jurado declaró que los derechos del demandante habían sido violados. Pero como el demandante era un ladrón con un largo historial delictivo, el jurado le concedió sólo un dólar en concepto de daños y perjuicios. Estaba claro que el jurado no pretendía hacer rico a un delincuente sino enviar un mensaje al departamento de policía. Pero eso a Elias no le importó. Una victoria era una victoria. Amparándose en las normas federales, presentó al ayuntamiento una minuta de 340.000 dólares.

Aunque el ayuntamiento mandó revisar la minuta, terminó abonando más de la mitad de la misma. En efecto, aquel jurado -y muchos otros que habían participado en los casos de Elias- creyó que administraba un castigo al departamento, pero al mismo tiempo estaba financiando los espacios publicitarios de Elias de media hora de duración que emitía el Canal Nueve por la noche, así como su Porsche, los trajes italianos que el abogado lucía en la sala del tribunal y su imponente mansión en Baldwin Hills.

Elias no estaba solo, por supuesto. Había media docena de abogados en la ciudad especializados en casos relacionados con la policía y los derechos civiles. Esos abogados esgrimían la misma cláusula federal que les permitía cobrar unos honorarios muy superiores a las indemnizaciones que percibían sus clientes. No todos eran unos cínicos, interesados sólo en el dinero. Los pleitos interpuestos por Elias y otros abogados propiciaron un cambio positivo en el departamento. Ni siquiera sus enemigos, los polis, podían negarles eso. Los casos de derechos civiles pusieron fin a la práctica policial de reducir a un sospechoso agarrándolo con fuerza por el cuello, después de que un elevado número de ciudadanos pertenecientes a grupos minoritarios fallecieran a causa del empleo de ese método. Los pleitos presentados por Elias y otros abogados también habían conseguido que mejoraran las condiciones y la protección en las cárceles locales. Otros casos proporcionaron y facilitaron a los ciudadanos los medios para querellarse contra agentes policiales que les habían maltratado.

Pero Elias se hallaba muy por encima del resto. Seducía a los medios y poseía las dotes oratorias de un actor. Por otra parte, carecía de cualquier criterio a la hora de elegir a sus clientes. Representaba a traficantes de drogas que declaraban haber sido maltratados durante los interrogatorios, a atracadores que robaban a los pobres pero se quejaban de que habían sido golpeados por la policía, a ladrones que disparaban contra sus víctimas pero ponían el grito en el cielo cuando era la policía la que disparaba contra ellos. El argumento favorito de Elias -que utilizaba a modo de latiguillo en sus emisiones publicitarias y cuando las cámaras lo enfocaban- era afirmar que el abuso de poder era el abuso de poder, al margen de que la víctima fuera un delincuente. Siempre aprovechaba para mirar directamente a la cámara y declarar que si se toleraban esos abusos cuando las víctimas eran culpables de un delito, no tardarían en sufrirlos también las personas inocentes.

Elias era un caso único. En la última década se había querellado contra el departamento en más de cien ocasiones y había obtenido veredictos del jurado dándole la victoria en más de la mitad de los casos. El suyo era un nombre capaz de conseguir que un policía se quedara helado al oírlo. En el departamento todos sabían que si Elias se querellaba contra uno, la querella no acabaría archivada. Elias no llegaba a acuerdos fuera del tribunal; en las leyes de los derechos civiles no había incentivos para resolver el caso fuera de los tribunales. No, cuando Elias presentaba una querella convertía a su objetivo en un espectáculo público. Habría comunicados de prensa, conferencias de prensa, titulares en los periódicos, reportajes en televisión. Uno podía darse por afortunado si salía indemne, y no digamos si lograba conservar su placa.

Howard Elias, ángel para algunos, demonio para otros, había sido asesinado a tiros en el funicular de Angels Flight.

Al mirar a través de la ventana de la pequeña habitación y contemplar el resplandor naranja del rayo láser moviéndose a través del coche en penumbra, Bosch comprendió que estaba en la fase de calma que precede a la tormenta. Estaba previsto que el caso más importante en la carrera de Elias se abriera al cabo de dos días. El lunes por la mañana iban a seleccionar al jurado en el tribunal del distrito para juzgar lo que los medios habían bautizado como el caso del Black Warrior, la enésima querella de Elias contra el Departamento de Policía de Los Ángeles. La coincidencia -que sin duda un amplio sector del público no consideraría tal- entre el asesinato de Elias y el comienzo del juicio, haría que la investigación de la muerte del abogado alcanzara fácilmente el siete en la escala de Richter. Los grupos minoritarios rugirían de ira y manifestarían sus justificadas sospechas. Los blancos del West Side expresarían en voz baja su temor a que se desencadenaran más disturbios. Y los ojos de la nación estarían de nuevo fijos en la ciudad de Los Ángeles y en su policía. En esos momentos Bosch estaba de acuerdo con Edgar, aunque por otros motivos distintos a los de su compañero negro. Bosch hubiera dado cualquier cosa por que no le tocara ese caso.