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– No te molestes en hablar con él, Harry. Supongo que quiso hacerte un favor, pero cuando me presenté se le impuso la realidad y decidió no contratarme. Déjalo correr.

– Tú lo harías estupendamente.

– Eso es lo de menos.

Bosch se levantó.

– Tengo que arreglarme -dijo.

Se dirigió al dormitorio, y después de darse otra ducha se puso un traje limpio. Cuando regresó a la sala de estar, Eleanor seguía sentada en el sofá.

– No sé a qué hora volveré -dijo, sin mirarla-. Tenemos mucho que hacer. Además, mañana llegan los del FBI.

– ¿El FBI?

– Ya se sabe, los derechos civiles y todo eso. Los ha llamado el jefe.

– ¿Para mantener la paz y el orden en el distrito sur?

– Al menos eso espera.

– ¿Conoces los nombres de los agentes que se ocuparán del caso?

– No. En la rueda de prensa que se ha celebrado hoy había un agente especial.

– ¿Cómo se llama?

– Gilbert Spencer. Pero dudo de que se ocupe directamente del caso.

Eleanor meneó la cabeza.

– No lo conozco, debe de ser posterior a mí. Seguramente ha acudido para presenciar el espectáculo.

– Sí. Ha dicho que mañana enviará a un equipo.

– Suerte.

Bosch la miró y asintió con la cabeza.

– Aún no sé el número. Si me necesitas, utiliza el busca.

– De acuerdo, Harry.

Bosch vaciló unos instantes antes de formularle la pregunta.

– ¿Vas a volver allí?

Eleanor miró de nuevo a través de los ventanales.

– No lo sé. Quizá.

– Eleanor…

– Tú tienes tu vicio, Harry, y yo el mío.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Recuerdas lo que sientes cuando empiezas la investigación de un nuevo caso? ¿Recuerdas ese cosquilleo que te produce la caza? Pues yo ya no lo siento. La sensación más parecida es la que me produce el recoger esas cinco cartas de la mesa y ver lo que tengo. Es difícil de explicar y más aún de comprender, pero me hace sentir viva de nuevo. Todos estamos enganchados a alguna droga, Harry. Yo quisiera estar enganchada a la tuya, pero no es así.

Bosch se la quedó mirando. No sabía si podría decir algo sin que su voz le traicionara. Se dirigió hacia la puerta y al abrirla se volvió. Luego salió de la habitación, pero unos segundos después regresó de nuevo.

– Me has hecho mucho daño, Eleanor. Siempre confié en conseguir que volvieras a sentirte viva.

Eleanor cerró los ojos, como si estuviera a punto de llorar.

– Lo siento mucho, Harry. No debería haberte dicho eso.

Bosch salió de la habitación y cerró la puerta tras él.

17

Bosch aún se sentía dolido cuando media hora más tarde llegó al despacho de Elias. La puerta estaba cerrada con llave y llamó con los nudillos. Cuando se disponía a utilizar la suya para abrirla observó un movimiento tras el cristal esmerilado. Al cabo de unos instantes Carla Entrenkin abrió la puerta y le hizo pasar. Por la forma con que lo miró, Bosch dedujo que ella había reparado en su cambio de traje.

– Tenía que tomarme un pequeño respiro -dijo Bosch-. Calculo que me pasaré buena parte de la noche trabajando. ¿Dónde está la señorita Langwiser?

– Cuando terminamos la mandé a casa. Le dije que me quedaría para esperarle a usted. Se ha ido hace unos minutos.

Carla Entrenkin lo condujo de nuevo al despacho de Elias y se sentó detrás del enorme escritorio. Aunque había oscurecido, Bosch divisó a Anthony Quinn a través de la ventana. También vio seis cajas llenas de expedientes colocadas en el suelo, frente al escritorio.

– Lamento que haya tenido que esperarme -se disculpó Bosch-. Supuse que cuando terminara me localizaría a través del busca.

– Eso iba a hacer. Estaba sentada aquí pensando…

Bosch contempló las cajas.

– ¿Esto es el resto?

– Sí. Esas seis cajas contienen los expedientes de más casos cerrados. En esas otras están los expedientes de casos en curso.

Carla se giró en el sillón y señaló el suelo detrás del escritorio. Bosch se acercó y vio que había otras dos cajas llenas.

– Se trata principalmente del caso Michael Harris. Contiene el expediente de la policía y transcripciones de las declaraciones de testigos. También están los expedientes de unos casos que no prosperaron tras los cargos iniciales. Hay otro con amenazas y cartas de chalados, que no se hallan relacionadas específicamente con el caso Harris. En su mayor parte se trata de amenazas anónimas de racistas demasiado cobardes para dar la cara.

– De acuerdo. ¿Cuáles son los expedientes que no me va a dar?

– Sólo uno. El expediente de trabajo de Elias. Contiene unas notas sobre la estrategia del caso Harris. Creo que no debe verlo porque vulneraría la confidencialidad entre abogado y cliente.

– ¿Estrategia?

– Básicamente es un plano del juicio. A Howard le gustaba confeccionar gráficos de los casos que llevaba a juicio. En cierta ocasión me dijo que se sentía como un entrenador de fútbol americano que diseña la jugadas y el orden de las mismas antes del partido. Howard siempre sabía con exactitud cómo quería conducir el juicio. El plano del juicio muestra su estrategia, el orden de los testigos, de las pruebas que iba a presentar, etcétera. Ya tenía preparadas las primeras preguntas que iba a formular a cada uno de los testigos. Y el borrador de su exposición inicial.

– Bien.

– No puedo dárselo. Constituye el núcleo del caso e imagino que el abogado que lo herede querrá seguir ese plano. Era un plano brillante. Considero por tanto que el Departamento de Policía de Los Ángeles no debe verlo.

– ¿Cree usted que Elias iba a ganar el caso?

– Desde luego. ¿Usted no?

Bosch se sentó en una de las sillas frente al escritorio. Pese a haber dormido un rato, aún estaba cansado.

– No conozco los pormenores del caso -respondió-. Pero conozco a Frankie Sheehan. Harris le acusó de algunas cosas…, ya sabe, lo de la bolsa de plástico. Y sé que Frankie no lo hizo.

– ¿Cómo podemos estar seguros?

– No podemos. Pero retrocedamos. Sheehan y yo fuimos compañeros durante un tiempo. De eso hace mucho, pero lo conozco bien. Es incapaz de hacer esas cosas. Y tampoco consentiría que otros las hicieran en su presencia.

– La gente cambia.

– Es cierto -asintió Bosch-. Pero no en el fondo.

– ¿El fondo?

– Deje que le cuente una historia. Un día Frankie y yo detuvimos a un chico. Un ladrón de coches. Se lo montaba de forma que primero robaba un coche, el primer cacharro con el que se topaba, con él circulaba por las calles en busca de otro más lujoso que pudiera proporcionarle una buena suma. Cuando divisaba el coche que andaba buscando se detenía detrás de él en un semáforo y golpeaba ligeramente el parachoques trasero. El dueño del Mercedes, del Porsche o del coche que fuera se apeaba para comprobar los daños, y el ladrón aprovechaba para subir al automóvil y largarse a toda velocidad, dejando el cacharro que había robado y al dueño del segundo automóvil con un palmo de narices.

– Recuerdo que durante una época se puso muy de moda robar coches.

– Sí, menuda moda. Ese chico llevaba unos tres meses sacando un buen dinero de los robos. Pero un día embistió con demasiada fuerza a un Jaguar XJ6. La anciana que lo conducía no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Pesaba unos cuarenta kilos y se estampó contra el volante. El coche no tenía airbag. Debido al golpe la mujer se lesiona un pulmón y se parte una costilla, que le atraviesa el otro pulmón. Mientras la anciana se ahoga con su propia sangre el chico abre la puerta, la saca del coche, la deja tendida en la calzada y se larga con el Jaguar.