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Ambos permanecieron en silencio, observando los números iluminados sobre la puerta del ascensor.

– Siento haber dudado de ti -dijo Sheehan suavemente.

– No te preocupes. Así estamos en paz.

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a lo de anoche, cuanto te pregunté por las huellas.

– ¿Todavía dudas de que fueran legítimas?

– No. Ya no.

Al llegar al vestíbulo salieron por una puerta lateral y se dirigieron al aparcamiento de los empleados. A medio camino, Bosch oyó un griterío y al volverse vio a varios reporteros y cámaras que corrían hacia ellos.

– No digas nada -advirtió Bosch a Sheehan-. No les digas una sola palabra.

La primera avalancha de reporteros no tardó en caer sobre ellos. Les seguía una segunda.

– Sin comentarios -dijo Bosch-. Sin comentarios.

Pero los reporteros no estaban interesados en Bosch. Acercaron sus micrófonos y cámaras al rostro de Sheehan. Los fatigados ojos del policía reflejaban pavor. Bosch trató de conducir a su amigo a través de la muchedumbre hacia el coche. Los reporteros no cesaban de ametrallarle con sus preguntas.

– Detective Sheehan, ¿mató usted a Howard Elias? -preguntó una mujer, alzando la voz por encima de las de sus colegas.

– No -respondió Sheehan-. Yo no… yo no hice nada.

– ¿Había amenazado con anterioridad a la víctima?

– Sin comentarios -repitió Bosch antes de que Sheehan reaccionara ante la pregunta-. ¿Es que no lo entienden? No vamos a hacer comentarios. Déjennos…

– ¿Por qué le han interrogado?

– Díganos por qué le han interrogado, detective.

Casi habían alcanzado el coche. Algunos reporteros habían cejado en su intento de interrogar a Sheehan, pero la mayoría de las cámaras continuaba persiguiéndolos. Siempre podían utilizar el vídeo. De pronto, Sheehan se zafó de Bosch y se encaró con los reporteros.

– ¿Queréis saber por qué me han interrogado? Pues porque el departamento necesita un chivo expiatorio para mantener la paz en esta ciudad. Les importa un rábano quién sea, mientras consigan su propósito. Por eso me han interrogado. Yo encajo con…

Bosch agarró a Sheehan y lo apartó de los micrófonos.

– Vamos, Frankie, no les digas nada.

Los dos hombres pasaron entre dos coches aparcados, logrando deshacerse de la nube de reporteros y cámaras que se había formado a su alrededor. Bosch empujó a Sheehan hacia el sedán y abrió la puerta. Los reporteros les siguieron en fila india por el angosto espacio. Pero cuando los alcanzaron, Sheehan ya estaba instalado en el coche, a salvo de los micrófonos. Bosch se sentó en el asiento del conductor.

Circularon en silencio hasta enfilar la autopista 101 que conducía al norte. Bosch miró a Sheehan, que tenía los ojos fijos en la carretera.

– No debiste decir eso, Frankie. Así no haces más que atizar el fuego.

– Me importa un carajo.

Volvió a producirse el silencio. Circulaban por la autopista que atravesaba Hollywood; había poco tráfico. Bosch vio una humareda que se alzaba hacia el suroeste y se le ocurrió sintonizar la KFWB, aunque en el fondo no quería saber lo que aquel humo significaba.

– ¿Te han dejado llamar a Margaret? -preguntó al cabo de un rato.

– No. Estaban empeñados en que confesara. Me alegro de que aparecieras, Harry. No me contaron lo que les dijiste, pero en cualquier caso me has salvado del aprieto.

Bosch comprendió qué era lo que le preguntaba Sheehan, pero aún no estaba dispuesto a decírselo.

– Probablemente nos encontraremos a la prensa frente a tu casa -comentó-. Imagino que Margaret debe de estar sorprendidísima.

– Margaret me dejó hace ocho meses, Harry. Se llevó a las niñas y se trasladó a Bakersfield con sus padres. En mi casa no hay nadie.

– Lo siento, Frankie.

– Debí decírtelo anoche, cuando me preguntaste por ellas.

Bosch condujo en silencio durante un rato, reflexionando sobre la situación.

– ¿Por qué no recoges tus cosas y te instalas en mi casa? Así te librarás de la prensa. Hasta que las cosas vuelvan a la normalidad.

– No sé, Harry. Tu casa es más pequeña que una caja de galletas. Después de haber estado encerrado en aquella habitación, aún tengo claustrofobia. Además, no conozco a tu mujer. No creo que le haga gracia que un extraño duerma en el sofá.

Bosch contempló el edificio de Capítol Records al pasar frente a él. Evocaba la imagen de una pila de discos rematada por una aguja fonográfica. Pero como la mayoría de cosas en Hollywood, con el tiempo se había quedado anticuado. Ya no se fabricaban elepés, sólo vendían discos de vinilo en los comercios de segunda mano. A veces a Bosch se le antojaba que todo Hollywood parecía un comercio de segunda mano.

– Mi casa quedó destruida por el terremoto -comentó Bosch-. Tuvimos que reconstruirla. Hasta tenemos un cuarto de invitados. Y mi mujer también me ha abandonado, Frankie.

Sonaba extraño dicho en voz alta, como si estuviera confirmando la muerte de su matrimonio.

– Pero si os casasteis hace un año. ¿Cuándo ocurrió, Harry?

Bosch miró unos instantes a Sheehan y enseguida volvió a fijar los ojos en la carretera.

– Hace poco.

Cuando llegaron a casa de Sheehan, veinte minutos más tarde, no vieron a ningún periodista en la puerta. Bosch dijo que aguardaría en el coche para hacer unas llamadas mientras Sheehan recogía sus cosas. Cuando se quedó a solas llamó a su casa para comprobar si había mensajes en el contestador automático, para no reproducirlos delante de Sheehan. Pero no había ningún mensaje. Bosch colgó el teléfono y esperó. Se preguntó si la propuesta que le había hecho a Sheehan para que se alojara con él no habría sido un acto subconsciente para no encontrar la casa vacía. Pero había vivido solo buena parte de su vida, estaba acostumbrado a casas vacías. Sabía que el refugio que ofrece un hogar es algo que uno lleva en su interior.

Bosch se fijó en un resplandor que se reflejaba en los retrovisores.

Al mirar el retrovisor que tenía a su lado vio los faros de un coche aparcado junto a la acera, a una manzana de distancia. No creía que fuera un reportero, pues en tal caso se habría instalado frente a la casa de Sheehan sin molestarse en disimular su presencia. Bosch empezó a pensar en lo que quería preguntar a Sheehan.

Al cabo de unos minutos su antiguo compañero salió de la casa con una bolsa del supermercado. Abrió la puerta trasera del coche, depositó la bolsa en el asiento y luego se sentó junto a Bosch.

– Margie se llevó todas las maletas -dijo sonriendo-. No me he dado cuenta hasta ahora.

Enfilaron por Beverly Glen colina arriba hasta Mulholland y luego doblaron hacia el este, en dirección a Woodrow Wilson. A Bosch le gustaba conducir por Mulholland cuando era de noche. La sinuosa carretera, los faros que aparecían y desaparecían súbitamente… Al cabo de un rato pasaron frente a The Summit. Al contemplar la verja electrónica, Bosch pensó en los Kincaid atrincherados en su lujosa mansión con sus vistas de avión.

– Quiero preguntarte una cosa, Frankie -dijo Bosch.

– Adelante.

– Volviendo al tema de los Kincaid, ¿tuviste ocasión de hablar a fondo con él durante la investigación? Me refiero a Sam Kincaid.

– Claro. Había que tratarlos con guantes de seda, a él y al viejo Kincaid, para evitar problemas.

– Ya. O sea que le mantuviste informado sobre la investigación.

– Sí. ¿Y qué? Pareces uno de esos tíos del FBI que me han estado interrogando.

– Lo siento, no pretendía molestarte. ¿Te llamó él en repetidas ocasiones o le llamaste tú?

– Las dos cosas. También nos mantuvimos en contacto con el guarda de seguridad de Kincaid.

– ¿D. C. Richter?

– Sí, ése. ¿Quieres decirme de una puñetera vez a qué viene todo esto, Harry?

– Dentro de un minuto. Pero primero quiero hacerte otra pregunta. ¿Recuerdas qué les contaste a Kincaid o a Richter sobre Michael Harris?