Выбрать главу

– ¿A qué te refieres?

– Oye, no pretendo insinuar que cometieras una falta ni nada de eso. En un caso así es lógico que mantuvieras informados a los familiares. ¿Les dijiste que habíais detenido a Harris por haber hallado sus huellas y que le estabais interrogando?

– Claro. Es lo normal en estos casos.

– Ya. ¿Les contaste quién era Harris y cuál era su historial?

– Supongo que sí.

Bosch guardó silencio. Dobló por Woodrow Wilson y avanzó a lo largo de la serpenteante calle hasta su casa. Aparcó el coche en el parking.

– Esto tiene buen aspecto -observó Sheehan.

Bosch apagó el motor pero no se apeó inmediatamente del coche.

– ¿Dijiste a los Kincaid o a Richter dónde vivía Harris?

Sheehan miró a Bosch.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– Haz un poco de memoria. ¿Le dijiste a alguno de ellos dónde vivía Harris?

– Es posible. No lo recuerdo.

Bosch bajó del coche y se dirigió hacia la puerta de la cocina. Sheehan sacó sus cosas del asiento trasero y le siguió.

– Háblame, Hyeronimus.

Bosch abrió la puerta.

– Creo que cometiste un error.

Luego entró en la casa.

– Háblame, Hyeronimus.

Bosch condujo a Sheehan al cuarto de invitados y éste arrojó la bolsa sobre la cama.

Al salir al pasillo, Bosch señaló la puerta del baño y regresó a la sala de estar. Sheehan se mantuvo callado, esperando que el otro rompiera el silencio.

– El tirador del water está roto -dijo Bosch sin mirarle-. Tienes que sostenerlo hasta que se haya vaciado el depósito.

Acto seguido se volvió hacia su ex compañero.

– Podemos explicar lo de las huellas de Harris. Él no secuestró ni mató a Stacey Kincaid. En realidad, no creemos que la secuestrara nadie. Kincaid asesinó a su hijastra. Llevaba tiempo abusando sexualmente de ella y la mató. Luego montó la escena del secuestro. Tuvo la suerte de que encontrarais las huellas de Harris en el libro de la niña y se aprovechó de esa circunstancia. Creemos que fue él, o Richter, quien arrojó el cadáver cerca de la casa de Harris porque sabía dónde vivía. De modo que piénsalo con calma, Francis. No quiero probabilidades. Necesito saber si le dijiste a Kincaid o a su guarda de seguridad dónde vivía Harris.

Sheehan se quedó estupefacto y clavó la vista en el suelo.

– O sea que estábamos equivocados al pensar que Harris…

– Estabais ciegos. Cuando encontrasteis las huellas de Harris disteis el caso por resuelto.

Sheehan asintió sin alzar la vista del suelo.

– Todos cometemos errores, Frankie. Siéntate y reflexiona sobre lo que te estoy preguntando. ¿Qué le dijiste exactamente a Kincaid y cuándo se lo dijiste? Volveré dentro de unos minutos.

Mientras Sheehan meditaba sobre lo que acababa de decirle su antiguo compañero, Bosch echó a andar por el pasillo hacia su habitación. Entró en ella y echó un vistazo a su alrededor. Todo parecía intacto. Abrió la puerta del vestidor de Eleanor y encendió la luz.

Su ropa había desaparecido. Al bajar la vista, Bosch comprobó que también se había llevado los zapatos. De pronto vio sobre la moqueta una bolsita sujeta con una cinta azul. Se agachó a recogerla.

La bolsita contenía un puñado de arroz. El detective recordó que en la capilla de Las Vegas les habían suministrado el arroz para que los asistentes lo arrojaran sobre la feliz pareja. Formaba parte del paquete de la boda. Eleanor había conservado una bolsita de recuerdo. Bosch se preguntó si se la habría olvidado o si la habría desechado.

El detective se guardó la bolsita en el bolsillo y apagó la luz.

28

Cuando Bosch entró en la sala de patrullas se encontró a Edgar y a Rider contemplando las noticias en el televisor que habían trasladado del despacho de la teniente. Ni siquiera levantaron la vista para saludarlo.

– ¿Qué hay? -preguntó.

– Da la impresión de que a la gente no le ha gustado que soltáramos a Sheehan -respondió Edgar.

– Saqueos y robos esporádicos -dijo Rider-. La situación no es tan grave como la última vez. Creo que pasaremos la noche tranquilos. Las patrullas tienen orden de detener a cualquier bicho viviente que se mueva.

– Sin contemplaciones, no como la otra vez -apostilló Edgar.

Bosch fijó la vista en la televisión. La pantalla mostraba bomberos apuntando unas gruesas mangueras hacia las llamas que surgían del tejado de un edificio en otra zona comercial. Era demasiado tarde para salvarlo. Casi parecía un espectáculo montado para los medios de comunicación.

– Demoler esas zonas comerciales de los barrios modestos -comentó Edgar- forma parte del proyecto de reurbanización.

– Lo malo es que vuelven a construirlas -replicó Rider.

– Pero tienen mejor aspecto que antes -dijo Edgar-. El problema son las tiendas de bebidas. Desde que hemos puesto a una patrulla frente a cada uno de estos establecimientos, se acabó la jarana.

– ¿Y qué me dices de las órdenes de registro? -preguntó Bosch.

– Están listas -contestó Rider-. Sólo tenemos que llevárselas al juez.

– ¿Has pensado en alguien?

– Terry Baker. La llamé y dijo que estaría allí.

– Bien. Enséñamelas.

Rider se dirigió a la mesa de homicidios, mientras Edgar seguía viendo la televisión. Las órdenes de registro se hallaban apiladas en la sección de la mesa que le correspondía a ella. Rider se las entregó a Bosch.

– Hemos mencionado los dos domicilios, todos los coches y todas las oficinas. También hemos incluido el coche que utilizaba Richter por la época del asesinato y su apartamento -añadió Rider.

Cada solicitud constaba de varias páginas grapadas. Las dos primeras contenían una serie de disposiciones legales de rigor, de modo que Bosch las pasó por alto y se centró en las causas probables indicadas en cada solicitud. Edgar había hecho un buen trabajo, aunque Bosch supuso que seguramente era obra de Rider. Ella era la que estaba más versada en tecnicismos legales. Incluso las causas probables aducidas en la solicitud de registro del apartamento de Richter eran impecables. En el documento, redactado en los términos adecuados, se exponían algunos de los hechos descubiertos en el curso de la investigación y se afirmaba que todas las pruebas indicaban que dos sospechosos se habían encargado de desembarazarse del cadáver de Stacey Kincaid. Y en virtud de la estrecha relación existente en aquella época entre Sam Kincaid y D. C. Richter -patrono y empleado respectivamente-, consideraban que este último podía ser el segundo sospechoso. El documento solicitaba autorización para registrar todos los vehículos que los dos hombres habían utilizado o a los que habían tenido acceso por la época en que se había cometido el crimen.

Bosch vio que todo estaba con alfileres, pero funcionaría. La precisión de todos los vehículos «a los que habían tenido acceso» los dos sospechosos era un auténtico hallazgo por parte de Rider. Si la jueza lo aceptaba, ello les permitiría registrar todos los coches que hubiera en los concesionarios de Kincaid, dado que éste tenía acceso a todos ellos.

– Me parece bien -dijo Bosch, devolviendo a Rider las solicitudes después de haberlas leído con atención-. Procurad que la jueza las firme esta misma noche para que mañana podamos iniciar los registros.

Después de haber sido firmada por el juez, una orden de registro tenía una vigencia de veinticuatro horas. En la mayoría de los casos bastaba una simple llamada al juez que la había autorizado para prorrogar su vigencia otras veinticuatro horas.

– ¿Qué sabemos de ese Richter? -preguntó Bosch a sus compañeros-. ¿Habéis podido averiguar algo?

– Muy poco -contestó Edgar.

Se levantó para bajar el volumen del televisor y se acercó a la mesa.

– El tío fracasó en la academia. De eso hace mucho, en el otoño del ochenta y uno. Luego asistió a una de esas academias privadas en el valle de San Fernando y consiguió su licencia estatal en el ochenta y cuatro. Poco después entró a trabajar para los Kincaid y fue escalando puestos hasta llegar a jefe de seguridad.