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Irving miró a Bosch, esperando que el detective replicara a Lindell. Pero Bosch no dijo nada. Estaba cansado de luchar contra sus argumentos para defender el suyo.

– Estoy de acuerdo con el agente Lindell en ese punto -dijo por fin el subdirector.

Bosch asintió. Era lógico. Ellos no conocían a Sheehan como lo conocía él. Aunque él y su ex compañero no habían mantenido una amistad estrecha en los últimos tiempos, sí habían sido lo suficientemente amigos como para que Bosch supiera que Lindell e Irving se equivocaban. Sin duda habría sido más fácil para Bosch estar de acuerdo con ellos. De este modo se habría librado de su sentimiento de culpabilidad. Pero no podía estar de acuerdo.

– Concédame la mañana -dijo Bosch.

– ¿Qué? -preguntó Irving.

– Procure que la prensa no se entere de esto durante medio día. Seguiremos adelante con las órdenes de registro y el plan para mañana por la mañana. Concédame un tiempo para ver cómo se desarrollan los acontecimientos y qué dice la señora Kincaid.

– Suponiendo que esté dispuesta a hablar.

– Hablará. Se muere de ganas de hacerlo. Concédame la mañana para ver qué consigo de mi entrevista con ella. Si no logro relacionar a los Kincaid con la muerte de Elias, haga lo que considere oportuno con respecto a Frankie Sheehan. Dígale a todo el mundo lo que cree saber.

Irving reflexionó unos momentos antes de acceder.

– Creo que es lo más prudente -dijo-. Para entonces ya tendremos los resultados de balística.

Bosch asintió en señal de agradecimiento. Luego contempló de nuevo la terraza a través de la puerta corredera. La lluvia había arreciado. El detective miró su reloj. Era ya muy tarde y aún tenía que hacer una cosa más antes de irse a dormir.

30

Bosch se sintió obligado a comunicarle personalmente a Margaret Sheehan que Frankie se había suicidado. Ella y Frankie habían permanecido juntos muchos años antes de separarse. Margaret y las dos niñas merecían que un amigo fuera a verlas para informarles de lo sucedido antes de que recibieran la terrible llamada de un extraño en plena noche.

Irving propuso enviar a un detective del Departamento de Policía de Bakersfield, pero a Bosch le pareció una solución tan poco delicada como una llamada telefónica. Él mismo se ofreció para trasladarse a Bakersfield y comunicar la triste noticia a Margaret.

Bosch llamó a la policía de Bakersfield para pedir la dirección de Margaret Sheehan. Hubiera podido telefonearla él mismo para preguntarle las señas, pero eso habría sido como comunicarle la noticia sin decírselo claramente, el viejo truco de un policía para facilitarse la tarea. Habría sido una cobardía.

La interestatal Golden State que se dirigía al norte estaba casi desierta. La lluvia y la hora intempestiva habían ahuyentado a todos los conductores salvo a unos pocos que no tenían más remedio que viajar por ella a aquellas horas de la noche. La mayoría eran camioneros que transportaban su carga a San Francisco o más lejos, o bien que regresaban de vacío a los campos de hortalizas para recoger más mercancía. El empinado y sinuoso tramo de la autopista que atravesaba las montañas ubicadas al norte de Los Ángeles estaba repleto de remolques que habían derrapado o cuyos conductores habían decidido detenerse en el arcén y no arriesgarse a seguir conduciendo bajo aquella lluvia torrencial.

Después de haber superado la carrera de obstáculos y de haber dejado las montañas atrás, Bosch consiguió aumentar la velocidad y recuperar el tiempo perdido.

Puso en el radiocasete del coche una cinta grabada en casa, con unas piezas para saxofón que le gustaban mucho.

Adelantó la cinta hasta dar con la melodía que quería escuchar: Lullaby, de Frank Morgan. En aquellos momentos a Bosch le pareció un tierno y evocador canto fúnebre, una despedida y una disculpa para Frankie Sheehan. Una despedida y una disculpa para Eleanor. Encajaba con la lluvia. Bosch la puso varias veces mientras circulaba por la carretera.

Poco antes de las dos de la mañana llegó a la casa donde vivían Margaret y sus dos hijas. Había un farol encendido en el porche, y Bosch vio luz a través de las cortinas de las ventanas de la fachada. Bosch supuso que Margie estaba despierta esperando que la llamara, o tal vez que se presentara personalmente. Al acercarse a la puerta dudó unos instantes, pensando en las veces en que había hecho ese tipo de visitas, y por fin pulsó el timbre.

Cuando Margie abrió la puerta, Bosch se dio cuenta de que uno nunca está preparado para estos malos tragos. Margie lo miró como si no le reconociera. Habían pasado muchos años.

– Margie…

– ¿Harry? ¿Harry Bosch? Pero si acabamos de…

Margie se detuvo, como si de pronto comprendiera el motivo de su visita. Era lo que solía ocurrir.

– ¡Dios mío! ¡Francis! ¡Dime que no…!

Margie se cubrió el rostro con las manos. Recordaba el célebre cuadro de una mujer que está gritando sobre un puente.

– Lo siento, Margie. De veras. Será mejor que entremos.

Margie Sheehan lo encajó con una gran entereza. Bosch le explicó los detalles y luego ella le preparó café para que no se durmiera durante el viaje de regreso. Era la mentalidad de la mujer de un policía. Bosch se apoyó en la encimera de la cocina mientras ella preparaba el café.

– Frankie te llamó esta noche -dijo Bosch.

– Sí, ya te lo dije.

– ¿Cómo estaba?

– Mal. Me contó lo que le hicieron. Parecía sentirse… traicionado. No sé si es la palabra correcta. Sus propios compañeros le habían detenido e interrogado. Estaba muy triste, Harry.

Bosch asintió.

– Frankie había consagrado su vida al departamento…, ¡y se lo pagaron así!

Bosch asintió de nuevo.

– ¿Dijo algo sobre…?

No terminó la frase.

– ¿Sobre suicidarse? No, no dijo nada… Una vez leí algo sobre los policías que se suicidan. Hace mucho tiempo. Cuando Elias presentó una querella contra él por aquel hombre a quien Frankie mató. Frankie estaba muy deprimido y yo me asusté. Leí un artículo sobre ese tema. Decía que cuando una persona te dice que se va a suicidar, lo hace para que se lo impidas.

Bosch asintió.

– Supongo que Frankie no quería que se lo impidiera -continuó Margie-. No me habló de eso.

Margie separó la jarra de cristal de la cafetera y sirvió un poco de café en una taza. Luego sacó un termo de plata del armario y empezó a llenarlo.

– Esto es para el camino -dijo-. No quiero que te duermas en la pista.

– ¿Qué?

– En la autopista. No sé lo que me digo.

Bosch se acercó a Margie y le apoyó una mano en el hombro. Ella depositó la cafetera en la encimera y se volvió para abrazarle.

– Este último año las cosas… -dijo Margie- se estropearon.

– Lo sé. Frankie me lo contó.

Margie se separó de Bosch y siguió llenando el termo.

– Margie, tengo que preguntarte algo antes de irme -dijo Bosch-. Se llevaron su pistola para analizarla hoy en balística. Frankie utilizó otra. ¿Sabes algo de esa pistola?

– No. Sólo tenía la pistola que utilizaba para su trabajo. No había otras pistolas en casa. Con las dos niñas… Cuando Frankie regresaba a casa guardaba la pistola en una pequeña caja fuerte que había en el suelo del armario. Él era el único que tenía la llave. Yo no quería en casa más pistolas de las necesarias.

Bosch pensó que si Margie se había negado a tener más pistolas en casa que la que Sheehan utilizaba para su trabajo, eso creaba una laguna. Frankie pudo haber conservado otra pistola sin que ella lo supiera, en un lugar tan oculto que ni siquiera los del FBI la habían hallado al registrar la vivienda. Quizás estuviera envuelta en un plástico y sepultada en el jardín. O tal vez Sheehan habría adquirido la pistola después de que Margie y las niñas hubieran abandonado la casa para trasladarse a Bakersfield. En tal caso, Margie no podía saber que Frankie tenía esa pistola. Bosch decidió no insistir en el tema.