Bosch siguió revisando el contenido de su maletín mientras Kate le explicaba que su hija había sido una excelente nadadora. En realidad Bosch no hacía nada importante; se limitaba a llevar a cabo el plan que había estado ensayando mentalmente toda la mañana.
– Stacey era capaz de nadar dos largos de piscina sin sacar la cabeza para respirar -dijo Kate Kincaid.
Bosch cerró el maletín y la miró. Kate sonrió al recordar a su hija. Bosch sonrió también, pero de manera forzada.
– ¿Le importaría deletrear la palabra inocencia, señora Kincaid?
– ¿Cómo dice?
– La palabra inocencia. ¿Me la quiere deletrear?
– ¿Tiene esto algo que ver con Stacey? No veo por qué.
– Haga lo que le pido, por favor. Deletree esa palabra.
– No se me da bien deletrear palabras. Siempre guardaba un diccionario en el bolso para responder a Stacey cuando me preguntaba cómo se escribía una palabra. Ya sabe, uno de esos libritos…
– Vamos, señora Kincaid, inténtelo.
Kate Kincaid se detuvo unos momentos para reflexionar. La expresión de su rostro mostraba un desconcierto total.
– I, ene, o, una ese o una ce, no estoy segura…
Kate miró a Bosch con expresión inquisitiva. Bosch meneó la cabeza y abrió de nuevo su maletín.
– Es una ce, no una ese.
– Ya le dije que suelo equivocarme.
Kate Kincaid sonrió. Bosch sacó un objeto, cerró el maletín y lo depositó en el suelo. Luego se levantó, se acercó al sofá y entregó a Kate una funda de plástico que contenía una de las cartas anónimas que había recibido Howard Elias.
– Fíjese -dijo-. Escribió usted mal la palabra inocencia.
Kate contempló la carta en silencio durante mucho rato. Luego aspiró profundamente y repuso sin mirar a Bosch:
– Tendría que haber utilizado mi pequeño diccionario, pero escribí esta nota apresuradamente.
Bosch experimentó una gran sensación de alivio al comprender que Kate Kincaid no iba a ofrecer resistencia. Ella esperaba este momento, sabía que antes o después iba a ocurrir. Quizá por eso había dicho que se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.
– Entiendo -dijo Bosch-. ¿Quiere contármelo todo, señora Kincaid?
– Sí -respondió ella-. Se lo voy a contar todo.
Bosch colocó pilas nuevas en la grabadora, la puso en marcha y la depositó sobre la mesa de café, orientando el micrófono hacia arriba para que captara su voz y la de Kate Kincaid.
– ¿Está preparada? -preguntó.
– Sí -contestó ella.
Bosch se identificó, dijo quién era ella, la fecha, la hora y el lugar donde iba a celebrarse la entrevista. Luego le leyó sus derechos de un formulario que había sacado del maletín.
– ¿Comprende los derechos que acabo de leer, señora Kincaid?
– Sí.
– ¿Desea hablar conmigo, señora Kincaid, o prefiere llamar a su abogado?
– No.
– ¿No, qué?
– No deseo llamar a mi abogado. Un abogado no puede ayudarme. Deseo hablar.
Bosch se detuvo unos instantes mientras pensaba en cómo evitar que cayera algún pelo en la tarta.
– Yo no puedo asesorarle desde el punto de vista legal. Pero cuando dice que un abogado no puede ayudarla, no sé si esto constituye una renuncia de sus derechos. ¿Me comprende? Porque quizás un abogado pudiera…
– Detective Bosch, no quiero un abogado. Comprendo perfectamente mis derechos y no quiero un abogado.
– De acuerdo, entonces tiene que firmar este papel, en la parte inferior, y aquí, donde pone que no solicita que esté presente su abogado.
Bosch colocó el formulario sobre la mesa de café y observó a Kate Kincaid mientras lo firmaba. Luego comprobó que la firma era correcta, lo firmó él mismo en calidad de testigo y lo guardó en el maletín. A continuación se instaló cómodamente en el sillón y miró a Kate. Pensó en comentarle la posibilidad de que renunciara a sus derechos como cónyuge de un sospechoso, pero decidió no hacerlo. Era mejor que se ocupara de ello la oficina del fiscal del distrito, cuando llegara el momento oportuno.
– Entonces ya podemos empezar -le dijo Bosch-. ¿Quiere contarme lo sucedido, señora Kincaid, o prefiere que le formule unas preguntas?
Bosch repetía con frecuencia el nombre de Kate Kincaid para que cuando reprodujeran la cinta delante del jurado no hubiera confusión respecto a quiénes pertenecían las voces.
– Mi marido mató a mi hija. Supongo que eso es lo que usted quiere saber en primer lugar. Por eso ha venido aquí.
Bosch se quedó perplejo un momento, y luego asintió.
– ¿Cómo lo sabe?
– Durante mucho tiempo sospeché…, luego lo supe con certeza debido a unas cosas que oí. Por fin mi marido me lo dijo. Se lo pregunté directamente y él confesó.
– ¿Qué le dijo su marido exactamente?
– Dijo que fue un accidente, pero uno no estrangula a alguien accidentalmente. Dijo que la niña le había amenazado con contarle a sus amigas lo que él… lo que él y sus amigos le hacían. Dijo que trató de impedírselo, de convencerla de que no lo hiciera, y la situación se le fue de las manos.
– ¿Dónde ocurrieron los hechos?
– Aquí. En esta casa.
– ¿Cuándo?
Kate le dio la fecha del supuesto secuestro de su hija. Parecía darse cuenta de que Bosch tenía que hacerle unas preguntas que tenían respuestas claras para completar el relato del crimen.
– ¿Su marido había abusado sexualmente de Stacey?
– Sí.
– ¿Él se lo confesó?
– Sí.
Kate Kincaid rompió a llorar y abrió el bolso para sacar un pañuelo de papel. Bosch dejó que se tranquilizara. El detective se preguntó si la mujer lloraba debido al dolor, a un sentimiento de culpabilidad o bien a causa del alivio que experimentaba por haber contado por fin la historia. Bosch suponía que era una mezcla de las tres cosas.
– ¿Cuánto hacía que su marido abusaba sexualmente de Stacey? -preguntó al cabo de unos minutos.
Kate Kincaid dejó caer el pañuelo en el regazo.
– No lo sé. Llevábamos casados cinco años antes de que…, antes de que la niña muriera. No sé cuándo empezó todo.
– ¿Cuándo se dio usted cuenta de la situación?
– Prefiero no responder a esa pregunta, si no le importa.
Bosch la observó. Kate bajó la vista. La pregunta constituía la base de su sentimiento de culpabilidad.
– Es importante, señora Kincaid.
– Un día mi hija me lo contó. -Kate sacó otro pañuelo del bolso para enjugarse un nuevo torrente de lágrimas-. Fue un año antes de… Me dijo que él le hacía unas cosas que no estaban bien… Al principio no la creí. Pero se lo pregunté a mi marido. Él lo negó, por supuesto. Y yo le creí. Supuse que Stacey tenía problemas para adaptarse a la nueva situación, al hecho de tener un padrastro, y que era una forma de rebelarse.
– ¿Y más tarde?
Kate no respondió. Se miró las manos y agarró el bolso con fuerza.
– ¿Señora Kincaid?
– Más tarde noté ciertas cosas. Unos detalles insignificantes. Stacey no quería que yo me fuera y la dejara a solas con él. Ahora, al echar la vista atrás, comprendo sus motivos. Pero entonces no eran tan evidentes. Una noche mi marido fue a la habitación de Stacey para darle las buenas noches y observé que tardaba en regresar al salón. Fui a ver qué ocurría y comprobé que la puerta estaba cerrada con llave.
– ¿Llamó usted a la puerta?
Kate permaneció inmóvil y en silencio un buen rato antes de negar con la cabeza.
– ¿Quiere eso decir que no?
Bosch se lo preguntó para que constara en la cinta.
– No. No llamé a la puerta.
Bosch decidió seguir interrogándola. Sabía que con frecuencia las madres de víctimas de un incesto y abusos sexuales no se percataban de lo evidente ni tomaban las medidas oportunas para salvar a sus hijas de esa situación. Kate Kincaid vivía en esos momentos un infierno personal y su decisión de exponer a su marido -y a ella misma- al ridículo público y a un juicio siempre le parecería un acto insuficiente y demasiado tardío. Tenía razón. Un abogado no podía ayudarla.