Nadie podía ayudarla.
– Señora Kincaid, ¿cuándo empezó a sospechar de la participación de su marido en la muerte de su hija?
– Durante el juicio de Michael Harris. Yo creía que él, Harris, era el culpable. No pensé que los policías hubieran dejado sus huellas en el lugar del crimen. Incluso el fiscal me aseguró que eso era poco probable. De modo que creí que Harris era el asesino. Deseaba creerlo. Pero durante el juicio uno de los detectives, creo que se llamaba Frankie Sheehan, declaró que habían arrestado a Michael Harris en la empresa donde trabajaba.
– El taller de lavado.
– Sí. Dijo el nombre y la dirección. Y entonces recordé que yo había llevado allí el coche con Stacey. Recordé que sus libros estaban en el asiento trasero. Se lo conté a mi marido y dije que deberíamos decírselo a Jim Camp. Era el fiscal. Pero Sam me disuadió. Dijo que la policía estaba convencida de que el asesino era Michael Harris y que si yo explicaba eso, la defensa lo utilizaría para dar un nuevo giro al caso, como había ocurrido con O. J. Simpson. Dijo que la verdad no saldría a relucir y perderíamos el caso. Me recordó que habían encontrado a Stacey cerca del apartamento de Harris… Sam dijo que probablemente Harris se había fijado en ella el día que habíamos llevado el coche a lavar a ese taller y que había empezado a acosarnos…, a acosar a Stacey. Me dejé convencer por Sam. No estaba segura de que Harris no fuera el asesino. Hice lo que mi marido me ordenó.
– Y Harris se libró de la silla eléctrica.
– Así es.
Bosch se detuvo un momento, para conceder a Kate Kincaid un respiro antes de formularle la siguiente pregunta.
– ¿Qué le hizo cambiar de opinión, señora Kincaid? -preguntó-. ¿Por qué envió esas notas a Howard Elias?
– Yo seguía sospechando. Un día, hace unos meses, oí parte de una conversación que mi marido mantenía con su… su amigo.
Kate pronunció la última palabra como si fuera el peor insulto que uno pudiera proferir contra una persona.
– ¿Richter?
– Sí. Ellos creían que yo había salido. Suponían que había ido a almorzar con unas amigas al club Mountaingate. Pero yo había dejado de salir con mis amigas después de que Stacey… Ese tipo de cosas ya no me interesaban. Solía decirle a mi marido que salía a almorzar, pero en realidad iba a visitar a Stacey al cementerio…
– Comprendo.
– No, no creo que lo comprenda, detective Bosch.
Bosch asintió.
– Lo siento. Tiene usted razón, señora Kincaid. Continúe.
– Aquel día se puso a llover. Como hoy, una lluvia pertinaz, triste. De modo que me quedé sola unos momentos y regresé a casa antes de lo previsto. Supongo que no me oyeron entrar debido a la lluvia. Pero yo sí les oí a ellos. Estaban hablando en el despacho… Como seguía sospechando de mi marido, me acerqué para escuchar. No hice el menor ruido. Me acerqué a la puerta y escuché lo que decían.
Bosch se inclinó hacia adelante: era el momento crucial. Dentro de unos momentos sabría si Kate Kincaid había sido sincera con él. El detective dudaba de que dos hombres implicados en el asesinato de una niña de doce años se pusieran a hablar tranquilamente del asunto. Si Kate Kincaid insistía en que era cierto, Bosch comprendería que había mentido.
– ¿Qué dijeron?
– No se trataba de una conversación, ¿comprende? Eran comentarios breves. Me di cuenta de que estaban hablando de niñas. De distintas niñas. Eran unos comentarios asquerosos. Yo no tenía ni idea de lo bien organizado que estaba eso. Me había engañado a mí misma pensando que si mi marido le había hecho algo a Stacey habría sido por alguna debilidad, algún defecto contra el cual él luchaba. Pero estaba equivocada. Estos hombres eran unos depravados perfectamente organizados.
– Así que se quedó usted junto a la puerta escuchando… -dijo Bosch para retomar el tema.
– Mi marido y Richter no conversaban. Hacían comentarios. Por la forma en que se expresaban, deduje que estaban mirando algo. Tenían conectado el ordenador, oí el teclado y otros sonidos. Más tarde, cuando pude utilizar el ordenador, comprobé lo que estaban mirando. Eran imágenes de niñas de diez u once años…
– Volveremos al asunto del ordenador dentro de un momento, pero ahora cuénteme lo que oyó. ¿Por qué esos comentarios le indujeron a pensar que se trataba de algo relacionado con Stacey?
– Porque dijeron su nombre. Oí que Richter decía: «Ahí está». Mi marido pronunció entonces su nombre. Lo dijo de una forma, como si la deseara… No era la forma en que lo habría pronunciado un padre o un padrastro. Luego se quedaron callados. Comprendí que la estaban mirando. Estaba segura de ello.
Bosch pensó en lo que había visto en el ordenador de Rider la noche anterior. Le resultaba difícil imaginar a Kincaid y a Richter sentados en un despacho contemplando esas imágenes, reaccionando de forma muy distinta a como lo había hecho él.
– Richter preguntó a mi marido si había hablado con el detective Sheehan. Mi marido preguntó: «¿Sobre qué?». Richter respondió que sobre el dinero por haber colocado las huellas en el libro de Stacey. Mi marido soltó una carcajada y contestó que no le había pagado nada. Luego le contó a Richter lo que yo le había dicho durante el juicio, que había llevado el coche al taller de lavado donde trabajaba Harris. Se echaron a reír y mi marido dijo, lo recuerdo con toda claridad: «Toda mi vida he tenido mucha suerte…». Y entonces lo comprendí. Él la había matado. Ellos la habían matado.
– Y decidió usted ayudar a Howard Elias.
– Sí.
– ¿Por qué a Elias? ¿Por qué no acudió a la policía?
– Porque sabía que nunca acusarían a mi marido. Los Kincaid son una familia poderosa. Creen que están por encima de la ley, y lo están. El padre de mi marido llenó los bolsillos de todos los políticos que hay en esta ciudad. Demócratas, republicanos… Todos estaban en deuda con él. Había además otro problema. Llamé a Jim Camp y le pregunté qué ocurriría si descubrían que no había sido Harris sino otra persona quien había matado a Stacey. Me dijo que no podrían probarlo debido al primer caso. La defensa se referiría al primer juicio y alegaría que el año anterior estaban convencidos de que el culpable era otro. Eso bastaría para que el jurado tuviera una duda razonable. De modo que el caso no prosperaría.
Bosch asintió. Sabía que Kate Kincaid estaba en lo cierto. El hecho de haber colgado el crimen a Harris había fastidiado el caso.
– Creo que es un buen momento para tomarnos un respiro -dijo Bosch-. Tengo que hacer una llamada.
Bosch apagó la grabadora. Luego sacó el móvil del maletín y dijo a Kate Kincaid que mientras telefoneaba echaría un vistazo a la otra parte de la casa.
Mientras atravesaba el elegante comedor y se dirigía hacia la cocina, Bosch llamó al móvil de Lindell. El agente del FBI respondió de inmediato. Bosch habló en voz baja, confiando en que Kate Kincaid no le oyera desde el salón.
– Soy Bosch. Estamos de suerte. Tenemos a una testigo dispuesta a cooperar.
– ¿Lo estás grabando?
– Sí. Dice que su marido mató a su hija.
– ¿Y Elias?
– Aún no hemos llegado a ese tema. Quería que lo supieras para que empecéis a moveros.
– Daré la orden.
– ¿Habéis visto a alguien?
– Todavía no. Al parecer el marido aún está en casa.
– ¿Y Richter? También está implicado. Ella me lo ha contado todo.
– No estamos seguros de dónde está. Si se encuentra en casa, aún no ha salido. Pero daremos con él.
– Buena suerte.