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Después de apagar el móvil, Bosch se detuvo en la puerta de la cocina y observó a Kate Kincaid. Estaba de espaldas a él, inmóvil, como si tuviera la vista fija en el sillón que él había ocupado frente a ella.

– ¿Quiere que le traiga un vaso de agua, señora Kincaid? -preguntó Bosch al entrar de nuevo en la sala de estar.

– No, gracias. Estoy bien.

Bosch puso de nuevo la grabadora en marcha y se identificó a sí mismo y anunció el tema de la entrevista. Dijo la hora exacta y la fecha.

– Le he leído sus derechos, ¿no es así, señora Kincaid?

– Así es.

– ¿Desea proseguir con la entrevista?

– No tengo inconveniente.

– Hace unos minutos me ha dicho que decidió ayudar a Howard Elias. ¿Por qué motivo?

– Iba a querellarse contra la policía en nombre de Michael Harris. Yo quería que exoneraran a Harris y que condenaran a mi marido y a sus amigos. Sabía que las autoridades probablemente no lo harían. Pero también sabía que Howard Elias no formaba parte de esa gente. No se dejaba controlar por el dinero y el poder. Sólo le interesaba la verdad.

– ¿Habló usted personalmente con el señor Elias?

– No. Temía que mi marido me estuviera vigilando. Desde el día en que le oí hablar con Richter y comprendí que había sido él, me resultaba imposible ocultar el asco que me inspiraba. Supongo que él se dio cuenta y ordenó a Richter que me vigilara. A Richter o a otras personas que trabajaban para él.

Bosch pensó que Richter tal vez la había seguido y andaba cerca. Lindell le había dicho que no sabían dónde se encontraba el jefe de seguridad. Bosch miró la puerta principal y se percató de que la había dejado abierta.

– Así que le envió usted unas notas a Elias.

– Sí, anónimas. Yo quería que acusara a esas personas, pero sin involucrarme a mí… Sé que obré mal, que fui una mala madre. Supongo que me hice la ilusión de que pondrían al descubierto a los hombres malos sin salpicar a la mujer mala.

Bosch descubrió un gran dolor en los ojos de Kate Kincaid cuando dijo eso y pensó que se echaría a llorar de nuevo, pero no lo hizo.

– Tengo que hacerle unas preguntas más -dijo-. ¿Cómo averiguó la dirección de la página web y la forma de entrar en la web secreta?

– ¿Se refiere a la web de Charlotte? Mi marido no es un hombre inteligente, detective Bosch. Es rico, lo cual siempre da un aire de inteligencia. Apuntó la dirección para no tener que memorizarla y la ocultó en un cajón de la mesa de su despacho. Yo la encontré. Sé cómo utilizar un ordenador. Fui a ese espantoso lugar… Y allí vi a Stacey.

A Bosch le extrañó que las lágrimas siguieran sin brotar. Kate Kincaid se expresaba con voz átona. Daba la impresión de que recitaba la historia por obligación. El impacto que ésta hubiera tenido sobre ella lo había archivado en su interior, impidiendo que aflorara a la superficie.

– ¿Cree usted que el hombre que aparece en las imágenes con Stacey es su marido?

– No. No sé quién es ese hombre.

– ¿Cómo puede estar segura?

– Mi marido tiene una marca de nacimiento. Una marca en la espalda. Aunque no es inteligente, como ya le he dicho, es lo bastante listo para no aparecer en esa web.

Bosch reflexionó sobre lo que acababa de oír. No dudaba de la historia que le había relatado Kate Kincaid, pero sabía que era necesario hallar pruebas lo suficientemente contundentes para acusar a Kincaid. Así como Kate desconfiaba de lograr convencer a las autoridades de lo que sabía, Bosch necesitaba presentarse en el despacho del fiscal del distrito con las pruebas suficientes para demostrar que Sam Kincaid era más allá de toda duda el autor del crimen. En esos momentos lo único que tenía era a una esposa que acusaba a su marido de una atrocidad. El hecho de que Kincaid no fuera el hombre que aparecía en las imágenes de la web con su hijastra constituía un obstáculo a la hora de corroborar la historia de Kate. Bosch pensó en los registros. En esos momentos la policía habría entrado en el domicilio y la oficina de Kincaid. Bosch confiaba en que hallaran pruebas que corroboraran la historia de su mujer.

– En la última nota que usted envió a Howard Elias le advertía que su marido lo sabía -dijo Bosch-. ¿Se refería a que su marido sabía que Elias había hallado la web secreta?

– Sí, en aquel momento pensé que lo sabía.

– ¿Qué le indujo a pensarlo?

– La forma en que mi marido se comportaba. Estaba siempre de mal humor, recelaba de mí. Me preguntó si había utilizado su ordenador. Eso me hizo sospechar que habían descubierto que alguien había estado husmeando en su ordenador. Envié la nota a Elias, pero ahora no estoy segura de que mi marido lo supiera.

– Explíquese. Howard Elias ha muerto.

– No estoy segura de que mi marido lo matara. Me lo habría dicho.

– ¿Qué? -preguntó Bosch, desconcertado por la lógica de Kate.

– Él me lo habría dicho. Si me había confesado lo de Stacey, ¿por qué no iba a confesarme lo de Elias? Aparte de que usted mismo ha averiguado lo de la web. Si ellos sospechaban que Elias lo sabía, ¿no cree que habrían cerrado esa web o se habrían ocultado en otra parte?

– No, en el caso de que hubieran decidido asesinar al intruso.

Kate meneó la cabeza. Era obvio que no estaba de acuerdo con Bosch.

– Estoy segura de que mi marido me lo habría dicho.

Bosch no salía de su asombro.

– Espere un momento -dijo-. ¿Se refiere a la escena que tuvo con su marido y que mencionó al comienzo de esta entrevista?

En aquel momento sonó el busca del detective, y éste lo desconectó sin apartar la vista de Kate Kincaid.

– Sí.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Anoche.

– ¿Anoche?

Bosch se quedó perplejo. Había deducido que la confesión del asesinato a la que se había referido Kate había ocurrido hacía varias semanas o incluso meses.

– Sí. Cuando ustedes se marcharon. Por las preguntas que nos hizo usted comprendí que había encontrado las notas que yo envié a Howard Elias. Sabía que más pronto o más tarde hallaría la web de Charlotte.

Bosch miró su busca. El número pertenecía al móvil de Lindell. En la minúscula pantalla aparecía el código de emergencia 911. Luego alzó la vista y contempló de nuevo a Kate Kincaid.

– Así que por fin logré reunir el valor que no había tenido durante esos meses y me encaré con él. Y él me lo confesó. Y se rió de mí. Me preguntó a qué venía que me alterara de ese modo cuando no había demostrado la menor preocupación mientras Stacey estaba viva.

El móvil de Bosch comenzó a sonar dentro de su maletín. Kate Kincaid se levantó lentamente y dijo:

– Voy a salir para que pueda usted hablar tranquilamente.

Mientras Bosch recogía el maletín del suelo observó que Kate tomaba su bolso, atravesaba la sala y se dirigía por el pasillo hacia la habitación de su desgraciada hija. Después de varios intentos logró abrir el maletín y sacar el móvil. Era Lindell.

– Estoy en la casa -dijo el agente del FBI con voz tensa debido a la adrenalina y a los nervios-. Kincaid y Richter están aquí. No es una escena agradable.

– ¿Qué pasa?

– Están muertos. Y no parece que murieran en el acto. Les dispararon en los huevos… ¿Estás aún con la esposa?

Bosch miró hacia el pasillo.

– Sí.

En el preciso instante de decir eso oyó una detonación procedente del pasillo. Bosch adivinó en el acto lo que había ocurrido.

– Será mejor que la traigas aquí -dijo Lindell.

– Bien.

Bosch cerró el móvil y lo guardó de nuevo en el maletín, sin apartar la vista del pasillo.

– ¿Señora Kincaid?

No hubo respuesta. Lo único que se oía era la lluvia.

32

Cuando Bosch abandonó Brentwood y subió la colina hasta The Summit eran casi las dos. Mientras conducía bajo la lluvia pensó en el rostro de Kate Kincaid. Bosch no había tardado ni diez segundos en llegar a la habitación de Stacey después de oír la detonación, pero la mujer ya estaba muerta. Había utilizado una pistola del veintidós, se había introducido el cañón en la boca y se había volado los sesos. La muerte había sido instantánea. La reculada de la pistola había hecho que ésta cayera al suelo. No se apreciaba un orificio de salida de la bala, como solía ocurrir con una pistola del veintidós. Kate Kincaid parecía dormida. Se había cubierto con la manta rosa del lecho de su hija y presentaba una expresión serena. Ni el más experto embalsamador le habría conferido mejor aspecto.