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Frente a la residencia de los Kincaid estaban aparcados varios automóviles y furgonetas. Bosch tuvo que dejar su coche tan lejos de la casa que cuando llegó a la puerta tenía la gabardina empapada. Lindell le aguardaba fuera.

– Esto se ha ido a la mierda -dijo el agente del FBI a modo de saludo.

– Ya.

– ¿Crees que deberíamos haberlo previsto?

– No lo sé. Es difícil adivinar lo que va a hacer la gente.

– ¿A quién dejaste allí?

– Al forense y a unos agentes de Robos y Homicidios que se encargan del caso.

Lindell asintió.

– Yo ya he visto lo que tenía que ver. Enséñame lo que tienes aquí.

Los dos hombres entraron en la casa y Lindell condujo a Bosch hasta el gigantesco salón donde había conversado con los Kincaid la tarde del día anterior. Enseguida vio los cadáveres. Sam Kincaid ocupaba el mismo sofá en el que Bosch le había visto por última vez. D. C. Richter estaba en el suelo junto a la ventana que daba al valle de San Fernando. En aquellos momentos no se divisaba una vista de avión, sino un panorama triste y plomizo. El cadáver de Richard yacía en un charco de sangre. El tapizado del sofá había embebido la sangre de Kincaid. Unos técnicos estaban trabajando en la habitación, en la que habían instalado unas luces. Bosch observó que habían colocado unos marcadores de plástico en el suelo y sobre los muebles, donde habían localizado unos casquillos del calibre veintidós.

– En Brentwood encontraste una pistola del veintidós, ¿no es así?

– Sí, es la que usó la señora Kincaid.

– ¿No se te ocurrió registrarla antes de empezar a hablar con ella?

Bosch miró enojado al agente del FBI.

– ¿Estás de broma? La mujer se sometió voluntariamente al interrogatorio. Por si no lo sabes, la primera regla es evitar que el sujeto se sienta como un sospechoso antes de empezar a interrogarle. No la registré, y habría sido un error…

– Lo sé, lo sé. Perdona, no debí preguntártelo. Es que…

Lindell no terminó la frase, pero Bosch sabía adónde quería ir a parar.

– ¿Ha aparecido el viejo? -preguntó para cambiar de tema.

– ¿Jack Kincaid? No, enviamos a unos agentes a su casa. Tengo entendido que se lo ha tomado muy mal. Ha llamado a todos los políticos a quienes dio dinero. Debe de pensar que el ayuntamiento o el alcalde son capaces de devolverle la vida a su hijo.

– Él sabía lo que era su hijo. Seguramente lo supo desde un principio. Por eso ha hecho esas llamadas. No quiere que la prensa lo publique.

– No sé cómo va a evitarlo. Hemos encontrado unas cámaras de vídeo digitales y demás material. No nos será difícil relacionar a Sam Kincaid con la web de Charlotte. De eso estoy seguro.

– Ya veremos. ¿Dónde está Irving?

– Viene de camino.

Bosch se acercó al sofá y se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas para examinar de cerca al difunto zar de los automóviles. Tenía los ojos abiertos y la mandíbula crispada en una última mueca. Lindell había estado en lo cierto al decir que no había sido una muerte agradable. Bosch recordó la expresión de la esposa de Kincaid en el momento en que ésta se había suicidado. No había comparación.

– ¿Cómo crees que ella logró acabar con los dos? -preguntó Bosch observando los cadáveres mientras Lindell respondía a su pregunta.

– Si le disparas a un tío en los cojones es difícil que se te rebele. Por la sangre que Kincaid tiene en la entrepierna, yo diría que su mujer le disparó primero en los huevos, y que eso le permitió hacerse con el control de la situación.

Bosch asintió de nuevo.

– ¿Richter no iba armado?

– No.

– ¿Habéis encontrado un arma de nueve milímetros?

– No, todavía no. -Lindell dirigió a Bosch otra mirada de frustración.

– Tenemos que encontrar esa pistola del nueve -dijo Bosch-. La señora Kincaid consiguió que confesaran lo que le habían hecho a la niña pero no dijo nada sobre Elias. Hay que dar con la pistola del nueve para relacionarlos con el asesinato de Elias y acabar con este asunto.

– La estamos buscando. Si alguien encuentra una pistola del nueve, seremos los primeros en saberlo.

– ¿Has enviado a algunos agentes a registrar el domicilio, el coche y la oficina de Richter? Estoy convencido de que fue el autor material de los disparos.

– Estamos en ello, pero no te hagas muchas ilusiones.

Bosch trató de adivinar los pensamientos del agente del FBI pero no lo consiguió. Intuía que éste le ocultaba algo.

– ¿A qué viene eso?

– Edgar consiguió esta mañana su historial de la academia de policía.

– Sabemos que no consiguió ingresar en el cuerpo. ¿Has averiguado el motivo?

– Al parecer estaba ciego de un ojo. El izquierdo. Richter trató de ocultarlo. Y lo consiguió hasta que tuvo que demostrar su puntería con las armas de fuego. Era incapaz de acertar en el blanco. Así fue como se enteraron del defecto que padecía. Y lo echaron.

Bosch asintió. Pensó en los disparos certeros efectuados en Angels Flight y comprendió que este nuevo dato sobre Richter alteraba la situación. Richter no podía ser el asesino.

El ruido de un helicóptero interrumpió sus reflexiones. Al mirar por la ventana vio un helicóptero del Canal Cuatro sobrevolando la mansión, a unos cincuenta metros de distancia. A través de la lluvia distinguió al cámara apostado en la puerta corredera.

– Malditos buitres -comentó Lindell-. Ni la lluvia consigue que se queden en casa.

El agente del FBI se acercó a la puerta junto a la que había un panel de interruptores de luz y otros controles electrónicos. Oprimió un botón redondo y mantuvo el dedo sobre él. Bosch percibió el rumor de un motor eléctrico y observó una persiana automática que iba cayendo sobre las ventanas.

– Debido a la verja electrónica no pueden acercarse a esta casa por tierra -dijo Bosch-, así que lo hacen por aire.

– Me tiene sin cuidado. Ya veremos si se salen con la suya.

A Bosch también le tenía sin cuidado. Miró de nuevo los cadáveres. A juzgar por el color y el leve hedor que emanaban, dedujo que los dos hombres llevaban muertos varias horas. Se preguntó si Kate Kincaid habría permanecido todo ese tiempo en la casa con los cadáveres o bien habría ido a Brentwood y habría dormido en el lecho de su hija.

Bosch se inclinó por la segunda hipótesis.

– ¿Han fijado ya la hora de la muerte? -preguntó.

– Sí. El forense la sitúa entre las nueve y las doce de anoche. Dijo que la sangre indica que quizá permanecieron vivos durante un par de horas entre el primer disparo y el último. Todo hace suponer que la señora Kincaid deseaba obtener cierta información y ellos se negaron a dársela… al principio.

– Su marido confesó. No sé si Richter también, aunque lo más probable es que la señora Kincaid no se molestara en interrogarle. Pero su marido le contó todo lo que le hizo a Stacey. Y ella lo mató. Los mató a los dos. El hombre que aparece con la niña en las imágenes de la web no era Sam Kincaid. Pide al forense que tome unas fotografías del torso de Richter para que podamos compararlas. Quizá fuera él.

Lindell señaló los dos cadáveres.

– Lo haré. ¿Qué opinas? ¿Que la señora Kincaid los mató y luego fue a acostarse?