– Pasa -dijo alzando la vista-. Estamos terminando. ¿Te han asignado el caso, Harry?
– Sí. ¿Tienes algo para mí, algo que me pueda ayudar a resolverlo?
Bosch entró en el coche, seguido de Edgar y Rider. Como se trataba de un funicular, el suelo consistía en unos escalones que conducían a la otra puerta. Los asientos también estaban escalonados, a ambos lados del pasillo central.
Bosch observó los asientos de madera y recordó lo duros que le parecían cuando era un niño delgaducho.
– Me temo que no -respondió Hoffman-. No hemos descubierto nada interesante.
Bosch asintió con la cabeza y bajó unos escalones para dirigirse hacia el primer cadáver. Observó a Catalina Pérez como si se tratara de una escultura en un museo. El objeto que tenía ante sí apenas le parecía humano. Bosch estudió los detalles para hacerse una idea de lo ocurrido. De pronto se fijó en la mancha de sangre y en el pequeño orificio que había hecho la bala en la camiseta de la mujer asesinada. El proyectil la había alcanzado en el corazón. Bosch reflexionó sobre el particular e imaginó al asesino situado en la puerta del coche, a cuatro metros de distancia.
– Excelente puntería, ¿verdad?
Era la ayudante que Bosch no conocía. La miró y asintió con la cabeza. Estaba pensando lo mismo, que el asesino era un experto en el manejo de armas de fuego.
– Creo que no nos conocemos. Me llamo Sally Tam.
La técnica le tendió la mano y Bosch se la estrechó. Ambos llevaban puestos unos guantes de goma. Bosch se presentó.
– Hace unos minutos he oído hablar a alguien de usted, sobre el caso de los huevos duros -dijo la técnica.
– Pura suerte.
Bosch sabía que sus compañeros le tomaban el pelo a propósito de ese caso. Todo comenzó cuando un reportero del Times oyó hablar del asunto y escribió un artículo exagerando las dotes de Bosch, hasta el extremo de presentarlo como un pariente lejano de Sherlock Holmes.
Bosch señaló por encima de Tam y dijo que necesitaba pasar para echar un vistazo al otro cadáver. La técnica se apartó, y Harry pasó ante ella procurando no rozarla. Luego la oyó presentarse a Rider y a Edgar. Bosch se acuclilló para examinar el cadáver de Howard Elias.
– ¿Así es como lo encontrasteis? -preguntó a Hoffman, que estaba agachado junto a su instrumental, a los pies del difunto.
– Prácticamente. Lo volvimos para registrarle los bolsillos, pero luego lo colocamos de nuevo como estaba. En el asiento que tienes detrás hay unas polaroids, por si quieres verificarlo. El equipo forense las tomó antes de que tocáramos el cadáver.
Bosch examinó las fotos. Hoffman tenía razón. El cadáver estaba en la misma posición en la que él lo había encontrado.
Harry giró la cabeza del cadáver con ambas manos para estudiar las heridas. La interpretación de Garwood había sido correcta. El orificio de entrada de la bala situado en la nuca era una herida de contacto. Aunque estaba parcialmente oculta por la sangre adherida al cabello, aún se apreciaban las quemaduras causadas por la pólvora y unos desgarrones que formaban un dibujo circular en torno a la herida. El disparo en el rostro era limpio. Eso no quería decir que no hubiera sangre, la había en gran cantidad, sino que no se observaban quemaduras de pólvora en la piel. La bala que le había herido en el rostro había sido disparada a bastante distancia.
Bosch alzó el brazo del cadáver y volvió la mano boca arriba para examinar la herida de entrada en la palma. Movió el brazo con toda facilidad. El aire fresco de la noche había retrasado el rigor mortis. En la palma de la mano no se observaban quemaduras de bala. Bosch calculó que el arma se hallaba al menos a un metro de la mano en el momento en que el asesino disparó la bala. Si Elias había extendido el brazo con la palma hacia arriba, había que añadir otro metro de distancia.
Edgar y Rider se acercaron al segundo cadáver. Bosch sintió la presencia de los detectives tras de sí.
– Entre dos y dos metros y medio de distancia, a través de la mano y entre los ojos -dijo Bosch-. Este tío sabe disparar. Será mejor que no lo olvidemos cuando tengamos que abatirlo.
Nadie dijo nada. Bosch confiaba en que sus compañeros hubieran captado el tono de confianza y de advertencia con que había pronunciado la última frase. Cuando se disponía a depositar la mano del cadáver en el suelo observó un rasguño que le recorría la muñeca y el canto de la mano. Harry dedujo que la herida se había producido cuando el asesino le había quitado a Elias el reloj. Examinó la herida detenidamente. No había sangre. Era una laceración limpia y blanca que discurría por la superficie de la piel tostada, aunque lo suficientemente profunda para haber sangrado.
Bosch reflexionó unos momentos sobre el asunto. El asesino no había disparado a la víctima en el corazón sino en la cabeza. El desplazamiento de sangre de las heridas indicaba que el corazón había continuado latiendo durante varios segundos como mínimo después de que Elias cayera abatido. Todo indicaba que el asesino le había arrancado el reloj poco después de dispararle; evidentemente, no tenía motivos para demorarse. Sin embargo, el rasguño de la mano no había sangrado. Daba la impresión de que se había producido mucho después de que el corazón hubiera dejado de latir.
– ¿Qué te parece la tercera herida? -preguntó Hoffman, interrumpiendo por un momento las reflexiones de Bosch.
Hoffman se apartó, y Bosch fue a colocarse a los pies del cadáver. Al acuclillarse de nuevo examinó la tercera herida de bala. La sangre le había empapado los fondillos del pantalón. No obstante, Bosch distinguió el desgarrón y las quemaduras de pólvora donde la bala había atravesado el tejido y se había alojado en el ano de Elias.
El asesino había apoyado el arma con firmeza en el punto donde se unían las costuras del pantalón, y había disparado.
Era un disparo por venganza. Más que un golpe de gracia, indicaba rabia y odio. Contradecía la fría habilidad de los otros disparos. A Bosch también le indicaba que Garwood se había equivocado respecto a la secuencia de los disparos.
Lo que faltaba por ver era si el capitán se había equivocado adrede.
Harry se incorporó y retrocedió hasta la puerta posterior del funicular, para situarse en el sitio donde probablemente se había colocado el asesino.
Observó de nuevo la carnicería que tenía ante sí y asintió con la cabeza, como si tratara de retener todos los detalles en la memoria. Edgar y Rider seguían aún entre los cadáveres, haciendo sus propias observaciones.
Bosch miró hacia los raíles que se extendían hasta el torniquete de la entrada de la estación. Los detectives se habían marchado. Sólo quedaba un coche patrulla aparcado allí abajo y dos agentes que custodiaban la escena del crimen.
Bosch ya había visto bastante. Pasó ante los cadáveres, rodeó cuidadosamente a Sally Tam y se subió al andén. Sus compañeros le siguieron. Edgar pasó más cerca de Tam de lo que hubiera debido.
Bosch se apartó del coche del funicular para hablar en privado con sus compañeros.
– ¿Qué opináis? -preguntó.
– Creo que son auténticas -respondió Edgar, volviéndose para mirar a Tam-. Tienen una forma natural. ¿Tú qué crees, Kiz?
– Muy gracioso -replicó Rider, negándose a seguirle el juego a su compañero-. ¿Podemos hablar del caso?
Bosch admiraba el modo en que Rider encajaba los frecuentes comentarios y bromas subidas de tono de Edgar, sin más que alguna observación sarcástica o alguna queja. Esos comentarios le podrían costar caro a Edgar si Rider se quejaba ante sus jefes. El hecho de que no lo hiciera indicaba que Edgar la cohibía o que sus comentarios no le importaban. Por otra parte, Rider sabía que si presentaba una queja formal conseguiría lo que los policías llaman «la chaqueta K-9», una referencia a la celda de la prisión municipal donde metían a los soplones. Bosch había preguntado una vez a Rider si quería que él hablara con Edgar. En calidad de jefe suyo, Bosch era legalmente responsable de solventar el problema aunque sabía que si hablaba con Edgar, éste se daría cuenta de que había comentado el asunto con ella. Rider también lo sabía. Después de reflexionar brevemente sobre ello, Rider pidió a Bosch que dejara las cosas como estaban. Dijo que no se sentía cohibida por Edgar, aunque a veces sus bromas la molestaban. Pero en cualquier caso, el asunto no tenía mayor importancia.