Bosch reflexionó unos momentos mientras Vascik le explicaba los pormenores de su tarea, hasta que por fin le interrumpió:
– ¿Sabía usted que Elias fue asesinado el viernes por la noche?
– Naturalmente. Era cliente nuestro. Nosotros entregábamos todas las citaciones judiciales correspondientes a sus casos.
– ¿No se le ocurrió llamar al departamento después de que Elias muriera asesinado para contarle a alguien lo ocurrido con Chastain?
– Lo hice -replicó Vascik a la defensiva-. Llamé.
– ¿A quién?
– Llamé al Parker Center y dije que tenía cierta información. Me pasaron con un despacho y le dije al policía que atendió la llamada quién era yo y que tenía cierta información. Él anotó mi nombre y mi número de teléfono y dijo que me llamarían.
– ¿Y no lo hicieron?
– Llamó alguien al cabo de unos cinco minutos. Quizá menos. Enseguida. Yo se lo conté.
– ¿Cuándo ocurrió esto?
– El domingo por la mañana -contestó-. El sábado hice montañismo. Subí a las Vasquez Rocks. No me enteré del asesinato del señor Elias hasta el domingo por la mañana, cuando lo leí en el Times.
– ¿Recuerda el nombre del policía al que dio la información?
– Creo que se llamaba Edgar, pero no sé si ése era su nombre de pila o su apellido.
– ¿Y la persona que atendió su llamada? ¿Le dijo su nombre?
– Creo que sí, pero no lo recuerdo. Dijo que era un agente. Quizá fuera del FBI.
– Haga memoria, Steve. ¿A qué hora hizo usted esa llamada y cuándo le llamó Edgar? ¿Lo recuerda?
Vascik guardó silencio por unos instantes mientras pensaba en ello.
– No me levanté hasta las diez porque tenía unas agujetas tremendas. Luego me tumbé en el sofá y leí el periódico. La noticia estaba en la portada, así que seguramente la leí después de echar una ojeada a la sección de deportes. Y luego llamé. Debió de ser sobre las once. Y a los pocos minutos me llamó ese tal Edgar.
– Gracias, Steve.
Bosch colgó. Sabía que era imposible que Edgar hubiera atendido la llamada en el Parker Center el domingo a las once de la mañana.
Edgar había estado con Bosch toda la mañana del domingo y buena parte del resto de la jornada. Trabajaban en la calle, no en el despacho del Parker Center. Alguien había utilizado el nombre de su compañero. Un policía. Alguien que trabajaba en la investigación había utilizado el nombre de Edgar.
Bosch miró el número del móvil de Lindell y le llamó. Lindell aún lo tenía conectado y respondió inmediatamente.
– Soy Bosch. ¿Recuerdas que el domingo por la mañana, después de que tú y tus hombres os incorporarais al caso, os pasasteis casi toda la mañana en la sala de conferencias revisando los expedientes?
– Sí.
– ¿Quién atendía el teléfono?
– Por lo general nosotros. Y un par de policías.
– ¿Atendisteis la llamada de un tipo que trabaja para una compañía llamada Triple A?
– Me suena. Pero aquella mañana recibimos un montón de llamadas de reporteros y de personas que aseguraban saber algo. Y de chalados que proferían amenazas contra la policía.
– Se llama Steve Vascik, se dedica a entregar citaciones judiciales. Os dijo que tenía cierta información.
– Ya te he dicho que me suena. ¿Es importante, Bosch? Creí que este caso estaba cerrado.
– Lo está. Sólo quería comprobar unos cabos sueltos. ¿A quién pasaste la llamada?
– Esas llamadas de gente que decían tener información se las pasé a los de Asuntos Internos. Para que estuvieran ocupados.
– ¿A quién pasaste la llamada de Vascik?
– No lo sé. Seguramente a Chastain. Él estaba a cargo de ese grupo. No sé si la atendió él mismo o se la pasó a otro. Irving nos instaló una mierda de teléfonos. No podíamos desviar las llamadas de una línea a otra y yo no quería que la línea principal se bloqueara. De modo que tomábamos los números y los pasábamos a otro compañero.
– Vale, gracias. Buenas noches.
– Oye, ¿a qué viene…?
Bosch colgó antes de verse obligado a responder a cualquier pregunta y se puso a reflexionar sobre la información que le había dado Lindell.
Existían muchas posibilidades de que la llamada de Vascik la hubieran pasado a Chastain, quien más tarde habría llamado a Vascik -probablemente desde su despacho para que los otros no le oyeran- y se habría hecho pasar por Edgar.
Bosch tenía que hacer otra llamada. Abrió su agenda telefónica y buscó un número al que hacía varios años que no llamaba. Correspondía al domicilio particular del capitán John Garwood, jefe de la División de Robos y Homicidios.
Aunque ya era tarde, Bosch supuso que esa noche habría pocas personas durmiendo en Los Ángeles. Recordó lo que había dicho Kiz Rider, que Garwood le recordaba a Boris Karloff y que sólo salía de noche.
Garwood respondió al cabo de dos tonos.
– Soy Harry Bosch. Quiero hablar con usted. Esta noche.
– ¿Sobre qué?
– Sobre John Chastain y el caso del Black Warrior.
– No quiero hacerlo por teléfono.
– Muy bien. ¿Dónde nos vemos?
– ¿En la estrella de Frank Sinatra?
– ¿Cuándo?
– Dame media hora.
– Vale, hasta luego.
36
A Sinatra le habían jugado una mala pasada. Hacía unas décadas, la Cámara de Comercio de Hollywood decidió colocar su estrella en la acera de Vine Street en lugar de hacerlo en Hollywood Boulevard. Sin duda pensaron que la estrella de Sinatra constituiría una atracción turística, que la gente bajaría del bulevar para contemplarla y tomar fotografías. Pero ese plan no dio resultado. Frank se hallaba a solas en un lugar al que acudían más fanáticos que turistas. Su estrella estaba situada en un cruce entre dos aparcamientos y junto a un hotel donde uno tenía que convencer al guarda de seguridad para que le abriera la puerta del vestíbulo si quería entrar.
Hace años, cuando Bosch trabajaba en Robos y Homicidios, la estrella de Sinatra constituía un lugar de encuentro entre los detectives que hacían trabajos de campo y entre los detectives y sus soplones. A Bosch no le había sorprendido que Garwood le citara allí, en terreno neutral.
Cuando Bosch llegó a la estrella, Garwood le estaba esperando. Bosch vio su Ford LTD en el aparcamiento.
Garwood le hizo una señal con los faros. Bosch aparcó junto a la acera, frente al hotel, y se apeó del coche. Atravesó Vine hasta el aparcamiento y se sentó en el asiento junto al conductor. Garwood iba con traje, aunque Bosch le había llamado a su casa. Bosch pensó que siempre había visto a Garwood impecablemente vestido, con el nudo de la corbata en su sitio, el botón superior de la camisa siempre abrochado, y recordó de nuevo el comentario de Rider sobre su parecido con Boris Karloff.
– Esos malditos coches -dijo Garwood observando el sedán de Bosch-. Me enteré de que te habían tiroteado.
– Sí. No fue muy divertido.
– ¿De qué querías hablarme, Harry? ¿Cómo es que sigues investigando un caso que el jefe de la policía y todo el mundo da por cerrado?
– Porque hay muchos cabos sueltos, capitán. Y cuando hay tantos cabos sueltos, la madeja acaba por deshacerse.
– Ya veo que no has cambiado. Recuerdo que cuando trabajabas para mí, no podías dejar las cosas en paz. Tú y tus cabos sueltos.
– Hábleme de Chastain.
Garwood se quedó callado, mirando a través del parabrisas. Bosch imaginó que su antiguo capitán no estaba seguro de qué responder.