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Bosch pensó en las imágenes que proyectaban los medios de comunicación y en las que él veía con sus propios ojos. La mayoría de los ciudadanos se habían atrincherado en sus casas, esperando que pasara la tormenta.

Eran gentes de bien, que permanecían encerradas en sus hogares contemplando la televisión y preguntándose si las imágenes que veían en la pantalla correspondían realmente a su ciudad.

Cuando Bosch llegó a la comisaría de la Setenta y siete, comprobó que la fachada aparecía también curiosamente desierta. Vio un autocar de la academia de policía atravesado frente a la entrada, a modo de escudo contra disparos y otros ataques. Pero no se veían ni manifestantes ni policías.

En cuanto Bosch se detuvo ante la puerta, en zona de aparcamiento prohibido, Chastain salió de la parte trasera del autobús y se dirigió apresuradamente hacia él. Iba de uniforme, con el arma en la cadera. Al acercarse, Bosch bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Dónde te has metido, Bosch? Dijiste que tardarías quince minutos.

– Ya lo sé. Sube.

– No, Bosch. No voy a ninguna parte contigo hasta que me digas qué coño estás haciendo aquí. Estoy de guardia.

– Quiero hablar sobre Sheehan y el informe de balística. Sobre el caso Wilbert Dobbs.

Chastain retrocedió un paso, como si el nombre de Dobbs le hubiera impresionado. Bosch observó la cinta de experto tirador que Chastain lucía en el uniforme, debajo de su placa.

– No sé de qué me hablas, pero el caso de Sheehan está cerrado. Frankie ha muerto, Elias ha muerto. Todo el mundo ha muerto. Y ahora tenemos… La ciudad entera ha estallado.

– ¿Y quién tiene la culpa?

Chastain miró a Bosch como si intentara adivinar sus pensamientos.

– ¿A qué viene esto, Bosch? Estás cansado, necesitas dormir. Todos estamos agotados.

Bosch abrió la puerta del coche y se apeó. Chastain retrocedió otro paso y alzó la mano derecha hasta apoyar el pulgar en la parte superior del cinturón, junto a la pistola. Existían unas normas no escritas de enfrentamiento. Esta era una de ellas. Bosch comprendió que pisaba terreno peligroso. Pero estaba preparado.

Bosch se volvió y cerró la puerta del coche. Mientras Chastain observaba ese gesto, Bosch metió la mano rápidamente dentro de la chaqueta, desenfundó su pistola y apuntó a Chastain antes de que el detective de Asuntos Internos pudiera reaccionar.

– De acuerdo, lo haremos como tú quieras. Coloca las manos en el techo del coche -dijo Bosch.

– Pero ¿qué coño…?

– ¡Coloca las manos en el techo del coche!

Chastain alzó las manos.

– Vale, vale… No hace falta que te pongas así, joder.

Chastain se acercó al coche y apoyó las manos en el techo. Bosch se acercó por detrás y le sacó la pistola de la funda.

La introdujo en la suya y retrocedió un paso.

– Imagino que es inútil que te cachee para comprobar si llevas otra pistola, la usaste para matar a Frankie Sheehan, ¿no es cierto?

– No sé de qué cojones me estás hablando.

– No importa.

Bosch apoyó la mano derecha en la espalda de Chastain, le quitó las esposas del cinturón y le esposó los brazos a la espalda.

A continuación se colocó delante de Chastain y le obligó a sentarse en el asiento posterior del sedán, detrás del conductor. Luego se puso al volante, sacó la pistola de Chastain de su funda, la guardó en su maletín y volvió a enfundar su pistola. Por último ajustó el retrovisor para ver bien a Chastain y oprimió el botón que cerraba automáticamente las puertas traseras del vehículo.

– No te muevas para que yo pueda verte en todo momento.

– Pero ¿qué coño te pasa? ¿Adónde me llevas?

Bosch metió la directa y arrancó. Enfiló hacia el oeste hasta llegar a Normandie, donde dobló hacia el norte.

Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se dignara responder a la pregunta de Chastain.

– Vamos al Parker Center -dijo-. Cuando lleguemos allí me contarás lo de los asesinatos de Howard Elias, Catalina Pérez… y Frankie Sheehan.

Bosch sintió que la rabia le atenazaba la garganta. Pensó en uno de los mensajes no verbales que le había transmitido Garwood. Éste quería que se hiciera justicia en las calles, y en aquellos momentos Bosch también.

– De acuerdo, regresemos al Parker -dijo Chastain-. Pero no sabes lo que dices. ¡Estás loco! El caso está cerrado, Bosch. ¡A ver si te enteras!

Bosch recitó la lista de derechos constitucionales que evitaban que un detenido se autoinculpara y preguntó a Chastain si los había entendido.

– Que te den por el culo.

Bosch siguió adelante, echando un vistazo al retrovisor cada pocos segundos.

– Eres policía. Ningún juez creerá que no conocías tus derechos.

Bosch aguardó unos instantes y observó a su detenido por el retrovisor antes de proseguir.

– Tú eras la fuente de Elias, tú le proporcionabas la información que precisaba para un caso. Tú…

– Te equivocas.

– … traicionaste al departamento. Eres el tipo más despreciable que me he echado a la cara, Chastain. ¿No era ésa una de tus expresiones favoritas? Eres un gusano, un pedazo de mierda…, un hijo de puta.

Bosch vio unas barricadas que la policía había levantado en la calle. A unos doscientos metros divisó unas luces azules parpadeantes y el resplandor de un fuego, lo cual indicaba que se acercaban al lugar donde los salvajes habían atacado a los bomberos y prendido fuego al camión.

Al llegar a las barricadas dobló hacia la derecha, y en cada cruce miró hacia el norte en busca de una salida. En aquella zona se sentía fuera de su elemento. Nunca había trabajado en ninguna de las divisiones del departamento en South Central y no conocía bien el lugar. Temía perderse si se alejaba mucho de Normandie, pero al mirar a Chastain por el retrovisor no manifestó su preocupación.

– ¿Quieres contármelo, Chastain, o prefieres seguir mudo?

– No tengo nada que contarte. Disfruta de tus últimos momentos con placa. Lo que haces es un suicidio. Te estás suicidando, Bosch, como tu amigo Sheehan.

Bosch pisó el freno y el coche se detuvo bruscamente. Desenfundó la pistola y se volvió en el asiento, apuntándole con ella.

– ¿Qué has dicho?

Chastain lo miró aterrorizado, temiendo que Bosch estuviera a punto de perder el control.

– Nada, hombre. Sigue conduciendo. Cuando lleguemos al Parker aclararemos este asunto.

Bosch volvió a acomodarse en el asiento y arrancó. Cuatro manzanas después volvió de nuevo hacia el norte, confiando en haber dejado atrás la zona caliente y en poder tomar por Normandie.

– Hace un rato he estado en el sótano del Parker -dijo.

Bosch miró por el retrovisor para ver si su comentario había hecho mella en Chastain. Pero éste permanecía impasible.

– He examinado las pruebas del caso Wilbert Dobbs, y el registro de salida. Tú las sacaste esta mañana, tomaste las balas de la nueve reglamentaria de Sheehan, las que disparó contra Dobbs hace cinco años, y enviaste tres de ellas a balística diciendo que eran las balas extraídas del cuerpo de Howard Elias durante la autopsia. Te lo montaste para hundirlo. Pero el que estás hundido eres tú, Chastain.

Bosch miró por el retrovisor. Chastain había mudado de expresión, acusando el mazado recibido. Bosch se apresuró a rematar la jugada.

– Tú mataste a Elias -dijo en voz baja, esforzándose en apartar la vista del retrovisor y fijarla en la calzada-. Iba a obligarte a subir al estrado para denunciarte. Iba a interrogarte sobre los auténticos resultados de tu investigación porque tú se lo habías contado. El caso era demasiado importante. Elias sabía que si lo ganaba conseguiría un gran prestigio, y decidió prescindir de ti. Estaba dispuesto a sacrificarte con tal de ganarlo. Tú perdiste los papeles. O puede que seas un tipo frío y calculador. El viernes por la noche seguiste a Elias y cuando subió el funicular de Angels Flight lo asesinaste. Luego te diste cuenta de que había otra persona en el coche, Catalina Pérez, y tuviste que matarla también. ¿Me equivoco, Chastain?