Nueve años antes habíamos enterrado a Alejandro de la Vega y al padre Mendoza, fallecidos durante la epidemia de influenza. La salud de don Alejandro nunca se repuso completamente de la experiencia en El Diablo, pero hasta el último día de su vida manejó su hacienda a caballo. Era un verdadero patriarca, ya no quedan hombres como él.
El correo de los indios repartió la noticia de que el padre Mendoza se estaba muriendo y llegaron tribus completas a despedirlo. Vinieron de Alta y Baja California, de Arizona y Colorado, chumash, shoshone y muchos otros. Durante días y noches danzaron, salmodiando cánticos funerarios, y antes de irse colocaron en su tumba regalos de conchas, plumas y huesos. Los más ancianos repetían la leyenda de las perlas, de cómo el misionero las encontró un día en la playa, traídas por los delfines desde el fondo del mar para socorrer a los indios.
De Juliana y Laffite, podréis enteraros por otros medios, ya que no me cabe más en estas páginas. Se ha escrito en los periódicos sobre el corsario, aunque su destino actual es un misterio. Desapareció después que los americanos, a quienes él había defendido en más de una batalla, arrasaron con su imperio en Grande Isle. Puedo deciros solamente que Juliana, convertida en una robusta matrona, ha tenido la originalidad de permanecer enamorada de su marido. Jean Laffite se cambió el nombre, se compró un rancho en Texas y posa de hombre respetable, aunque en el fondo siempre será un bandido, con el favor de Dios. La pareja tiene ocho hijos y he perdido la cuenta de los nietos.
De Rafael Moncada prefiero no hablar, ese bellaco jamás nos dejará en paz, pero a Carlos Alcázar lo despacharon a tiros en una taberna de San Diego, poco después de la primera intervención del Zorro. No encontraron a los culpables, pero se dijo que fueron matones a sueldo. ¿Quién los contrató? Me gustaría deciros que fue Moncada, al enterarse de que su socio lo había engañado con las perlas, pero sería un truco literario para redondear esta historia, porque Moncada estaba de regreso en España cuando balearon a Alcázar. Su muerte, muy merecida, por cierto, dejó el camino libre a Diego de la Vega para cortejar a Lolita, a quien debió confesarle la identidad del Zorro antes de ser aceptado. Estuvieron casados sólo un par de años, porque ella se desnucó cayéndose del caballo. Mala suerte. Años después Diego se casó con otra joven, de nombre Esperanza, quien también murió trágicamente, pero su historia no cabe en este relato.
Si me vierais, amigos, creo que me reconoceríais, ya que no he cambiado mucho. Las mujeres bellas se afean con la edad. Las mujeres como yo envejecen no más, y algunas hasta mejoran de aspecto. Yo me he suavizado con los años. Mi cabello está salpicado de gris, y no se me ha caído, como al Zorro; todavía alcanza para dos cabezas. Tengo algunas arrugas, que me dan carácter, me quedan casi todos los dientes, sigo siendo fuerte, huesuda y bizca. No me veo mal para mis años bien vividos. Eso sí, luzco varias orgullosas cicatrices de sable y de bala, obtenidas ayudando al Zorro en sus misiones de justicia.
Me preguntaréis, sin duda, si continúo enamorada de él, y tendré que confesar que sí, pero no sufro por eso. Recuerdo cuando lo vi por primera vez, él tenía quince años y yo once, éramos un par de mocosos. Yo llevaba un vestido amarillo, que me daba aspecto de canario mojado. Me enamoré de él entonces y ha sido mi único amor, excepto por un breve período en que me encapriché con el corsario Jean Laffite, pero me lo arrebató mi hermana, como sabéis.
Eso no significa que yo sea virgen, ni pensarlo; no me han faltado amantes de buena voluntad, unos mejores que otros, pero ninguno memorable. Por fortuna no me enamoré del Zorro locamente, como le ocurre a la mayoría de las mujeres al conocerlo; siempre he mantenido la cabeza fría con respecto a él. Me di cuenta a tiempo de que nuestro héroe sólo es capaz de amar a aquellas que no le corresponden, y decidí ser una de ellas. Ha pretendido casarse conmigo cada vez que le falla una de sus novias o se queda viudo -eso ha ocurrido un par de veces-, y me he negado. Tal vez por eso sueña conmigo cuando come pesado. Si yo lo aceptara como marido, muy pronto se sentiría atrapado y yo tendría que morirme para dejarle libre, como hicieron sus dos esposas. Prefiero esperar nuestra vejez con paciencia de beduino. Sé que estaremos juntos cuando él sea un anciano de piernas enclenques y mala cabeza, cuando otros zorros más jóvenes le hayan reemplazado, y en el caso improbable de que alguna dama le abriera su balcón y él no fuera capaz de treparlo. ¡Entonces me vengaré de las penurias que el Zorro me ha hecho pasar!
Y con esto concluye mi narración, queridos lectores. Prometí contaros los orígenes de la leyenda y he cumplido, ahora puedo dedicarme a mis propios asuntos. El Zorro me tiene harta, y creo que ha llegado el momento de ponerle punto final.