La proeza del oso, exagerada y adornada hasta lo imposible, pasó de boca en boca y con el tiempo atravesó el estrecho de Bering, llevada por los comerciantes de pieles de nutria, y llegó hasta Rusia. Diego, Bernardo y García no se salvaron de la paliza propinada por sus padres, pero nadie pudo discutirles el título de campeones. Se guardaron bien, eso sí, de mencionar la pócima de adormidera de Lechuza Blanca.
Su trofeo estuvo en un corral, expuesto a las burlas y peñascos de los curiosos durante unos días, mientras buscaban el mejor toro para combatirlo, pero Diego y Bernardo se apiadaron del oso prisionero y la noche anterior a la pelea lo pusieron en libertad.
En octubre, cuando todavía no se hablaba de otra cosa en el pueblo, atacaron los piratas. Se dejaron caer de súbito, con la experiencia de muchos años de maldad, aproximándose a la costa sin ser vistos en un bergantín provisto de catorce cañones ligeros que había hecho el viaje desde Sudamérica, desviándose por Hawai para aprovechar los vientos que los impulsaron a Alta California. Andaban a la caza de barcos cargados con tesoros de América, que se destinaban a las arcas reales en España. Rara vez atacaban en tierra firme, porque las ciudades importantes podían defenderse y las otras eran demasiado pobres, pero llevaban una eternidad navegando sin suerte y la tripulación necesitaba agua fresca y quemar un poco de energía.
El capitán decidió visitar Los Ángeles, aunque no esperaba encontrar nada interesante allí, sólo alimentos, licor y motivo de diversión para sus muchachos. Contaban con que no habría resistencia, porque les precedía la mala fama que ellos mismos se encargaban de difundir, historias horripilantes de sangre y ceniza, de cómo picaban a los hombres en pedazos, destripaban a las mujeres preñadas y ensartaban a los niños en garfios y los colgaban de los mástiles como trofeos.
La reputación de bárbaros les convenía. En los asaltos les bastaba anunciarse con unos cuantos cañonazos, o aparecer dando aullidos, para que la población saliera volando, así ellos recogían el botín sin el incordio de pelear.
Echaron el ancla y se dispusieron al ataque. Los cañones del bergantín en este caso resultaban inútiles, porque no alcanzaban a Los Ángeles. Desembarcaron en lanchones, con los cuchillos entre los dientes y los sables en las manos, como una horda de demonios. A medio camino tropezaron con la hacienda De la Vega. La gran casa de adobe, con sus techos rojos, sus trinitarias moradas trepando por las paredes, su jardín de naranjales, su aire amable de prosperidad y paz, resultó irresistible para esos groseros navegantes, que llevaban mucho tiempo alimentados de agua verde, charqui hediondo y galletas agusanadas y duras como piedra calcinada.
Nada sacó su capitán con bramar que el objetivo era el pueblo; sus hombres se abalanzaron sobre la hacienda pateando a los perros y disparando a quemarropa contra el par de indios jardineros que tuvieron la desgracia de salirles al paso.
En esos momentos Alejandro de la Vega se encontraba en la ciudad de México, comprando muebles más graciosos que los armatostes de su casa, terciopelo dorado para hacer cortinas, cubiertos de plata maciza, vajilla inglesa y copas de cristal de Austria. Con ese regalo de faraón pensaba conmover a Regina, a ver si de una vez por todas dejaba sus hábitos de india y se inclinaba hacia el refinamiento europeo que él pretendía para su familia.
Sus negocios iban viento en popa y podía darse el gusto de vivir por primera vez como correspondía a un hombre de su linaje. No podía sospechar que mientras él regateaba el precio de las alfombras turcas, su casa era atropellada por treinta y seis desalmados.
Regina despertó con los ladridos escandalosos de los perros. Su pieza quedaba en un pequeño torreón, única audacia en la arquitectura chata y pesada de la casa. La luz tímida de esa hora temprana alumbraba el cielo con tonos anaranjados y entraba por su ventana, que carecía de cortinas o persianas. Se arropó con un chai y salió descalza al balcón a ver qué les pasaba a los perros, justo cuando los primeros asaltantes forzaban el portón de madera del jardín. No se le ocurrió que fueran piratas, porque jamás los había visto, pero no se detuvo a averiguar su identidad.
Diego, que a los diez años todavía compartía la cama con su madre cuando su padre no estaba, la vio pasar a la carrera en camisón de dormir. Regina cogió al vuelo un sable y una daga colgados en la pared, que no se habían usado desde que su marido dejara la carrera militar pero que se mantenían afilados, y bajó la escalera llamando a gritos a la servidumbre. Diego saltó también de la cama y la siguió.
Las puertas de la casa eran de roble y en ausencia de Alejandro de la Vega se atrancaban por dentro con una pesada barra de hierro. El ímpetu de los piratas se estrelló contra ese obstáculo invulnerable y eso dio tiempo a Regina de repartir las armas de fuego guardadas en los arcones y disponer la defensa.
Diego, todavía sin despabilarse por completo, se encontró ante una mujer desconocida que apenas tenía un vago aire familiar. Su madre se había transformado en pocos segundos en Hija de Lobo. Se le había erizado el cabello, un brillo feroz en los ojos le daba aspecto de alucinada y mostraba los dientes, echando espuma por la boca, como perro con rabia, mientras ladraba órdenes a los empleados en su lengua nativa.
Blandía un sable en una mano y una daga en la otra cuando cedieron las persianas que protegían las ventanas del piso principal y los primeros piratas irrumpieron en la casa. A pesar del estruendo del asalto, Diego alcanzó a oír un alarido, que más pareció de júbilo que de terror, salir de la tierra, recorrer el cuerpo de su madre y estremecer las paredes.
La vista de esa mujer apenas cubierta por la tela delgada de un camisón, que les salía al encuentro enarbolando dos aceros con un ímpetu imposible en alguien de su tamaño, sorprendió por unos segundos a los asaltantes. Eso dio tiempo a los empleados que disponían de armas para disparar. Dos filibusteros cayeron de bruces con los fogonazos y un tercero se tambaleó, pero no hubo tiempo de recargar, ya otra docena trepaba por las ventanas.
Diego cogió un pesado candelabro de hierro y salió a la defensa de su madre mientras ésta retrocedía hacia el salón. Había perdido el sable y sujetaba la daga a dos manos, dando mandobles a ciegas contra los vándalos que la cercaban. Diego metió el candelabro entre las piernas de uno, lanzándolo al suelo, pero no alcanzó a descargarle un garrotazo porque una brutal patada en el pecho lo proyectó contra la pared.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí aturdido, porque las versiones del asalto que se dieron más tarde fueron contradictorias. Unos le atribuyeron horas, pero otros dijeron que en pocos minutos los piratas mataron o hirieron a cuantos se cruzaron en su camino, destrozaron lo que no pudieron robar y antes de encaminarse hacia Los Ángeles prendieron fuego a los muebles.
Cuando Diego recuperó el conocimiento todavía los malhechores recorrían la casa buscando qué llevarse y ya el humo del incendio se colaba por los resquicios. Se puso de pie con un dolor tremendo en el pecho, que lo obligaba a respirar a sorbitos, y avanzó a trastabillones, tosiendo y llamando a su madre. La encontró debajo de la mesa grande del salón, con la camisa de batista empapada en sangre, pero lúcida y con los ojos abiertos.
«¡Escóndete, hijo!», le ordenó ella con la voz entera, y enseguida se desmayó. Diego la tomó por los brazos y con un esfuerzo titánico, porque tenía las costillas aplastadas por la patada recibida, la haló a tirones en dirección a la chimenea. Logró abrir la puerta secreta, cuya existencia sólo él y Bernardo conocían, y la arrastró hacia el túnel. Cerró la trampa desde el otro lado y se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza de su madre sobre las rodillas, mamá, mamá, llorando y rogando a Dios y a los espíritus de su tribu que no la dejaran morir.