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La muchacha creció poco en ese tiempo, era de corta estatura y delgada, con un rostro inolvidable. Su alegría y belleza le dieron notoriedad y cuando cumplió quince años se la disputaban los mejores guerreros de varias tribus. Bernardo vivía con el temor tremendo de que al visitarla un día no estuviera, porque se habría ido con otro. La apariencia del muchacho engañaba, no era demasiado alto ni musculoso, pero tenía una fuerza inesperada y una resistencia de buey para el trabajo físico. Su mudez también engañaba, no sólo porque la gente pensaba que era bobo, sino porque también parecía triste. En realidad no lo era, pero se contaban con los dedos de una mano las personas con acceso a su intimidad, que lo conocían a fondo y habían oído su risa.

Vestía siempre el pantalón y la camisa de lienzo de los neófitos, con una faja tejida en la cintura, y un sarape de varios colores en invierno. Un cintillo en la frente echaba hacia atrás el tupido cabello trenzado, que le caía hasta la mitad de la espalda. Estaba orgulloso de su raza.

Diego, en cambio, tenía el aspecto engañoso de un señorito, a pesar de sus ademanes atléticos y su tez tostada por el sol. De su madre había heredado los ojos y la rebeldía; de su padre tenía huesos largos, facciones cinceladas, elegancia natural y curiosidad por el conocimiento. De ambos obtuvo una impulsiva valentía, que en ocasiones rayaba en la demencia; pero quién sabe de dónde sacó la gracia juguetona, que ninguno de sus antepasados, gente más bien taciturna, demostró jamás.

Al contrario de Bernardo, quien era de una serenidad pasmosa, Diego no podía estar quieto por mucho rato, se le ocurrían tantas ideas al mismo tiempo, que no le alcanzaba la vida para ponerlas en práctica. A esa edad ya vencía a su padre en los duelos de esgrima y no había quien lo superara manejando el látigo. Bernardo le había hecho uno con cuero de toro trenzado, que siempre llevaba en un rollo colgado del cinturón. No perdía ocasión de ejercitarse.

Con la punta del látigo podía arrancar una flor intacta o apagar una vela, también podía quitarle el cigarro de la boca a su padre sin tocarle la cara, pero tal atrevimiento jamás le pasó por la mente. Su relación con Alejandro de la Vega era de temeroso respeto, lo trataba de «su merced» y nunca cuestionaba su autoridad de frente, aunque casi siempre se las arreglaba para hacer a sus espaldas lo que se le antojaba, más por travieso que por rebelde, puesto que admiraba a su padre ciegamente y había asimilado sus severas lecciones de honor.

Estaba orgulloso de ser descendiente del Cid Campeador, hidalgo de pura cepa, pero nunca negaba su parte indígena, porque también sentía orgullo por el pasado guerrero de su madre. Mientras Alejandro de la Vega, siempre consciente de su clase social y de la limpieza de sangre, procuraba ocultar el mestizaje de su hijo, éste lo llevaba con la cabeza en alto. La relación de Diego con su madre era íntima y cariñosa, pero a ella no podía engañarla, como hacía de vez en cuando con su padre. Regina poseía un tercer ojo en la nuca para ver lo invisible y una firmeza de piedra para hacerse obedecer.

Su cargo de alcalde obligaba a Alejandro de la Vega a viajar con frecuencia a la sede de la gobernación en Monterrey. Regina aprovechó una de sus ausencias para llevar a Diego y Bernardo a la aldea de Lechuza Blanca, porque consideró que ya estaban en edad de hacerse hombres; pero eso, como tantas otras cosas, fue algo que no le contó a su marido, para evitar problemas. Con los años las diferencias entre ambos se habían acentuado, ya no bastaban los abrazos nocturnos para reconciliarse. Sólo la nostalgia del antiguo amor los ayudaba a permanecer juntos, a pesar de que vivían en mundos muy distantes y ya poco tenían que decirse.

En los primeros años era tan urgente el entusiasmo amoroso de Alejandro, que más de una vez dio media vuelta en uno de sus viajes y galopó varias leguas sólo para estar un par de horas más con su mujer. No se cansaba de admirar su real belleza, que siempre le alborozaba el espíritu y le inflamaba el deseo, pero al mismo tiempo le avergonzaba su condición de mestiza. Por orgullo fingía ignorar que la cicatera sociedad colonial la rechazaba, pero con el tiempo empezó a culparla a ella por esos desaires; su mujer nada hacía por hacerse perdonar su sangre mezclada, era arisca y desafiante.

Regina se había esforzado al principio por acomodarse a las costumbres de su marido, a su idioma de consonantes ásperas, a sus ideas fijas, a su oscura religión, a los gruesos muros de su casa, a la ropa apretada y los botines de cabritilla, pero la tarea resultaba hercúlea y acabó dándose por vencida. Por amor había tratado de renunciar a sus orígenes y convertirse en española, pero no lo logró, porque seguía soñando en su propia lengua.

Regina no les dijo a Diego y Bernardo las razones del viaje a la aldea de los indios, porque no quiso asustarlos antes de tiempo, pero ellos adivinaron que se trataba de algo especial y secreto, que no podían compartir con nadie y menos con Alejandro de la Vega.

Lechuza Blanca los estaba esperando a medio camino. La tribu había tenido que irse más lejos, empujada hacia las montañas por los blancos, que seguían acaparando tierra. Los colonos eran cada vez más numerosos e insaciables. El inmenso territorio virgen de Alta California empezaba a hacerse chico para tanto ganado y tanta codicia. Antes los cerros estaban cubiertos de pasto siempre verde y alto como un hombre, había vertientes y riachuelos por todos lados, en primavera los campos se cubrían de flores, pero las vacas de los colonos pisotearon el suelo y los cerros se secaron.

Lechuza Blanca vio el futuro en sus viajes chamánicos, sabía que no habría forma de detener a los invasores, pronto su pueblo desaparecería. Aconsejó a la tribu que buscara otros pastizales, lejos de los blancos, y ella misma dirigió el traslado de su aldea varias leguas más lejos. La abuela había preparado para Diego y Bernardo un ritual más completo que las pruebas de bravuconería de los guerreros. No le pareció indispensable colgarlos de un árbol con garfios atravesados en los pectorales, porque eran demasiado jóvenes para eso y además no necesitaba probar su coraje. Se propuso, en cambio, ponerlos en contacto con el Gran Espíritu, para que les revelara sus destinos. Regina se despidió de los muchachos con su habitual sobriedad, indicando que volvería a buscarlos dentro de dieciséis días, cuando hubieran completado las cuatro etapas de su iniciación.

Lechuza Blanca se echó al hombro el saco de su oficio, donde llevaba instrumentos musicales, pipas, plantas medicinales y reliquias mágicas, y echó a andar a largos trancos de caminante hacia los cerros vírgenes. Los chiquillos, llevando por único equipaje unas mantas de lana, la siguieron sin hacer preguntas.

En la primera etapa del viaje anduvieron cuatro días por la espesura sostenidos tan sólo por unos sorbos de agua, hasta que el hambre y la fatiga les produjeron un estado anormal de lucidez. La naturaleza se les reveló en toda su misteriosa gloria, percibieron por primera vez la inmensa variedad del bosque, el concierto de la brisa, la presencia cercana de los animales salvajes, que a veces los acompañaban por largo trecho. Al principio sufrían con los arañazos y cortaduras de las ramas, con el cansancio sobrenatural de los huesos, con el vacío insondable en el estómago, pero al cuarto día andaban flotando en la niebla. Entonces la abuela decidió que estaban listos para la segunda fase del rito y les ordenó cavar un hueco de medio cuerpo de profundidad por uno de diámetro.

Mientras ella preparaba una hoguera para calentar piedras, los niños cortaron y pelaron delgadas ramas de árboles y con ellas montaron una cúpula sobre el hueco, que cubrieron con las mantas. En esa vivienda redonda, símbolo de la Madre Tierra, deberían purificarse y realizar el viaje en busca de una visión, guiados por los espíritus. Lechuza Blanca alimentó un Fuego Sagrado rodeado de rocas, en representación de la fuerza creativa de la vida. Los tres bebieron agua, comieron un puñado de nueces y frutos secos, luego la abuela les ordenó que se desnudaran y, al son de su tambor y su matraca, los hizo danzar frenéticamente durante horas y horas, hasta que cayeron postrados. Los condujo al refugio, donde habían colocado las piedras ardientes, y les dio un brebaje de toloacbe.