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Los jóvenes se sumergieron en el vapor de las rocas húmedas, el humo de las pipas, el olor de las hierbas mágicas y las imágenes que invocaba la droga. En los cuatro días siguientes salieron de vez en cuando a respirar aire fresco, renovar el Fuego Sagrado, recalentar las piedras y alimentarse con unos granos de cereal. A ratos se dormían, sudando.

Diego soñaba que nadaba en aguas heladas con los delfines y Bernardo soñaba con la risa contagiosa de Rayo en la Noche. La abuela los guió en oraciones y cantos, mientras afuera los espíritus de todos los tiempos rondaban la choza. Durante el día se acercaban venados, liebres, pumas y osos; de noche aullaban lobos y coyotes. Un águila planeaba en el cielo, vigilándolos incansable, hasta que estuvieron preparados para la tercera parte del ritual, entonces desapareció.

La abuela les entregó un cuchillo a cada uno, les permitió llevar sus mantas y los envió en direcciones contrarias, uno al este y el otro al oeste, con instrucciones de alimentarse de lo que pudieran hallar o cazar, menos hongos de ninguna clase, y de regresar dentro de cuatro días. Si así lo determina el Gran Espíritu, dijo, encontrarán su visión en ese plazo, de otro modo no ocurrirá en esta ocasión y deberán dejar pasar cuatro años antes de intentarlo de nuevo. A la vuelta dispondrían de los últimos cuatro días para descansar y reincorporarse a una vida normal, antes de regresar a la aldea.

Diego y Bernardo se habían consumido tanto en las primeras etapas del rito, que al verse a la luz espléndida del alba no se reconocieron. Estaban deshidratados, con los ojos hundidos en las cuencas, la mirada ardiente de alucinados, la piel cenicienta estirada sobre los huesos y un aire de tal desolación, que a pesar de la gravedad de la despedida, se echaron a reír. Se abrazaron conmovidos y partieron cada uno por su lado.

Caminaron sin rumbo, sin saber qué buscaban, hambrientos y asustados, alimentándose de raíces tiernas y semillas, hasta que el hambre los incitó a cazar ratones y pájaros con un arco y flechas, hechas con varillas. Cuando la oscuridad les impedía seguir avanzando, preparaban una fogata y se echaban a dormir, tiritando de frío, rodeados de espíritus y de animales silvestres. Despertaban duros de escarcha y doloridos hasta el último hueso, con esa pasmosa clarividencia que suele venir con la extremada fatiga.

A las pocas horas de marcha, Bernardo se dio cuenta de que lo seguían, pero cuando se volvía a mirar a sus espaldas, no veía más que los árboles, vigilándolo como quietos gigantes. Estaba en el bosque, abrazado por helechos de hojas brillantes, rodeado de torcidos robles y fragantes abetos, un espacio quieto y verde, alumbrado por manchones de luz que se filtraban entre las hojas. Era un lugar sagrado.

Habría de transcurrir gran parte de ese día para que su tímido acompañante se revelara. Era un potrillo sin madre, tan joven que todavía se le doblaban las patas, negro como la noche. A pesar de su delicadeza de recién nacido y de su inmensa soledad de huérfano, se podía adivinar al ejemplar magnífico que llegaría a ser. Bernardo comprendió que era un animal mágico. Los caballos andan en manadas, siempre en las praderas, ¿qué hacía solo en el bosque? Lo llamó con los mejores sonidos de su flauta, pero el animal se detuvo a cierta distancia, la mirada desconfiada, las narices abiertas, las patas temblorosas, y no se atrevió a acercarse. El muchacho recogió un puñado de pasto húmedo, se sentó sobre una roca, se lo echó a la boca y empezó a masticarlo, después se lo ofreció al animalito en la palma de la mano.

Pasó un buen rato antes de que éste se decidiera a dar unos pasos vacilantes. Por fin estiró el cuello y se aproximó para olisquear esa pasta verde, observando al muchacho con la mirada prístina de sus ojos castaños, midiendo sus intenciones, calculando su retirada en caso de apuro. Debió de gustarle lo que vio, porque pronto su hocico aterciopelado tocaba la mano extendida para probar el extraño alimento. «No es lo mismo que la leche de tu madre, pero también sirve», susurró Bernardo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía tres años. Sintió que cada una se formaba en su vientre, subía como una bola de algodón por su garganta, se quedaba dándole vueltas en la boca un rato y luego salía entre sus dientes masticada, como el pasto para el potrillo. Algo se le rompió dentro del pecho, una pesada vasija de greda, y toda su rabia, su culpa y sus juramentos de pavorosa venganza se derramaron en un torrente incontenible. Cayó de rodillas sobre la tierra, llorando, vomitando un barro verde y amargo, estremecido por el recuerdo pertinaz de aquella mañana fatídica en que perdió a su madre y con ella perdió también su infancia. Las arcadas le dieron vuelta el estómago al revés y lo dejaron vacío y limpio. El potrillo retrocedió, asustado, pero no se fue, y cuando por fin Bernardo se tranquilizó, pudo ponerse de pie y buscar un charco de agua para lavarse, lo siguió de cerca.

Desde ese momento ya no se separaron más durante los tres días siguientes. Bernardo le enseñó a escarbar con los cascos para encontrar los pastos más tiernos, lo sostuvo hasta que se le afirmaron bien las patas y pudo empezar a trotar, durmió abrazado a él en las noches para darle calor, lo entretuvo con su flauta. «Te llamarás Tornado, si es que te gusta ese nombre, para que corras como el viento», le propuso con la flauta, porque después de aquella única frase había vuelto a refugiarse en el silencio.

Pensó que lo domaría para regalárselo a Diego, porque no se le ocurrió una suerte más apropiada para esa noble criatura, pero cuando despertó al cuarto día, el potrillo se había ido. Se había levantado la niebla y el sol lamía los cerros con la luz blanca del amanecer. Bernardo buscó en vano a Tornado, llamándolo con voz ronca por falta de uso, hasta que comprendió que el animal no había acudido a su lado para tener dueño, sino con el propósito de mostrarle el camino que debía seguir en la vida. Entonces adivinó que su espíritu guía era el caballo y que debía desarrollar sus virtudes: lealtad, fuerza y resistencia. Decidió que su planeta sería el sol y su elemento las colinas, donde seguramente Tornado trotaba en esos momentos a reunirse con su manada.

Diego tenía menos sentido de la orientación que Bernardo y se perdió rápidamente, también tenía menos habilidad para cazar y sólo consiguió un ratón diminuto, que una vez descuerado quedó reducido a un manojo de huesitos patéticos. Acabó devorando hormigas, gusanos y lagartijas. Estaba extenuado por el hambre y las exigencias de los ocho días anteriores y no le alcanzaban las fuerzas para prever los peligros que lo acechaban, pero estaba resuelto a no dejarse tentar por el impulso de retroceder.

Lechuza Blanca le había explicado que el propósito de esa larga prueba era dejar atrás la infancia y convertirse en hombre, no pensaba fallarle a su abuela a medio camino, sin embargo las ganas de echarse a llorar iban ganándole la mano a su determinación. No conocía la soledad. Había crecido junto a Bernardo, rodeado de amigos y gente que lo celebraba, y nunca le había faltado la presencia incondicional de su madre. Por primera vez se encontraba solo y hubo de tocarle justamente en medio de esa naturaleza salvaje. Temió que no encontraría el camino de vuelta al minúsculo campamento de Lechuza Blanca, se le ocurrió que podía pasar los cuatro días siguientes sentado bajo el mismo árbol, pero su impaciencia natural lo impulsó adelante.