Por prudencia, los muchachos mantuvieron en secreto el rito conducido por Lechuza Blanca. La colonia española consideraba las tradiciones de los indios como disparatados actos de ignorancia, cuando no de salvajismo. Diego no quería que le llegaran comentarios a su padre. A Regina le confesó la extraña experiencia con el zorro, sin darle detalles. A Bernardo nadie le hizo preguntas, porque la mudez lo había vuelto invisible, condición insospechadamente ventajosa.
La gente hablaba y actuaba delante de él como si no existiera, dándole oportunidad de observar y aprender sobre la duplicidad de la condición humana. Empezó a practicar la habilidad de leer la expresión corporal y así descubrió que no siempre las palabras corresponden a las intenciones. Concluyó que los matones resultaban por lo general fáciles de doblegar, que los vehementes eran los menos sinceros, que la arrogancia era propia de los ignorantes, que los aduladores solían ser ruines. Mediante observación sistemática y disimulada aprendió a descifrar el carácter ajeno y aplicó esos conocimientos para proteger a Diego, quien era de naturaleza confiada y le costaba mucho imaginar en otros los defectos que él no tenía.
Los muchachos no volvieron a ver al potrillo negro ni al zorro. Bernardo creyó vislumbrar a veces a Tornado galopando en medio de una manada salvaje y, en uno de sus paseos, Diego encontró una covacha con zorritos recién nacidos; pero no pudieron relacionar nada de eso con las visiones atribuidas al Gran Espíritu.
En todo caso, el rito de Lechuza Blanca marcó una etapa. Ambos tuvieron la impresión de haber cruzado un umbral y dejado atrás la infancia. No se sentían hombres todavía, pero sabían que estaban dando los primeros pasos en el arduo camino de la virilidad. Despertaron juntos a las exigencias perentorias del deseo carnal, mucho más intolerables que la dulce y vaga atracción que Bernardo sentía desde los diez años por Rayo en la Noche. No se les ocurrió satisfacer sus ansias entre las complacientes indias de la tribu de Lechuza Blanca, donde no imperaban las restricciones impuestas por los misioneros a las neófitas, porque a Diego lo sujetaba un respeto absoluto por su abuela y a Bernardo lo frenaba su amor de cachorro por Rayo en la Noche.
Bernardo no aspiraba a ser correspondido, se daba cuenta de que ella era una mujer hecha y derecha, cortejada por media docena de hombres que llegaban de lejos para traerle regalos, mientras él era un adolescente torpe, sin nada que ofrecer y más encima mudo como un conejo. Ninguno de los dos acudió tampoco a las mestizas o la mulata hermosa de la casa de remolienda de Los Ángeles, porque les tenían más terror que a un toro suelto; eran criaturas de otra especie, con las bocas pintadas con carmín y penetrante fragancia de jazmines muertos.
Como todos los otros críos de su edad -menos Carlos Alcázar, que se jactaba de haber pasado la prueba-, miraban a esas mujeres de lejos, con veneración y espanto.
Diego iba con otros hijos de hidalgos a la plaza de Armas a la hora del paseo. En cada vuelta en torno a la plaza se cruzaban con las mismas muchachas de su clase social y su edad, que sonreían apenas, mirando de reojo, media cara oculta por un abanico o una mantilla, mientras ellos sudaban de amor imposible en sus trajes de domingo. No se hablaban, pero algunos, los más atrevidos, pedían permiso al alcalde para ir a dar serenatas bajo los balcones de las niñas, idea que a Diego lo estremecía de vergüenza, en parte porque el alcalde era su padre. Sin embargo, se ponía en el caso de verse obligado a recurrir a ese método en el futuro, por eso practicaba a diario canciones románticas en su mandolina.
Alejandro de la Vega vio con enorme satisfacción que ese hijo, a quien creía un tarambana incorregible, por fin se estaba convirtiendo en el heredero con el cual soñaba desde que lo vio nacer. Renovó los planes de educarlo como caballero, que fueran postergados en el torbellino de reconstruir la hacienda. Pensó mandarlo a un colegio religioso en México, ya que la situación en Europa seguía siendo inestable, ahora por culpa de Napoleón Bonaparte, pero Regina armó tal alboroto ante la idea de separarse de Diego, que no se volvió a hablar del asunto por dos años. Entretanto Alejandro incluyó a su hijo en el manejo de la hacienda y vio que era mucho más listo de lo que sus notas en la escuela permitían suponer.
No sólo descifró a la primera mirada el enjambre de anotaciones y números de los libros de contabilidad, sino que aumentó los ingresos de la familia perfeccionando la fórmula del jabón y la receta para ahumar carne, que su padre había logrado después de innumerables sahumerios. Diego suprimió la sosa cáustica del jabón, le agregó crema de leche y sugirió dárselo a probar a las damas de la colonia, quienes adquirían esos artículos de los marineros americanos violando las restricciones impuestas por España al comercio de las colonias.
El que fuese contrabando no importaba, todo el mundo hacía la vista gorda; el inconveniente consistía en que los barcos se hacían esperar demasiado. Los jabones de leche resultaron un éxito, y lo mismo sucedió con la carne ahumada cuando Diego logró atenuar la fetidez a sudor de muía que la caracterizaba. Alejandro de la Vega empezó a tratar a su hijo con respeto y a consultarlo en ciertas materias.
En esos días Bernardo le contó a Diego, en su lenguaje privado de signos y anotaciones en la pizarra, que uno de los rancheros, Juan Alcázar, padre de Carlos, había extendido sus tierras más allá de los límites señalados en los papeles. El español había invadido con su ganado los montes donde se refugiaba una de las muchas tribus desplazadas por los colonos.
Diego acompañó a su hermano y llegaron a tiempo para ver a los capataces quemar las chozas, secundados por un destacamento de soldados. De la aldea no quedó sino ceniza. A pesar del terror que les provocaba la escena, Diego y Bernardo se abalanzaron corriendo para intervenir. Sin ponerse de acuerdo, en un solo impulso, se colocaron entre los caballos de los agresores y los cuerpos de las víctimas. Habrían sido pisoteados sin misericordia si uno de ellos no llega a reconocer al hijo de don Alejandro de la Vega. De todos modos, los apartaron a latigazos.
Desde cierta distancia los dos niños presenciaron espantados cómo los pocos indios que se rebelaron fueron domados con azotes y el jefe, un anciano, fue ahorcado de un árbol, para servir de advertencia a los demás. Secuestraron a los hombres en capacidad de trabajar en los campos o servir en el ejército y se los llevaron atados como animales. Los ancianos, mujeres y niños quedaron condenados a vagar por los bosques, hambrientos y desesperados.
Nada de esto era una novedad, ocurría cada vez con más frecuencia, sin que nadie se atreviera a intervenir, excepto el padre Mendoza, pero sus protestas caían en los oídos sordos de la lenta y remota burocracia de España. Los documentos navegaban por años, se perdían en los polvorientos escritorios de unos jueces que jamás habían puesto los pies en América, se enredaban en triquiñuelas de leguleyos y al final, aunque los magistrados fallaran en favor de los indígenas, no había quien hiciera valer la justicia a este lado del océano.
En Monterrey el gobernador ignoraba los reclamos porque los indios no eran su prioridad. Los oficiales a cargo de los presidios eran parte del problema, porque ponían sus soldados al servicio de los colonos blancos. No dudaban de la superioridad moral de los españoles que, como ellos, habían llegado de muy lejos con el único propósito de civilizar y cristianizar esa tierra salvaje. Diego fue a hablar con su padre. Lo encontró, como siempre estaba en las tardes, estudiando batallas antiguas en sus libracos, único resabio aún vigente de las ambiciones militares de su juventud. Sobre una mesa larga desplegaba sus ejércitos de soldados de plomo de acuerdo a las descripciones de los textos, pasión que nunca logró inculcar en Diego. El muchacho contó a borbotones lo que acababa de vivir con Bernardo, pero su indignación se estrelló contra la indiferencia de Alejandro de la Vega.