El miércoles al mediodía atacaron los indios. Se aproximaron sigilosamente, pero cuando invadieron los terrenos de la misión, los estaban aguardando. La primera impresión de los enardecidos guerreros fue que el lugar se encontraba desierto; sólo un par de perros flacos y una gallina distraída los recibieron en el patio. No encontraron un alma por ninguna parte, no escucharon voces ni vieron humo en los fogones de las chozas. Algunos de los indios vestían pieles y montaban a caballo, pero la mayoría iban desnudos y a pie, armados de arcos y flechas, mazas y lanzas. Adelante galopaba el misterioso jefe, pintado con rayas rojas y negras, vestido con una túnica corta de piel de lobo y adornado con una cabeza, completa del mismo animal a modo de sombrero. Apenas se le veía la cara, que asomaba entre las fauces del lobo, envuelta en una larga melena oscura.
En pocos minutos los asaltantes recorrieron la misión, prendieron fuego a las chozas de paja y destrozaron los cántaros de barro, los toneles, las herramientas, los telares y todo lo demás a su alcance, sin encontrar la menor resistencia. Sus pavorosos aullidos de combate y su tremenda prisa les impidieron oír los llamados de los neófitos, encerrados bajo tranca y candado en el galpón de las mujeres. Envalentonados, se dirigieron a la iglesia y lanzaron una lluvia de flechas, pero éstas se estrellaron inútilmente contra las firmes paredes de adobe. A una orden del jefe Lobo Gris se abalanzaron sin orden ni concierto contra las gruesas puertas de madera, que temblaron con el impacto, pero no cedieron. El chivateo y los alaridos aumentaban de volumen con cada empeño del grupo por echar abajo la puerta, mientras algunos guerreros más atléticos y audaces buscaban la forma de treparse a los delgados ventanucos y el campanario.
Dentro de la iglesia la tensión se volvía más intolerable con cada empujón que recibía la puerta. Los defensores -cuatro misioneros, cinco soldados y ocho neófitos- estaban emplazados en los costados de la nave, protegidos por sacos de arena y secundados por muchachas encargadas de recargar las armas. De la Vega las había entrenado lo mejor posible, pero no se podía esperar demasiado de unas muchachas aterrorizadas que nunca habían visto un mosquete de cerca. La tarea consistía en una serie de movimientos que cualquier soldado realizaba sin pensar pero que al capitán le tomó horas explicarles. Una vez lista el arma, la joven se la entregaba al hombre encargado de dispararla, mientras ella preparaba otra. Al accionar el gatillo, una chispa encendía el explosivo de la cazoleta que, a su vez, detonaba el cañón.
La pólvora húmeda, el pedernal desgastado y los fogones bloqueados causaban numerosos fallos de tiro y además era frecuente olvidarse de sacar la baqueta del cañón antes de disparar.
«No os desaniméis, así es siempre la guerra, puro ruido y turbulencia. Si un arma se atranca, la siguiente debe estar pronta para seguir matando», fueron las instrucciones de Alejandro de la Vega.
En una habitación detrás del altar se encontraban el resto de las mujeres y todos los niños de la misión, que el padre Mendoza había jurado proteger con su vida. Los defensores del sitio, con los dedos agarrotados en los gatillos y media cara protegida por un pañuelo empapado en agua con vinagre, esperaban en silencio la orden del capitán, el único inconmovible ante el griterío de los indios y el estruendo de sus cuerpos estrellándose contra la puerta. Fríamente, De la Vega calculaba la resistencia de la madera. El éxito de su plan dependía de actuar en el momento oportuno y en perfecta coordinación. No había tenido ocasión de combatir desde las campañas de Italia, varios años antes, pero estaba lúcido y tranquilo; el único signo de aprensión era el cosquilleo en las manos que siempre sentía antes de disparar.
Al rato los indios se agotaron de golpear la puerta y retrocedieron a recuperar fuerzas y recibir instrucciones de su jefe. Un silencio amenazante reemplazó el escándalo anterior. Ése fue el momento que escogió De la Vega para dar la señal. La campana de la iglesia empezó a repicar furiosamente, mientras cuatro neófitos encendían trapos untados en brea, produciendo una humareda espesa y fétida. Otros dos levantaron la pesada tranca de la puerta. Los campanazos devolvieron la energía a los indios, que se reagruparon para lanzarse de nuevo al ataque.
Esta vez la puerta cedió al primer contacto y cayeron unos encima de otros en la mayor confusión, estrellándose contra una barrera de sacos de arena y piedras. Venían cegados por la luz de afuera y se encontraron en la penumbra y la humareda del interior. Diez mosquetes dispararon al unísono desde los costados, hiriendo a varios indios, que cayeron dando alaridos. El capitán encendió la mecha y en pocos segundos el fuego alcanzó las bolsas de pólvora mezclada con grasa y proyectiles que habían dispuesto delante de la barricada. La explosión remeció los cimientos de la iglesia, lanzó una granizada de partículas de metal y peñascos contra los indios y arrancó de cuajo la gran cruz de madera que había sobre el altar. Los defensores sintieron el golpe caliente, que los tiró hacia atrás, y el ruido espantoso, que los ensordeció, pero alcanzaron a ver los cuerpos de los indios proyectados como marionetas en una nube rojiza.
Protegidos tras sus parapetos, tuvieron tiempo de recuperarse, recargar sus armas y disparar por segunda vez antes de que las primeras flechas volaran en el aire. Varios indios yacían por el suelo, y aquellos que aún permanecían de pie tosían y lagrimeaban con el humo; no podían apuntar con sus arcos, pero en cambio eran blanco fácil para las balas.
Tres veces pudieron recargar los mosquetes antes de que el jefe Lobo Gris, seguido por sus más valientes guerreros, lograra trepar la barricada e invadir la nave, donde fue recibido por los españoles.
En el caos de la batalla el capitán Alejandro de la Vega nunca perdió de vista al jefe indio, y tan pronto logró liberarse de los enemigos que lo rodeaban, le saltó encima, enfrentándolo con un rugido de fiera, sable en mano. Dejó caer el acero con todas sus fuerzas, pero dio en el vacío, porque el instinto del jefe Lobo Gris le advirtió del peligro un segundo antes y alcanzó a hurtar el cuerpo, echándose hacia un lado. El brutal impulso empleado en la estocada desequilibró al capitán, quien se fue hacia delante, tropezó, cayó de rodillas y su espada se golpeó contra el suelo, y se partió por la mitad. Con un grito de triunfo, el indio levantó la lanza para traspasar al español de lado a lado, pero no alcanzó a completar el gesto porque un culatazo en la nuca lo tiró de boca y lo dejó inmóvil.
– ¡Que Dios me perdone! -exclamó el padre Mendoza, quien esgrimía un mosquete por el cañón y repartía golpes a diestra y siniestra con placer feroz.
Un charco oscuro se extendió rápidamente en torno al jefe, y la altiva cabeza de lobo de su tocado se tornó roja ante la sorpresa del capitán De la Vega, quien ya se daba a sí mismo por muerto. El padre Mendoza coronó su impropia alegría con una buena patada al cuerpo inerte del caído. Le había bastado oler la pólvora para volver a ser el soldado sanguinario que fuera en su juventud.