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En cuestión de minutos se corrió la voz entre los indios de que su jefe había caído y empezaron a retroceder, primero con dudas y enseguida a la carrera, perdiéndose a lo lejos. Los vencedores, bañados de sudor y medio asfixiados, esperaron a que se asentara el polvo de la retirada del enemigo para salir a respirar aire puro. Al repique demencial de la campana de la iglesia se sumaron una salva de tiros al aire y los vítores inacabables de quienes habían salvado la vida, dominando los quejidos de los heridos y el llanto histérico de las mujeres y los niños, todavía encerrados detrás del altar y sumidos en la humareda.

El padre Mendoza se arremangó la sotana empapada en sangre y procedió a devolver la normalidad a su misión, sin darse cuenta de que había perdido una oreja y que la sangre no era de sus adversarios, sino suya. Sacó la cuenta de sus mínimas pérdidas y elevó al cielo una doble plegaria para dar gracias por el triunfo y pedir perdón por haber perdido de vista la compasión cristiana en el entusiasmo de la pelea. Dos de sus soldados sufrieron heridas menores y uno de los misioneros tenía un brazo traspasado por una flecha. La única muerte que hubo que lamentar fue la de una de las muchachas que cargaban las armas, una indiecita de quince años que quedó tendida boca arriba, con el cráneo destrozado por un garrotazo y una expresión de sorpresa en sus grandes ojos sombríos.

Mientras el padre Mendoza organizaba a los suyos para apagar los incendios, atender a los heridos y enterrar a los muertos, el capitán Alejandro de la Vega, con un sable ajeno en la mano, recorría la nave de la iglesia buscando el cadáver del jefe indio, con la idea de ensartar su cabeza en una pica y plantarla a la entrada de la misión, para desanimar a cualquiera que acariciara la idea de seguir su ejemplo. Lo encontró donde había caído. Era apenas un bulto patético encharcado en su propia sangre. De un manotazo le arrancó la cabeza de lobo y con la punta del pie volteó el cuerpo, mucho más pequeño de lo que parecía cuando enarbolaba una lanza. El capitán, todavía ciego de rabia y jadeando por el esfuerzo del combate, cogió al jefe por la larga cabellera y levantó el sable para decapitarlo de un solo tajo, pero antes que alcanzara a bajar el brazo, el caído abrió los ojos y lo miró con una inesperada expresión de curiosidad.

– ¡Santa Virgen María, está vivo! -exclamó De la Vega, dando un paso atrás.

No lo sorprendió tanto que su enemigo aún respirara, como la belleza de sus ojos color caramelo, alargados, de tupidas pestañas, los ojos diáfanos de un venado en ese rostro cubierto de sangre y pintura de guerra. De la Vega soltó el sable, se arrodilló y le pasó la mano bajo la nuca, incorporándolo con cuidado. Los ojos de venado se cerraron y un gemido largo escapó de su boca. El capitán echó una mirada a su alrededor y comprendió que estaban solos en ese rincón de la iglesia, muy cerca del altar. Obedeciendo a un impulso, levantó al herido con ánimo de echárselo al hombro, pero resultó mucho más liviano de lo esperado. Lo cargó en brazos como a un niño, sorteó los sacos de arena, las piedras, las armas y los cuerpos de los muertos, que aún no habían sido retirados por los misioneros, y salió de la iglesia a la luz de ese día de otoño, que recordaría por el resto de su vida.

– Está vivo, padre -anunció, depositando al herido en el suelo.

– En mala hora, capitán, porque igual tendremos que ajusticiarlo -replicó el padre Mendoza, quien ahora llevaba una camisa enrollada en torno a la cabeza, como un turbante, para restañar la sangre de la oreja cortada.

Alejandro de la Vega nunca pudo explicar por qué, en vez de aprovechar ese momento para decapitar a su enemigo, partió a buscar agua y unos trapos para lavarlo. Ayudado por una neófita separó la melena negra y enjuagó el largo corte, que en contacto con el agua volvió a sangrar profusamente. Palpó el cráneo con los dedos, verificando que había una herida inflamada, pero el hueso estaba intacto. En la guerra había visto cosas mucho peores. Cogió una de las agujas curvas para hacer colchones y las crines de caballo, que el padre Mendoza había puesto a remojar en tequila para remendar a los heridos, y cosió el cuero cabelludo. Después lavó el rostro del jefe, comprobando que la piel era clara y las facciones delicadas. Con su daga rasgó la ensangrentada túnica de piel de lobo para ver si había otras heridas y entonces un grito se le escapó del pecho.

– ¡Es una mujer! -exclamó espantado.

El padre Mendoza y los demás acudieron deprisa y se quedaron contemplando, mudos de asombro, los pechos virginales del guerrero.

– Ahora será mucho más difícil darle muerte… -suspiró al fin el padre Mendoza.

Su nombre era Toypurnia y tenía apenas veinte años. Había conseguido que los guerreros de varias tribus la siguieran porque iba precedida por una mítica leyenda. Su madre era Lechuza Blanca, chaman y curandera de una tribu de indios gabrieleños, y su padre era un marinero desertor de un barco español. El hombre vivió varios años escondido entre los indios, hasta que lo despachó una pulmonía, cuando su hija ya era adolescente. Toypurnia aprendió de su padre los fundamentos de la lengua castellana, y de su madre el uso de plantas medicinales y las tradiciones de su pueblo. Su extraordinario destino se manifestó a los pocos meses de nacida, la tarde en que su madre la dejó durmiendo bajo un árbol, mientras ella se bañaba en el río, y un lobo se acercó al bulto envuelto en pieles, lo cogió en sus fauces y se lo llevó a la rastra hacia el bosque. Desesperada, Lechuza Blanca siguió las huellas del animal por varios días, sin encontrar a su hija. Durante el resto de ese verano, a la madre se le puso blanco el pelo y la tribu buscó a la niña sin cesar, hasta que se esfumó la última esperanza de recuperarla; entonces realizaron las ceremonias para guiarla a las vastas planicies del Gran Espíritu. Lechuza Blanca se negó a participar en el funeral y siguió oteando el horizonte, porque sentía en los huesos que su hija estaba viva.

Una madrugada, a comienzos del invierno, vieron surgir de la niebla a una criatura escuálida, inmunda y desnuda, que avanzaba gateando, con la nariz pegada a la tierra. Era la niña perdida, que llegaba gruñendo como perro y con olor a fiera. La llamaron Toypurnia, que en la lengua de su tribu quiere decir Hija de Lobo, y la criaron como a los varones, con arco, flecha y lanza, porque había vuelto del bosque con un corazón indómito.

De todo esto se enteró Alejandro de la Vega en los días siguientes por boca de los indios prisioneros, que lamentaban sus heridas y su humillación encerrados en los galpones de la misión. El padre Mendoza había decidido soltarlos a medida que se repusieran, ya que no podía mantenerlos cautivos por tiempo indefinido y sin su jefe parecían haber vuelto a la indiferencia y docilidad de antes. No quiso azotarlos, como estaba seguro que merecían, porque el castigo sólo provocaría más rencor, y tampoco intentó convertirlos a su fe, porque le pareció que ninguno tenía pasta de cristiano; serían como manzanas podridas contaminando la pureza de su rebaño.

Al misionero no se le escapó que la joven Toypurnia ejercía verdadera fascinación sobre el capitán De la Vega, quien buscaba pretextos para acudir a cada rato a la cueva subterránea donde se envejecía el vino y donde habían instalado a la cautiva. Dos motivos tuvo el misionero para escoger la bodega como celda: se podía mantener cerrada con llave y la oscuridad daría a Toypurnia ocasión de meditar sobre sus acciones. Como los indios aseguraban que su jefe se transformaba en lobo y podía escapar de cualquier parte, tomó la precaución adicional de inmovilizarla con correas de cuero sobre los burdos tablones que le servían de litera.

La joven se debatió durante varios días entre la inconsciencia y las pesadillas, empapada en sudor febril, alimentada con cucharadas de leche, vino y miel, por la mano del capitán De la Vega. De vez en cuando despertaba en tinieblas absolutas y temía haberse quedado ciega, pero otras veces abría los ojos en la luz temblorosa de un candil y percibía el rostro de un desconocido llamándola por su nombre.