Una semana más tarde Toypurnia daba sus primeros pasos clandestinos apoyada en el apuesto capitán, quien había decidido ignorar las órdenes del padre Mendoza de mantenerla atada y en la oscuridad. Para entonces los dos jóvenes podían comunicarse, porque ella recordaba el fragmentado castellano que le enseñara su padre y él hizo el esfuerzo de aprender unas palabras en la lengua de ella. Cuando el padre Mendoza los sorprendió tomados de la mano, decidió que ya era tiempo de dar a la prisionera por sana y juzgarla. Nada más lejos de su ánimo que ejecutar a nadie, en verdad ni siquiera sabía cómo hacerlo, pero él era responsable de la seguridad de la misión y de sus neófitos; mal que mal esa mujer había causado varias muertes. Le recordó tristemente al capitán que en España la pena por crímenes de rebelión, como el de Toypurnia, consistía nada menos que en la muerte lenta en el garrote vil, donde el supliciado perdía el aliento a medida que un torniquete de hierro le apretaba el cuello.
– No estamos en España -replicó el capitán, estremeciéndose.
– Supongo que concuerda conmigo, capitán, en que mientras ella esté viva, todos corremos peligro, porque volverá a sublevar a las tribus. Nada de garrote, es demasiado cruel, pero con dolor del alma habrá que ahorcarla, no hay alternativa.
– Esta mujer es mestiza, padre, tiene sangre española. Usted tiene jurisdicción sobre los indios a su cargo, pero no sobre ella. Sólo el gobernador de Alta California puede condenarla -replicó el capitán.
El padre Mendoza, para quien la idea de echarse encima la muerte de otro ser humano resultaba una carga demasiado pesada, se aferró de inmediato a ese argumento. De la Vega ofreció ir personalmente a Monterrey para que Pedro Fages decidiera el destino de Toypurnia y el misionero aceptó con un hondo suspiro de liberación.
Alejandro de la Vega llegó a Monterrey en menos tiempo del que requería un jinete en circunstancias normales para cubrir esa distancia, porque iba apurado por cumplir su cometido y porque debía evitar a los indios sublevados. Viajó solo y al galope, deteniéndose en las misiones a lo largo del camino para cambiar el caballo y dormir unas horas. Había hecho el trayecto otras veces y lo conocía bien, pero siempre le maravillaba esa naturaleza pródiga de bosques interminables, las mil variedades de animales y pájaros, los arroyos y vertientes dulces, las arenas blancas de las playas del Pacífico. No tuvo encontronazos con los indios, porque éstos vagaban por los cerros sin jefe y sin rumbo fijo, desmoralizados. Si las predicciones del padre Mendoza resultaban correctas, el entusiasmo había desaparecido por completo y les tomaría años volver a organizarse.
El presidio de Monterrey, construido en un promontorio aislado, a setecientas leguas de la ciudad de México y a medio mundo de distancia de Madrid, era un edificio fúnebre como una mazmorra, una monstruosidad de piedra y argamasa, donde se hallaba estacionado un pequeño contingente de soldados, única compañía del gobernador y su familia. Ese día una niebla húmeda amplificaba el fragor de las olas contra las rocas y el alboroto de las gaviotas.
Pedro Fages recibió al capitán en una sala casi desnuda, cuyos ventanucos apenas dejaban entrar luz, pero por los que se colaba la ventisca helada del mar. Las paredes lucían cabezas disecadas de osos, sables, pistolas y el escudo de armas de doña Eulalia de Callís bordado en oro, pero ya ajado y desteñido. A modo de mobiliario había una docena de butacas de madera sin tapizar, un enorme armario y una mesa militar. Los techos, negros de hollín, y el suelo de tierra apisonada eran propios del más rudo cuartel.
El gobernador, un prohombre corpulento con un vozarrón colosal, tenía la rara virtud de ser inmune a la lisonja y la corrupción. Ejercía el poder con la recóndita certeza de que era su maldito destino sacar a Alta California de la barbarie al precio que fuese. Se comparaba con los primeros conquistadores españoles, gente como Hernán Cortés, que ganaron tanto mundo para el imperio. Cumplía su obligación con un sentido histórico, aunque en verdad habría preferido gozar de la fortuna de su mujer en Barcelona, como ella le pedía sin cesar.
Un ordenanza les sirvió vino tinto en vasos de cristal de Bohemia, traídos de lejos en los baúles de Eulalia de Callís, que contrastaban con el rudimentario amoblado del fuerte. Los hombres brindaron por la lejana patria y por su amistad, y comentaron la revolución en Francia, que había levantado al pueblo en armas. El hecho había ocurrido hacía más de un año, pero la noticia acababa de llegar a Monterrey. Estuvieron de acuerdo en que no había razón para alarmarse, seguramente para entonces ya se habría restablecido el orden en ese país y el rey Luis XVI estaría de nuevo en su trono, a pesar de que lo consideraban un hombre pusilánime, indigno de lástima. En el fondo se alegraban de que los franceses estuvieran matándose unos a otros, pero las buenas maneras les impedían expresarlo en voz alta. De lejos llegaba un sonido apagado de voces y gritos, que fue aumentando en intensidad, hasta que resultó imposible seguir ignorándolo.
– Disculpe, capitán, son asuntos de mujeres -dijo Pedro Fages, con un gesto de impaciencia.
– ¿Se encuentra bien su excelencia, doña Eulalia? -inquirió Alejandro de la Vega, enrojeciendo hasta el pelo.
Pedro Fages lo clavó con su mirada de acero, tratando de adivinar sus intenciones. Estaba al tanto de las murmuraciones de la gente sobre ese apuesto capitán y su mujer; no era sordo. Nadie entendió, y menos él mismo, que a doña Eulalia le tomara seis meses llegar a Monterrey, cuando la distancia podía recorrerse en mucho menos; decían que el viaje se alargó a propósito porque ellos no querían separarse. A esos chismes se sumó la versión exagerada de un asalto de bandidos en el que supuestamente De la Vega arriesgó su vida por salvar la de ella. La verdad era otra, pero Pedro Fages nunca la supo. Los atacantes habían sido sólo media docena de indios alborotados por el alcohol, que huyeron a perderse apenas oyeron los primeros tiros, nada más, y en cuanto a la herida que De la Vega recibió en una pierna, no fue en defensa de doña Eulalia de Callís, como se decía, sino debida a una leve cornada de vaca.
Pedro Fages se preciaba de ser buen juez de las personas, no en vano llevaba tantos años ejerciendo el poder, y después de examinar a Alejandro de la Vega decidió que no valía la pena malgastar sospechas en él, estaba seguro de que le entregó a su esposa con la fidelidad intacta. Conocía a su mujer a fondo. Si esos dos se hubieran enamorado, ningún poder humano o divino habría disuadido a Eulalia de dejar al amante para volver con el marido. Tal vez hubo una afinidad platónica entre ellos, pero nada que pueda quitarme el sueño, concluyó el gobernador. Era hombre de honor y se sentía en deuda con ese oficial, quien habiendo tenido seis meses para seducir a Eulalia, no lo había hecho. Le atribuía el mérito completo, porque consideraba que si bien se puede confiar a veces en la lealtad de un varón, no se debe confiar jamás en la de las mujeres, seres veleidosos por naturaleza, no aptos para la fidelidad.
Entretanto el trasiego de sirvientes corriendo por los pasillos, los portazos y los gritos ahogados continuaban.
Alejandro de la Vega conocía, como todo el mundo, las peleas de esa pareja, tan épicas como sus reconciliaciones. Había oído que en sus arrebatos los Fages se lanzaban la vajilla por la cabeza y que en más de una ocasión don Pedro había desenvainado el sable contra ella, pero después se encerraban por varios días a hacer el amor. El fornido gobernador dio un puñetazo sobre la mesa haciendo bailar las copas, y le confesó a su huésped que Eulalia llevaba cinco días encerrada en sus habitaciones con una virulenta rabieta.