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– Echa de menos el refinamiento al que está acostumbrada -dijo, al tiempo que un aullido de lunática remecía las paredes.

– Tal vez se siente un poco sola, excelencia -masculló De la Vega, por decir algo.

– Le he prometido que dentro de tres años volveremos a México o a España, pero no quiere oír razones. Se me acabó la paciencia con ella, capitán De la Vega. ¡La enviaré a la misión más cercana, para que los frailes la pongan a trabajar con los indios, a ver si aprende a respetarme! -rugió Fages.

– ¿Me permite hablar unas palabras con la señora, excelencia? -pidió el capitán.

Durante esos cinco días de pataleta la gobernadora se había negado a recibir incluso a su hijo de tres años. El mocoso lloraba acurrucado en el suelo y se orinaba de terror cuando su padre atacaba la puerta con inútiles bastonazos. Sólo cruzaba el umbral una india para llevar comida y sacar la bacinilla, pero cuando Eulalia supo que Alejandro de la Vega había aparecido de visita y quería verla, se le enfrió la histeria en un minuto. Se lavó la cara, se acomodó su trenza roja y se vistió de seda color malva con todas sus perlas encima. Pedro Fages la vio entrar tan rozagante y sonriente como en sus buenos tiempos y anticipó con añoranza el calor de una posible reconciliación, a pesar de que no estaba dispuesto a perdonarla con demasiada prontitud, la mujer merecía algún castigo.

Esa noche, durante la austera cena, en un comedor tan lúgubre como el salón de armas, Eulalia de Callís y Pedro Fages se lanzaron a la cara las recriminaciones que les emponzoñaban el alma, tomando por testigo a su huésped. Alejandro de la Vega se refugió en un incómodo silencio hasta el momento del postre, cuando adivinó que el vino había hecho efecto y la ira de los esposos comenzaba a ceder, entonces planteó el motivo de su visita. Explicó el hecho de que Toypurnia tenía sangre española, describió su valor e inteligencia, aunque omitió su belleza, y rogó al gobernador que fuera indulgente con ella, haciendo justicia a su fama de compasivo y en nombre de la mutua amistad. Pedro Fages no se hizo de rogar, porque el rubor en el escote de Eulalia había logrado distraerlo, y consintió en cambiar la pena de muerte por veinte años de prisión.

– En la prisión esa mujer se convertirá en mártir a los ojos de los indios. Bastará invocar su nombre para poner de nuevo a las tribus en pie de guerra -lo interrumpió Eulalia-. Se me ocurre una solución mejor. Antes que nada, debe ser bautizada, como Dios manda, luego me la traes aquí y yo me encargaré del problema. Te apuesto que en un año habré convertido a esa Toypurnia, la Hija de Lobo, la india brava, en una dama cristiana y española. Así destruiremos para siempre su influencia entre los indios.

– Y, de paso, tendrás en qué entretenerte y alguien que te haga compañía -agregó su marido, de buen talante.

Así se hizo. Al mismo Alejandro de la Vega le tocó ir a buscar a la prisionera a San Gabriel y conducirla a Monterrey, ante el alivio del padre Mendoza, quien tenía prisa por deshacerse de ella. La joven era un volcán listo para explotar en la misión, donde los neófitos no se habían repuesto todavía del bochinche de la guerra. Toypurnia recibió en el bautizo el nombre de Regina María de la Inmaculada Concepción, pero olvidó de inmediato la mayor parte y se quedó sólo con Regina. El padre Mendoza la vistió con el sayal de tela burda de los neófitos, le colgó una medalla de la Virgen al cuello, la ayudó a subir al caballo, porque iba con las manos atadas, y le dio su bendición.

Apenas los chatos edificios de la misión quedaron atrás, el capitán De la Vega soltó las manos de la cautiva y, mostrándole con un gesto la inmensidad del horizonte, la invitó a escapar. Regina lo pensó por unos minutos y debió de llegar a la conclusión de que si volvían a apresarla no habría perdón para ella, porque negó con la cabeza. O tal vez no fue sólo temor, sino el mismo ardiente sentimiento que ofuscaba la mente del español. En todo caso, lo siguió sin asomo de rebelión durante la travesía, que él demoró lo más posible porque imaginaba que no volverían a verse.

Alejandro de la Vega saboreó cada paso del Camino Real con ella, cada noche en que durmieron bajo las estrellas sin tocarse, cada ocasión en que se remojaron juntos en el mar, mientras libraba obstinado combate contra el deseo y la imaginación. Sabía que un hidalgo De la Vega, un hombre de su honor y linaje, no podía ni soñar en unirse con una mestiza.

Si esperaba que esos días a caballo con Regina por las soledades de California le enfriarían el amor, se llevó un chasco, porque cuando inevitablemente llegaron al presidio de Monterrey, estaba enamorado como un adolescente. Debió echar mano de su larga disciplina de soldado para despedirse de la mujer y jurarse porfiadamente que no intentaría comunicarse con ella nunca más.

Tres años más tarde Pedro Fages cumplió la promesa hecha a su esposa y renunció a su puesto de gobernador de Alta California, con el fin de regresar a la civilización. En el fondo estaba feliz con esa resolución, porque el ejercicio del poder le había parecido siempre una tarea ingrata. La pareja cargó las recuas de mulas y las carretas de bueyes con sus baúles, reunió a su pequeña corte y emprendió la marcha hacia México, donde Eulalia de Callís había hecho alhajar un palacio barroco con la pomposidad propia de su rango. De necesidad se detenían en cada pueblo y misión del camino, para recuperar fuerzas y dejarse agasajar por los colonos. A pesar del mal carácter de ambos, los Fages eran queridos, porque él había gobernado con justicia y ella tenía fama de loca generosa.

La gente de La Reina de los Ángeles juntó sus recursos con los de la cercana misión San Gabriel, la más próspera de la provincia, a cuatro leguas de distancia, para ofrecer a los viajeros un recibimiento digno. El pueblo, fundado al estilo de las ciudades coloniales españolas, era un cuadrado con una plaza central, bien planeado para crecer y prosperar, aunque en aquel momento sólo contaba con cuatro calles principales y un centenar de casas de cañabrava. También había una taberna, cuya trastienda servía de almacén, una iglesia, una cárcel y media docena de edificios de adobe, piedra y teja, donde residían las autoridades.

A pesar de la escasa población y la pobreza generalizada, los colonos eran famosos por su hospitalidad y por las rondas de festejos que ofrecían las familias a lo largo del año. Las noches se animaban con guitarras, trompetas, violines y pianos; los sábados y domingos se bailaba el fandango. La llegada de los gobernadores fue el mejor pretexto que habían tenido desde su fundación para celebrar. Levantaron arcos con estandartes y flores de papel en torno a la plaza, pusieron mesones largos con manteles blancos, y todo aquel capaz de tocar un instrumento fue reclutado para el sarao, incluso un par de presos, que se libraron del cepo cuando se supo que podían rasgar una guitarra.

Los preparativos tomaron varios meses y durante ese tiempo no se habló de otra cosa. Las mujeres se hicieron vestidos de gala, los hombres pulieron sus botones y hebillas de plata, los músicos ensayaron bailes llegados de México, las cocineras se afanaron en el banquete más suntuoso que se había visto por allí. El padre Mendoza acudió con sus neófitos, provisto de varios toneles de su mejor vino, dos vacas y varios cerdos, gallinas y patos, que fueron sacrificados para la ocasión.

Al capitán Alejandro de la Vega le tocó hacerse cargo del orden durante la estadía de los gobernadores en el pueblo. Desde el instante en que se enteró de su venida, la imagen de Regina lo atormentó sin darle tregua. Se preguntaba qué habría sido de ella en esos tres siglos de separación, cómo habría sobrevivido en el sombrío presidio de Monterrey, si acaso se acordaría de él. Las dudas se le pasaron la noche de la fiesta, cuando a la luz de las antorchas y al son de la orquesta vio llegar a una joven deslumbrante, vestida y peinada a la moda europea, y reconoció al punto esos ojos color azúcar quemada. Ella también lo distinguió en la muchedumbre y avanzó sin vacilar, plantándosele al frente con la expresión más seria del mundo.