– Saldremos de aquí apenas oscurezca -dijo Diego de la Vega a Juliana, Isabel y Nuria-. Llevaremos lo mínimo indispensable para el viaje, tal como acordamos.
– ¿Estás seguro de que existe un mecanismo para abrir la puerta de la cámara desde adentro? -preguntó Juliana.
– No.
– Esta broma ha llegado demasiado lejos, Diego. No podemos echarnos encima la muerte de Rafael Moncada, y menos una muerte lenta y atroz en una tumba hermética.
– ¡Pero mira el daño que él nos ha hecho! -exclamó Isabel.
– No vamos a pagarle con la misma moneda, porque nosotros somos mejores personas que él -replicó tajante su hermana.
– No te preocupes, Juliana, tu enamorado no perecerá asfixiado en esta ocasión -se rió Diego.
– ¿Por qué no? -interrumpió Isabel, decepcionada.
Diego le plantó un codazo y procedió a explicarles que antes de irse le darían a Jordi una misiva para que fuera entregada a Eulalia de Callís en persona dentro de dos días. En ella irían las llaves de la casa y las instrucciones para encontrar y abrir la cámara. En caso que Rafael no hubiera logrado abrir la puerta, su tía lo rescataría. La mansión, como el resto de los bienes de la familia De Romeu, ahora pertenecía a esa señora, quien se haría cargo de socorrer a su sobrino predilecto antes de que éste se bebiera todo el coñac. Para asegurarse de que Jordi cumpliera la misión, le darían unos maravedíes, con la esperanza de que doña Eulalia lo premiaría con más al recibir la nota.
Salieron por la noche en uno de los coches de la familia, conducido por Diego. Juliana, Isabel y Nuria se despidieron con una última mirada de la gran casa donde habían transcurrido sus vidas. Atrás quedaban los recuerdos de una época segura y feliz; atrás quedaban los objetos que daban testimonio del paso de Tomás de Romeu por este mundo. Sus hijas no habían podido enterrarlo con decencia, sus restos fueron a parar a una fosa común, junto a los de los otros prisioneros fusilados en La Ciudadela. Lo único que conservaban era su retrato en miniatura, pintado por un artista catalán, en el cual aparecía joven, delgado, irreconocible.
Las tres mujeres presentían que en ese instante cruzaban un umbral definitivo y comenzaba otra etapa en sus vidas. Iban en silencio, temerosas y tristes. Nuria empezó a rezar a media voz el rosario y la dulce cadencia de las oraciones las acompañó un trecho, hasta que se durmieron. En el pescante, Diego azuzaba a los caballos y pensaba en Bernardo, como hacía casi a diario. Lo echaba tanto de menos, que solía sorprenderse hablando solo, como había hecho siempre con él. La callada presencia de su hermano, su pétrea firmeza para guardarle las espaldas y defenderlo de todo peligro, era justo lo que necesitaba. Se preguntó si sería capaz de ayudar a las niñas De Romeu o si, por el contrario, las llevaba a su perdición.
Su plan de cruzar España bien podía ser otra de sus locuras, esa duda lo martirizaba. Como sus pasajeras, estaba asustado. No era el miedo delicioso que precedía al peligro de un combate, ese puño cerrado en la boca del estómago, ese frío glacial en la nuca, sino el peso opresivo de una responsabilidad para la cual no estaba preparado. Si algo les sucedía a esas mujeres, sobre todo a Juliana… No, prefería no pensar en esa eventualidad. Gritó llamando a Bernardo y a su abuela Lechuza Blanca para que acudieran a apoyarlo, y su voz se perdió en la noche, tragada por el sonido del viento y los cascos de los caballos.
Sabía que Rafael Moncada los buscaría en Madrid y otras ciudades importantes, haría vigilar la frontera con Francia y revisar cada barco que saliera de Barcelona o de cualquier otro punto del Mediterráneo, pero suponía que no se le ocurriría perseguirlos hasta la otra costa. Pensaba burlarlo embarcándose rumbo a América en el puerto atlántico de La Coruña, porque nadie en su sano juicio escogería ir desde Barcelona hasta allí a tomar un barco. Sería muy difícil que un capitán de navío corriera el riesgo de amparar a fugitivos de la justicia, como le hizo ver Juliana, pero no se le ocurrió otra solución. Ya vería cómo resolver el problema de cruzar el océano; antes debía vencer los obstáculos de tierra firme.
Decidió avanzar lo más posible en las horas siguientes y enseguida desprenderse del coche, porque alguien podía haberlos visto salir de Barcelona.
Pasada la medianoche los caballos dieron muestras de fatiga y Diego consideró que se habían alejado lo suficiente de la ciudad como para descansar un rato. Aprovechando la luz de la luna, salió del camino y condujo el vehículo hacia un bosque, donde desenganchó a los animales y les permitió pastar. La noche estaba clara y fría. Los cuatro durmieron dentro del coche, arropados con mantas, hasta que Diego las despertó un par de horas más tarde, cuando todavía estaba oscuro, para compartir una merienda de pan con salchichón. Enseguida Nuria les repartió la ropa que usarían durante el resto del viaje: los hábitos de peregrino que ella misma había hecho para el caso de que Santiago de Compostela salvase la vida de Tomás de Romeu. Eran túnicas hasta media pierna, sombreros de ala ancha, largos bordones o pértigas de madera con las puntas curvas, de donde colgaban sendas calabazas para recoger agua.
Para precaverse contra el frío, se abrigaban con refajos y se protegían con calcetas y guantes de lana gruesa. Además, Nuria llevaba un par de botellas de un potente licor muy útil para olvidar penas. La dueña nunca imaginó que esos burdos sayos servirían para escapar con lo que quedaba de la familia y mucho menos que ella acabaría pagando la manda al santo, sin que éste cumpliera con su parte del trato. Le parecía una burla indigna de una persona tan seria como el apóstol Santiago, pero supuso que había algún oculto designio que le sería revelado en el momento oportuno.
Al principio, la idea de Diego le pareció astuta, pero después de darle una mirada al mapa se dio cuenta de lo que significaba cruzar España a pie por su parte más ancha. No era un paseo, era una epopeya. Les esperaban por lo menos dos meses de marcha a la intemperie, alimentándose con lo que lograran obtener de la caridad y durmiendo bajo las estrellas. Además, estaban en noviembre, llovía a cada rato y muy pronto amanecerían los suelos cubiertos de hielo. Ninguno de ellos tenía costumbre de caminar largos trechos y menos con sandalias de labrador. Nuria se permitió insultar entre dientes a Santiago y, de paso, decirle a Diego lo que pensaba de esa descabellada romería.
Una vez vestidos de peregrinos y desayunados, Diego decidió abandonar el coche. Cada uno tomó lo suyo, lo envolvió en una manta y se ató el bulto a la espada; el resto lo acomodaron sobre los dos caballos. Isabel cargaba la pistola de su padre oculta en la ropa. Diego llevaba su disfraz de Zorro en el bulto, del cual no fue capaz de desprenderse, y bajo el sayo dos dagas vizcaínas de doble filo, largas de un palmo. El látigo colgaba de su cintura, como siempre. Debió dejar la espada que le había regalado su padre en California y de la que hasta entonces no se había separado, porque resultaba imposible disimularla. Los peregrinos no andaban armados.
Proliferaban malandrines de la peor calaña por los caminos, pero por lo general no se interesaban en los viajeros que iban a Compostela, ya que hacían voto de pobreza por la duración de la travesía. Nadie podría imaginar que aquellos modestos caminantes tuvieran una pequeña fortuna en piedras preciosas cosida en la ropa. En nada se diferenciaban de los penitentes habituales, que acudían a postrarse ante el célebre Santiago, a quien se le atribuía el milagro de haber salvado a España de los invasores musulmanes.
Durante siglos los árabes salían victoriosos de las batallas gracias al invencible brazo de Mahoma, que los guiaba, hasta que un pastor encontró oportunamente los huesos de Santiago abandonados en un campo de Galicia. Cómo llegaron desde Tierra Santa hasta allí era parte del milagro. La reliquia logró unificar a los pequeños reinos cristianos de la región y resultó tan efectiva en la conducción de los bravos de España, que éstos expulsaron a los moros y recuperaron su suelo para la cristiandad.