Santiago de Compostela se convirtió en el sitio de peregrinaje más importante de Europa. Al menos así era el cuento de Nuria, sólo que un poco más adornado. La dueña creía que la cabeza del apóstol permanecía intacta y cada Viernes Santo derramaba lágrimas de verdad. Los supuestos restos estuvieron en un ataúd de plata bajo el altar de la catedral, pero en el afán de protegerlos de las excursiones del pirata Francis Drake, un obispo los hizo esconder tan bien que no pudieron encontrarlos por largo tiempo. Por esa razón, por la guerra y por falta de fe, había disminuido el número de peregrinos, que antes alcanzaba cientos de miles.
Quienes acudían al santuario desde Francia tomaban la ruta del norte, atravesando el País Vasco, y ésa fue la que escogieron nuestros amigos. Durante siglos, iglesias, conventos, hospitales y hasta los labradores más pobres ofrecían techo y comida a los viajeros. Aquella tradición hospitalaria resultaba conveniente para el pequeño grupo guiado por Diego, porque le permitía viajar sin el peso de vituallas.
Aunque los peregrinos eran raros en esa estación -preferían viajar en primavera y verano-, los amigos esperaban no llamar la atención, porque el fervor religioso había aumentado desde que los franceses se retiraron del país y muchos españoles habían prometido visitar al santo si ganaban la guerra.
Amanecía cuando volvieron al camino y echaron a andar. Ese primer día caminaron más de cinco leguas, hasta que Juliana y Nuria se dieron por vencidas porque les sangraban los pies y desfallecían de hambre. A eso de las cuatro de la tarde se detuvieron en una choza de campo, cuya dueña resultó ser una desgraciada mujer que había perdido a su marido en la guerra. Tal como les informó, no pereció en manos de los franceses, sino masacrado por españoles, que lo acusaron de esconder comida, en vez de entregarla a la guerrilla. Sabía quiénes eran los asesinos, les había visto bien las caras, labriegos como ella que aprovechaban los malos tiempos para cometer tropelías. No eran guerrilleros, sino delincuentes, que violaron a su pobre hija, loca de nacimiento, que no le hacía daño a nadie, y se llevaron sus animales.
– Se salvó una cabra, que correteaba en los cerros, -dijo. Uno de esos hombres tenía la nariz comida por la sífilis y el otro una cicatriz larga en la cara, los recordaba muy bien y no pasaba un día sin que los maldijera y clamara por venganza, agregó. Su única compañía era la hija, que mantenía atada a una silla para que no se arañara.
En la vivienda, un cubo de piedra y barro, chato, maloliente y sin ventanas, convivían la madre y la hija con una jauría de perros. La campesina tenía muy poco para dar y estaba cansada de recibir a mendigos, pero no quiso dejarlos a la intemperie. Por negar hospedaje a san José y la Virgen María, el Niño Dios nació en un pesebre, dijo. Creía que rehusar a un peregrino se pagaba con muchos siglos de sufrimiento en el purgatorio.
Los viajeros se sentaron en el suelo de tierra, rodeados por perros pulguientos, a reponerse un poco de la fatiga, mientras ella cocinaba unas patatas en las brasas y desenterraba un par de cebollas de su mísero huerto.
– Es todo lo que hay. Mi hija y yo no hemos comido otra cosa en meses, pero tal vez mañana consiga ordeñar a la cabra -dijo.
– Que Dios se lo pague, señora -murmuró Diego.
La única luz de la vivienda entraba por el hueco de la puerta, que de noche se cerraba con un cuero tieso de caballo, y del pequeño brasero donde se habían asado las patatas. Mientras ellos consumían el frugal alimento, la campesina los observaba de reojo con sus ojillos legañosos. Vio manos blancas y suaves, rostros nobles, portes esbeltos, recordó que andaban con dos caballos y sacó sus conclusiones.
No quiso averiguar detalles, pensó que mientras menos supiera, a menos problemas se exponía; no estaban los tiempos para hacer muchas preguntas.
Cuando sus huéspedes terminaron de comer, les prestó unas pieles de cordero mal curtidas y los condujo a un cobertizo, donde guardaba leña y mazorcas secas. Allí se instalaron. Nuria opinó que resultaba harto más acogedor que el interior de la casucha, con el olor de los perros y los bramidos de la loca.
Distribuyeron el espacio y los cueros y se aprontaron para una larga noche. Estaban acomodándose lo mejor posible, cuando reapareció la campesina trayendo un pocillo con grasa, que les entregó con la recomendación de usarlo para las magulladuras. Se quedó mirando al maltrecho grupo con una mezcla de desconfianza y curiosidad.
– De peregrinos, nada. Se ve que son gente fina. No quiero saber de qué huyen, pero aquí va un consejo gratis. Hay muchos bellacos en estos caminos. No hay que confiar. Mejor que no vean a las muchachas. Que se cubran las caras, por lo menos -agregó antes de dar media vuelta y partir.
Diego no sabía cómo aliviar la incomodidad de las mujeres, en especial de quien más le importaba, Juliana. Tomás de Romeu le había confiado a sus hijas y había que ver la condición en que estaban las desdichadas. Acostumbradas a colchón de plumas y sábanas bordadas, ahora reposaban los huesos sobre una pila de mazorcas y se rascaban las pulgas a dos manos. Juliana era admirable, no se había quejado ni una sola vez durante esa ardua jornada, incluso se comió la cebolla cruda de la cena sin comentarios.
En justicia, debía admitir que tampoco Nuria había puesto mala cara, y en cuanto a Isabel, bueno, parecía encantada con la aventura. El cariño de Diego por ellas había crecido al verlas tan vulnerables y valientes.
Sintió una ternura infinita por esos cuerpos lastimados y un deseo inmenso de aliviarles el cansancio, de abrigarlas del frío, de salvarlas de cualquier peligro. No le preocupaba tanto Isabel, quien tenía la resistencia de una potranca, ni Nuria, quien se las arreglaba con sorbos de licor, sino Juliana. Las sandalias de labrador le llenaron de ampollas los pies, a pesar de las medias de lana, y el roce del hábito le escoció la piel. ¿Y qué pensaba Juliana entretanto? No lo sé, pero imagino que en la luz agónica de la tarde Diego le pareció guapo. No se había afeitado en un par de días y la sombra oscura de la barba le daba un aire tosco y viril. Ya no era el muchacho torpe, intenso, flaco, pura sonrisa y orejas, que apareció en su casa cuatro años antes. Era un hombre.
Dentro de unos meses cumpliría veinte años bien vividos, había echado cuerpo y tenía aplomo. No estaba nada mal y además la quería con una conmovedora lealtad de cachorro. Juliana tendría que haber sido de piedra para no ablandarse.
El pretexto de la manteca curativa sirvió a Diego para acariciar los pies de su amada un buen rato y, de paso, distraerse de sus funestos pensamientos. Pronto prevaleció su naturaleza optimista y le ofreció extender el masaje hacia las pantorrillas. «No seas depravado, Diego», lo increpó Isabel, rompiendo el encanto en un santiamén.
Las hermanas se durmieron, mientras él volvía a rumiar sus variadas inquietudes. Concluyó que lo único venturoso de ese viaje sería Juliana, lo demás era sólo esfuerzo y agobio. Rafael Moncada y otros posibles pretendientes habían quedado fuera de la escena, por fin disponía de una oportunidad completa para conquistar a la bella: semanas y semanas en estrecha convivencia. Allí estaba, a menos de una vara de distancia, exhausta, sucia, dolorida y frágil.
Podía estirar la mano y tocar su mejilla arrebolada por el sueño, pero no se atrevía. Dormiría cada noche a su lado, como castos esposos, y compartiría con ella cada momento del día. Juliana no contaba con más protección que él en este mundo, situación que le favorecía enormemente.