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Jamás se aprovecharía de esa ventaja, por supuesto -era un caballero-, pero no podía dejar de notar que en un solo día se había operado un cambio en ella. Juliana lo miraba con otros ojos. Se había acostado ovillada, tiritando bajo las pieles de cordero, en un rincón del cobertizo, pero al poco rato entró en calor y asomó media cabeza, buscando acomodo sobre las mazorcas. Por las ranuras de las tablas entraba el resplandor azul de la luna y alumbraba su rostro perfecto, abandonado en el sueño.

Diego deseaba que ese peregrinaje no terminara nunca. Se colocó tan cerca de ella, que podía adivinar la tibieza de su aliento y la fragancia de sus rizos oscuros. La buena campesina tenía razón, había que esconder su belleza, para no atraer la mala suerte. Si eran asaltados por una pandilla, mal podría defenderla él solo, ya que ni siquiera contaba con una espada. Existían sobrados motivos para angustiarse; sin embargo, nada pecaminoso había en dar rienda suelta a la fantasía; por lo tanto se distrajo imaginando a la doncella en terribles peligros y salvada una y otra vez por el invencible Zorro.

“Si no consigo enamorarla ahora, es que soy un babieca sin remedio”, masculló.

Juliana e Isabel despertaron con el canto del gallo y las sacudidas de Nuria, quien les había conseguido un tazón de leche de cabra recién ordeñada. Ella y Diego no habían descansado con la misma placidez de las niñas. Nuria rezó por horas, aterrada del futuro, y Diego descansó a medias, pendiente de la proximidad de Juliana, con un ojo abierto y una mano en la daga para defenderla, hasta que el tímido amanecer de invierno puso fin a esa eterna noche.

Los viajeros se aprontaron para iniciar otra jornada, pero a Juliana y Nuria las piernas apenas les obedecían, a los pocos pasos debieron apoyarse para no caer desplomadas. Isabel, en cambio, demostró su estado físico con varias flexiones, jactándose de las horas interminables que había pasado haciendo esgrima frente a un espejo.

Diego aconsejó que echaran a andar, para que se calentaran los músculos y pasara el agarrotamiento, pero no fue así, el dolor no hizo más que empeorar y al fin Juliana y Nuria debieron montar en los caballos, mientras Diego e Isabel cargaban los bultos.

Habría de pasar una semana completa antes de que pudieran cumplir la meta de seis leguas diarias que se habían propuesto al comenzar. Antes de partir agradecieron la hospitalidad a la campesina y le dejaron unos maravedíes, que ella se quedó mirando pasmada, como si nunca hubiera visto monedas.

En algunos trechos la ruta era un sendero de mulas, en otros, sólo un delgado rastro culebreando en la naturaleza. Una transformación inesperada se operó en los cuatro falsos peregrinos. La paz y el silencio los obligó a escuchar, mirar los árboles y las montañas con otros ojos, abrir el corazón a la experiencia única de pisar sobre las huellas de millares de viajeros que habían hecho ese camino durante nueve siglos. Unos frailes les enseñaron a guiarse por las estrellas, como hacían los viajeros en la Edad Media, y por las piedras y mojones marcados con el sello de Santiago, una concha de vieira, dejados por caminantes anteriores.

En algunas partes encontraron frases talladas en trozos de madera o escritas en desteñidos trozos de pergamino, mensajes de esperanza y deseos de buena suerte.

Aquel viaje a la tumba del apóstol se convirtió en una exploración de la propia alma. Iban en silencio, doloridos y cansados, pero contentos. Perdieron el miedo inicial y pronto se les olvidó que huían. Escucharon lobos por la noche y esperaban ver bandoleros en cualquier recodo del camino, pero avanzaban confiados, como si una fuerza superior los protegiera.

Nuria empezó a reconciliarse con Santiago, a quien había insultado cuando ejecutaron a Tomás de Romeu. Cruzaron bosques, extensas llanuras, montes solitarios, en un paisaje cambiante y siempre hermoso. Nunca les faltó hospedaje. Unas veces dormían en casas de labriegos, otras en monasterios y conventos. Tampoco les faltó pan o sopa, que gente desconocida compartía con ellos.

Una noche durmieron en una iglesia y despertaron con cantos gregorianos, envueltos en una niebla densa y azul, como de otro mundo. En otra ocasión descansaron en las ruinas de una pequeña capilla, donde anidaban millares de palomas blancas, enviadas, según Nuria, por el Espíritu Santo. Siguiendo el consejo de la campesina que los acogió la primera noche, las muchachas se tapaban la cara al aproximarse a lugares habitados.

En los villorrios y hostales, las hermanas se quedaban atrás, mientras Nuria y Diego se adelantaban a solicitar ayuda, haciéndose pasar por madre e hijo. Siempre se referían a Juliana e Isabel como si fueran varones y aclaraban que no mostraban la cara porque estaban deformados por la peste, así no despertaban interés de bandidos, gañanes y desertores del ejército, que vagaban por esos campos sin cultivar desde el comienzo de la guerra.

Diego calculaba la distancia y el tiempo que los separaba del puerto de La Coruña y agregaba a esta operación matemática sus avances con Juliana, que no eran espectaculares, pero al menos la joven parecía sentirse segura en su compañía y lo trataba con menos ligereza y más coquetería; se apoyaba en su brazo, permitía que le acariciara los pies, le preparara el lecho y hasta le diera cucharadas de sopa en la boca, cuando estaba demasiado cansada.

En las noches Diego esperaba que el resto del grupo se durmiera para acomodarse lo más cerca de ella que la decencia permitiese. Soñaba con ella y despertaba en la gloria, con un brazo sobre su cintura. Ella fingía no darse cuenta de esa creciente intimidad y durante el día actuaba como si jamás se hubiesen tocado, pero en la negrura de la noche facilitaba el contacto, mientras él se preguntaba si lo haría por frío, por miedo o por las mismas razones apasionadas que lo movían a él.

Aguardaba esos momentos con una ansiedad demente y los aprovechaba hasta donde podía. Isabel estaba al tanto de aquellos escarceos nocturnos y no tenía empacho en hacerles bromas al respecto. La forma en que se enteraba esa chiquilla resultaba un enigma, porque era la primera en dormirse y la última en despertar.

Aquel día habían andado varias horas y a la fatiga se sumaba la demora causada por una lesión en la pata de uno de los caballos, que lo obligaba a cojear. Se había puesto el sol y aún les faltaba un buen trecho para llegar a un convento, donde pensaban pernoctar. Vieron salir humo de una casa cercana y decidieron que valía la pena acercarse. Diego se adelantó, confiado en que sería bien recibido, porque parecía un lugar más bien próspero, al menos comparado con otros.

Antes de tocar la puerta advirtió a las niñas que se cubrieran, a pesar de la penumbra. Se envolvieron las caras con trapos provistos de huecos para los ojos, que ya estaban pardos de polvo y les daban un aspecto de leprosas. Les abrió un hombre que a contraluz se veía cuadrado, como un orangután. No podían distinguir sus facciones, pero a juzgar por su actitud y tono descortés no parecía complacido de verlos. De partida se negó a recibirlos con el pretexto de que no tenía obligación de socorrer a peregrinos, eso les correspondía a frailes y monjas, que para eso eran ricos. Agregó que si viajaban con dos caballos, no debían tener voto de pobreza y bien podían pagar sus gastos.

Diego regateó un rato y por fin el labriego aceptó darles algo de comer y permiso para dormir bajo techo a cambio de unas monedas que debieron entregar por adelantado. Los condujo a un establo, donde había una vaca y dos caballos percherones de labranza; les señaló un montón de paja para que se acomodaran y les anunció que volvería con algo de comer.

A la media hora, cuando empezaban a perder la esperanza de echarse algo al estómago, el hombre reapareció acompañado por otro. El establo estaba oscuro como una cueva, pero traían un farol. Dejaron en el suelo unas escudillas con una contundente sopa campesina, una hogaza de pan negro y media docena de huevos. Entonces Diego y las mujeres pudieron ver, a la luz del farol, que uno de ellos tenía la cara deformada por una cicatriz, que le atravesaba un ojo y la mejilla, y el otro carecía de nariz. Eran bajos, fuertes, sin cuello, con los brazos como leños y un aspecto tan patibulario, que Diego palpó sus dagas e Isabel su pistola.