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– Antiguamente las armas de los héroes se templaban atravesando el cuerpo de un prisionero o un esclavo con la hoja al rojo, recién salida de la fragua -comentó Pelayo.

– Me conformo con que templemos la mía en el río -replicó Diego-. Es el regalo más precioso que he recibido. La llamaré Justina, porque estará siempre al servicio de causas justas.

Diego y sus amigas vivieron y viajaron en compañía de los Roma hasta febrero. Tuvieron dos breves encuentros con guardias, que no perdían ocasión de hacer valer su autoridad y molestar a los gitanos, pero no se dieron cuenta de que había extraños entre la gente de la tribu. Diego dedujo que nadie los buscaba tan lejos de Barcelona y que su idea de huir en dirección al Atlántico no había sido tan absurda como parecía al principio.

Pasaron la peor parte del invierno protegidos del clima y los peligros del camino en el seno tibio de la tribu, que los acogió como nunca antes había acogido a ningún gadje. Diego no tuvo que defender a las muchachas de lo hombres, porque la posibilidad de desposar a una extranjera no se les pasaba por la mente. Tampoco parecían impresionados con la belleza de Juliana, en cambio les llamaba la atención que Isabel practicara esgrima y se esmerara en aprender a montar a caballo como los hombres.

Durante esas semanas nuestros amigos recorrieron lo que les faltaba del País Vasco, Cantabria y Galicia, hasta que por fin se hallaron a las puertas de La Coruña. Por un afán sentimental, Nuria pidió que le permitieran ir a Compostela a ver la catedral y postrarse ante la tumba de Santiago. Había terminado por hacerse amiga del apóstol, una vez que entendió su torcido sentido del humor. La acompañó la tribu entera.

La ciudad, con sus angostas callejuelas y pasajes, casas antiguas, tiendas de artesanía, hostales, mesones, tabernas, plazas y parroquias, se extendía en capas concéntricas en torno al sepulcro, uno de los ejes espirituales de la cristiandad.

Era un día claro, de cielos despejados, con un frío vigorizante. La catedral apareció ante ellos en todo su milenario esplendor, deslumbrante y soberbia, con sus arcos y espigadas torres.

Los Roma alborotaron la paz proclamando a viva voz sus baratijas, sus métodos de adivinación y sus pócimas para curar males y resucitar muertos. Entretanto, Diego y sus amigas, como todos los viajeros que llegaban a Compostela, se arrodillaron ante el pórtico central de la basílica y pusieron las manos en la base de piedra. Habían cumplido su peregrinaje, era el fin de un largo camino. Dieron gracias al apóstol por haberlos protegido y le pidieron que no los abandonara todavía, que los ayudara a cruzar el mar a salvo.

No habían terminado de formular las palabras, cuando Diego se dio cuenta de que a escasos pasos de distancia había un hombre de rodillas que rezaba con exagerado fervor. Estaba de perfil, apenas alumbrado por los reflejos multicolores de los vitrales, pero lo reconoció de inmediato, a pesar de que no lo había visto en cinco años. Era Galileo Tempesta.

Esperó a que el marinero terminara de golpearse el pecho y se persignara, para aproximarse. Tempesta se volvió, extrañado al verse abordado por un gitano de grandes patillas y bigotes.

– Soy yo, señor Tempesta, Diego de la Vega…

– Porca miseria, Diego! -exclamó el cocinero, y con sus músculos de piedra lo levantó un palmo del suelo en efusivo abrazo.

– ¡Chisss! Más respeto, están en la catedral -los increpó un fraile.

Salieron al aire libre, eufóricos, palmoteándose las espaldas, sin creer la suerte de haberse encontrado, aunque aquella casualidad era perfectamente explicable. Galileo Tempesta seguía trabajando de cocinero en la Madre de Dios y el barco estaba anclado en La Coruña cargando armas para llevar a México. Tempesta había aprovechado esos días de permiso en tierra para visitar al santo y rogarle que lo curara de un mal impronunciable. En susurros confesó que había contraído una enfermedad vergonzosa en el Caribe, castigo divino por sus pecados, sobre todo el hachazo que le propinara a su infeliz esposa años atrás, un lamentable exabrupto, es cierto, aunque ella se lo merecía. Sólo un milagro podía curarlo, agregó.

– No sé si el apóstol se dedica a este tipo de milagros, señor Tempesta, pero se me ocurre que Amalia podría ayudaros.

– ¿Quién es Amalia?

– Una drabardi. Nació con el don de leer el destino ajeno y curar enfermedades. Sus remedios son muy efectivos.

– ¡Bendito sea Santiago, que la puso en mi camino! ¿Ve cómo se operan los milagros, joven De la Vega?

– A propósito de Santiago, ¿qué ha sido del capitán Santiago de León? -preguntó Diego.

– Sigue al mando de la Madre de Dios y está más excéntrico que nunca, pero se pondrá muy contento al saber de usted.

– Tal vez no, porque ahora soy un fugitivo de la ley…

– Mayor razón, entonces. ¿Para qué son los amigos si no es para tender una mano cuando falla la suerte? -lo interrumpió el cocinero.

Diego lo llevó a una esquina de la plaza, donde varias gitanas vendían profecías, y se lo presentó a Amalia, quien escuchó su confesión y aceptó tratar su mal por un precio bastante elevado.

Dos días más tarde Galileo Tempesta arregló una cita entre Diego y Santiago de León en una taberna de La Coruña. Apenas el capitán se convenció de que ese gitano era el mozalbete que había transportado en su nave en 1810, se dispuso a escuchar su historia completa.

Diego le dio un resumen de sus años en Barcelona y le contó de Juliana e Isabel de Romeu.

– Existe una orden de arresto contra esas pobres niñas. De ser apresadas terminarían en prisión o deportadas a las colonias.

– ¿Qué fechoría pueden haber cometido esas criaturas?

– Ninguna. Son víctimas de un villano despechado. Antes de morir, el padre de las niñas, don Tomás de Romeu, me pidió que las llevara a California y las pusiera bajo la protección de mi padre, don Alejandro de la Vega. ¿Puede usted ayudarnos a llegar a América, capitán?

– Trabajo para el gobierno de España, joven De la Vega. No puedo transportar fugitivos.

– Sé que usted lo ha hecho otras veces, capitán…

– ¿Qué insinúa, señor?

Por toda respuesta Diego se abrió la camisa y le mostró el medallón de La Justicia, que siempre llevaba al cuello.

Santiago de León observó la joya por unos segundos y por primera vez Diego lo vio sonreír. Su rostro de ave taciturna cambió por completo y su tono se dulcificó al reconocer a un compañero. Aunque la sociedad secreta estaba temporalmente inactiva, ambos estaban tan atados como antes al juramento de proteger a los perseguidos. De León explicó que su nave debía partir dentro de unos días. El invierno no era la mejor estación para atravesar el océano, pero peor era el verano, cuando se desataban los huracanes.

Debía transportar con urgencia su cargamento de armas para combatir la insurrección en México, treinta cañones desarmados, mil mosquetes, un millón de municiones de plomo y pólvora. De León lamentaba que su profesión y las necesidades económicas le obligaran a ello, porque consideraba legítima la lucha de todos los pueblos por su independencia. España, decidida a recuperar sus colonias, había enviado diez mil hombres a América. Las fuerzas realistas habían reconquistado Venezuela y Chile en una lucha cruenta, de mucha sangre y atrocidades. También la insurrección mexicana había sido sofocada. «Si no fuera por mi leal tripulación, que ha estado conmigo por muchos años y necesita este trabajo, dejaría el mar para dedicarme exclusivamente a mis mapas», explicó el capitán.