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Acordaron que Diego y las mujeres subirían a bordo amparados por las sombras y permanecerían ocultos en la nave hasta encontrarse en alta mar. Nadie, salvo el capitán y Galileo Tempesta, conocería la identidad de los pasajeros. Diego se lo agradeció conmovido, pero el capitán replicó que sólo cumplía con su obligación. Cualquier miembro de La Justicia haría lo mismo en su lugar.

La semana se fue en prepararse para el viaje. Debieron descoser los refajos para sacar los doblones de oro, porque deseaban dejar algo a los Roma, que tan bien los habían acogido, y necesitaban comprar ropa adecuada y otras cosas indispensables para el viaje. El puñado de piedras preciosas fue cosido de nuevo en los dobleces de las prendas interiores. Tal como les había indicado el banquero, no había mejor manera de transportar dinero en tiempos de dificultad.

Las muchachas escogieron vestidos prácticos y sencillos, adecuados a la vida que les aguardaba, todos negros, porque por fin podían guardar luto por su padre. No había mucho para elegir en las modestas tiendas de los alrededores, pero consiguieron algunas piezas de ropa y accesorios en un barco inglés anclado en el puerto. Por su parte, Nuria le había tomado el gusto a los trapos de colores durante su estadía con los gitanos, pero también debía usar el negro por lo menos durante un año, en memoria de su difunto amo.

Diego y sus amigas se despidieron de la tribu Roma con pesar, pero sin expresiones sentimentales, que habrían sido mal recibidas entre aquella gente endurecida por el hábito de sufrir. Pelayo le entregó a Diego la espada que había forjado para él, un arma perfecta, fuerte, flexible y liviana, tan bien equilibrada, que se podía lanzar al aire con una voltereta y recogerla por la empuñadura sin el menor esfuerzo. En el último momento Amalia intentó devolver a Juliana la tiara de perlas, pero ésta se negó a recibirla, pretextando que deseaba dejarle un recuerdo. «No necesito esto para acordarme de vosotros», replicó la gitana con un gesto casi despectivo, pero se la guardó.

Se embarcaron durante una noche de principios de marzo, unas horas después de que los guardias del puerto subieran a bordo a revisar la carga y autorizar al capitán para levar el ancla. Galileo Tempesta y Santiago de León condujeron a sus protegidos a las cabinas que les habían asignado. La nave había sido remodelada un par de años antes y estaba en mejores condiciones que en el primer viaje de Diego, ahora contaba con espacio para cuatro pasajeros en cubículos individuales a cada lado de la sala de oficiales, en la popa. Cada uno tenía una cama de madera colgada con cables, una mesa, una silla, un baúl y un pequeño armario para la ropa. Aquellas celdas no eran cómodas, pero ofrecían privacidad, el mayor lujo en un barco.

Las tres mujeres se encerraron en sus camarotes durante las primeras veinticuatro horas de navegación, sin probar bocado, verdes de mareo, convencidas de que no sobrevivirían al horror de mecerse en el agua durante semanas. Apenas dejaron atrás la costa de España, el capitán autorizó a los pasajeros a salir, pero ordenó a las muchachas que se mantuvieran a discreta distancia de los marineros, para evitar problemas. No dio explicaciones a los tripulantes y éstos no se atrevieron a pedirlas, pero a sus espaldas murmuraban que no era buena idea llevar mujeres a bordo.

Al segundo día las niñas De Romeu y Nuria resucitaron livianas y sin náuseas, con el sonido sordo de los pies desnudos de los marineros cambiando turnos y el aroma de café. Para entonces ya se habían habituado a la campana, que repicaba cada media hora. Se lavaron con agua de mar y se quitaron la sal con un trapo mojado en agua dulce, luego se vistieron y salieron tambaleándose de sus cabinas.

En la sala de oficiales había una mesa rectangular con ocho sillas, donde Galileo Tempesta había dispuesto el desayuno. El café, endulzado con melaza y fortalecido con un chorrito de ron, les devolvió el alma al cuerpo. La avena, aromatizada con canela y clavo de olor, fue servida con una exótica miel americana, gentileza del capitán. Por la puerta entreabierta vieron a Santiago de León y sus dos jóvenes oficiales en la mesa de trabajo, revisando las listas de los turnos y el informe de provisiones, leña y agua, que debían distribuirse con prudencia hasta el próximo puerto de abastecimiento.

En la pared había un compás indicando la dirección de la nave y un barómetro de mercurio. Sobre la mesa, en una hermosa caja de caoba, estaba el cronómetro, que Santiago de León cuidaba como reliquia. Saludó con un lacónico «buenos días», sin manifestar sorpresa ante la palidez mortal de sus huéspedes. Isabel preguntó por Diego, y el capitán le señaló la cubierta con un gesto vago.

– Si en estos años el joven De la Vega no ha cambiado, debería estar encaramado en el palo mayor o sentado sobre el mascarón de proa. No creo que se aburra, pero para ustedes esta travesía será muy larga -dijo.

Sin embargo, no fue así, pronto cada una encontró una ocupación. Juliana se dedicó a bordar y a leer uno a uno los libros del capitán. Al principio le parecieron aburridos, pero luego introdujo héroes y heroínas y así las guerras, revoluciones y tratados filosóficos adquirieron un apropiado carácter romántico. Era libre de inventar amores ardientes y contrariados y además podía decidir el final. Prefería los finales trágicos, porque se llora más.

Isabel se constituyó en ayudante del capitán para el trazado de los mapas fantásticos, una vez que probó su habilidad para el dibujo. Luego pidió permiso para retratar a la tripulación; el capitán acabó por darle autorización, y así ella se ganó el respeto de los marineros. Estudió los misterios de la navegación, desde el uso del sextante hasta la forma de identificar las corrientes submarinas por los cambios de color en el agua o por el comportamiento de los peces. Se entretuvo dibujando las labores a bordo, que eran muchas: sellar rajaduras de la madera con fibra de roble y alquitrán, bombear el agua que se juntaba en la cala, reparar velas, unir los cabos rotos, lubricar mástiles con grasa rancia de la cocina, pintar, raspar y lavar cubiertas.

Los tripulantes trabajaban todo el tiempo, sólo el domingo se relajaba la rutina y aprovechaban para pescar, tallar figuras en trozos de madera, cortarse el cabello, remendar la ropa y hacerse tatuajes o sacarse los piojos unos a otros. Olían a fiera, porque rara vez se cambiaban la ropa y consideraban que el baño era peligroso para la salud. No podían entender que el capitán lo hiciera una vez por semana, y mucho menos entendían la manía de los cuatro pasajeros de lavarse a diario.

En la Madre de Dios no imperaba la disciplina cruel de los barcos de guerra; Santiago de León se hacía respetar sin recurrir a castigos brutales. Permitía juegos de barajas y dados, prohibidos en otras naves, siempre que no se apostara dinero, doblaba la ración de ron los domingos, jamás se atrasaba en pagar a los hombres y cuando atracaban en un puerto organizaba turnos para que todos pudieran bajar a divertirse.

Aunque había un látigo de nueve colas en una bolsa roja colgado en un lugar visible, nunca se había usado. A lo más condenaba a los infractores a unos días sin licor.

Nuria impuso su presencia en la cocina, porque en su opinión los platos de Galileo Tempesta dejaban bastante que desear. Sus innovaciones culinarias, preparadas con los limitados ingredientes de siempre, fueron celebradas por todos, desde el capitán hasta el último grumete. La dueña se habituó rápidamente al olor nauseabundo de las provisiones, sobre todo de los quesos y la carne salada, a cocinar con agua turbia y a los pescados que Galileo Tempesta colocaba sobre los sacos de galletas para combatir el gorgojo. Cuando éstos se llenaban de gusanos, se reemplazaban por otros, así se mantenían las galletas más o menos limpias.