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Diego vio las horquillas de hierro que usaban para el asalto, pero no había tiempo para tratar de cortar los cabos. Se lanzó a las cabinas de popa, advirtiendo a gritos a Juliana, Isabel y Nuria que no salieran por ningún motivo, cogió la espada que le había hecho Pelayo y se dispuso a defenderlas.

Los primeros asaltantes, con puñales entre los dientes, alcanzaron la cubierta. Los tripulantes de la Madre de Dios salieron como ratones por todas partes, armados con lo que hallaron, mientras el capitán ladraba órdenes inútiles, porque en un instante se armó una batahola infernal y nadie lo oía. Diego y el capitán se batían lado a lado contra media docena de atacantes, seres patibularios, marcados por horrendas cicatrices, peludos, con dagas hasta en las botas, dos o tres pistolas al cinto y sables cortos. Rugían como tigres, pero peleaban con más ruido y coraje que técnica.

Ninguno podía hacerle frente a Diego solo, pero entre varios lo acorralaron. El joven logró romper el cerco y herir a un par de ellos, luego dio un salto y se aferró a la vela de mesana, trepó por el flechaste y cogió un cable que le permitió columpiarse y cruzar la cubierta, todo esto sin perder de vista los camarotes de las mujeres. Las puertas eran livianas, podían abrirse de una patada. Sólo cabía esperar que a ninguna se le ocurriera asomar la nariz afuera.

Meciéndose en el cable, se impulsó y cayó con un salto formidable justo frente a un hombre que lo esperaba tranquilo, sable en mano. A diferencia de los demás, que eran una banda de andrajosos desalmados, éste vestía como un príncipe, todo de negro, con una faja de seda amarilla en la cintura, cuello y puños de encaje, finas botas altas con hebillas de oro, cadena del mismo metal al cuello y anillos en los dedos. Tenía buen porte, pelo largo y lustroso, el rostro afeitado, expresivos ojos negros y una sonrisa burlona que bailaba en sus labios finos, de dientes albos.

Diego alcanzó a apreciarlo en una rápida mirada y no se detuvo a averiguar su identidad, por su atuendo y actitud supuso que debía de ser el jefe de los piratas. El atildado sujeto saludó en francés y lanzó su primera estocada, que Diego alcanzó a esquivar por un pelo. Se cruzaron los aceros y a los tres o cuatro minutos ambos comprendieron que estaban cortados por el mismo molde, hechos el uno para el otro. Ambos eran excelentes esgrimistas. A pesar de las circunstancias, sintieron el secreto placer de batirse con un rival a la altura y, sin ponerse de acuerdo, decidieron que el contrario merecía una lucha limpia, aunque a muerte. El duelo casi parecía una demostración artística; habría llenado de orgullo al maestro Manuel Escalante.

A bordo de la Madre de Dios cada uno luchaba por sí mismo. Santiago de León echó una mirada alrededor y evaluó la situación en un instante. Los piratas eran dos o tres veces más numerosos, estaban bien armados, sabían pelear y los habían pillado por sorpresa. Sus hombres eran apacibles marineros mercantes, varios de ellos ya peinaban canas y soñaban con retirarse del mar y formar una familia, no era justo que dejaran la vida defendiendo una carga ajena. Con un esfuerzo brutal logró separarse de sus atacantes y de dos saltos alcanzó la campana para llamar a rendirse. La tripulación obedeció y depuso las armas, en medio del griterío de triunfo de los asaltantes.

Sólo Diego y su elegante adversario ignoraron la campana y siguieron batiéndose durante unos minutos, hasta que el primero logró desarmar al segundo con un revés. La victoria de Diego fue de muy corta duración, porque al instante se encontró al centro de un círculo de sables que le arañaban la piel.

– ¡Dejadlo, pero no lo perdáis de vista! Lo quiero con vida -ordenó su rival, y enseguida saludó a Santiago de León en perfecto castellano-. Jean Laffite, a sus órdenes, capitán.

– Lo temía, señor. No podía ser otro que el pirata Laffite -replicó De León, secándose el sudor de la frente.

– Pirata no, capitán. Cuento con patente de corsario de Cartagena de Colombia.

– Para el caso es lo mismo. ¿Qué podemos esperar de usted?

– Pueden esperar un trato justo. No matamos, a menos que sea inevitable, porque a todos nos conviene más un arreglo comercial. Propongo que nos entendamos como caballeros. Su nombre, por favor.

– Santiago de León, marino mercante.

– Sólo me interesa su carga, capitán De León, que si estoy bien informado, son armas y municiones.

– ¿Qué pasará con mi tripulación?

– Pueden disponer de sus botes. Con buen viento llegarán a las Bahamas o a Cuba en un par de días, todo es cuestión de suerte. ¿Hay algo a bordo que pueda interesarme, aparte de las armas?

– Libros y mapas… -replicó Santiago de León. Ése fue el momento que escogió Isabel para salir de su camarote en camisa de dormir, descalza y con la pistola de su padre en la mano. Se mantuvo encerrada, obedeciendo la orden de Diego, hasta que cesó el alboroto de la pelea y el ruido de los cañonazos, entonces no aguantó más la ansiedad y salió a averiguar cómo había terminado la batalla.

– Pardieu! Una hermosa dama… -exclamó Laffite al verla. Isabel dio un respingo de sorpresa y bajó el arma, era la primera vez que alguien usaba ese adjetivo para describirla. Laffite se acercó a un paso de distancia, la saludó con una reverencia, estiró la mano y ella le entregó la pistola sin chistar.

– Esto complica un poco las cosas… ¿Cuántos pasajeros hay a bordo? -preguntó Laffite al capitán.

– Dos señoritas y su dueña, que viajan con don Diego de la Vega.

– Muy interesante.

Los dos capitanes se encerraron a discutir la rendición, mientras en la cubierta un par de piratas mantenía a raya a Diego, apuntándolo con sus pistolas, y los demás tomaban posesión del barco. Ordenaron a los vencidos que se tendieran boca abajo con las manos en la nuca, recorrieron el barco en busca del botín, consolaron a los heridos con ron y después lanzaron a los muertos al mar. No tomaban prisioneros, era muy engorroso. Sus propios heridos fueron transportados con gran cuidado a sus chalupas de abordaje y de allí a la nave corsaria. Entretanto, Diego planeaba la forma de liberarse y salvar a las niñas De Romeu.

En caso que pudiera llegar a ellas, no imaginaba cómo podrían escapar.

Sus enemigos eran una jauría brutal, la idea de que cualquiera de esos hombres pusiera sus zarpas sobre las muchachas le enloquecía. Debía pensar con frialdad, porque para salir de esa situación se requerían maña y suerte, de poco le servirían sus conocimientos de esgrima.

Santiago de León, sus dos oficiales y los sobrevivientes de la tripulación compraron su libertad con un cuarto de su salario anual, lo usual en estos casos. A los marineros les ofrecieron la opción de unirse a la banda de Laffite y algunos aceptaron. El corsario sabía que la deuda del capitán y sus hombres sería pagada, como dictaba el honor; quien no lo hacía era despreciado incluso por sus mejores amigos. Se trataba una transacción limpia y simple.

Santiago de León debió entregar sus cuatro pasajeros a Jean Laffite, quien pensaba cobrar rescate por ellos. Le explicó que las dos muchachas eran huérfanas y sin fortuna, pero el corsario decidió llevárselas de todos modos, porque había gran demanda de mujeres blancas en las casas alegres de Nueva Orleáns. De León le suplicó que respetara a ese par de niñas virtuosas, que tanto habían sufrido y no merecían ese terrible destino, pero ese tipo de consideración interfería con los negocios, cosa que Laffite no podía permitirse, y además, explicó, ser cortesana era un trabajo muy agradable para la mayoría de las mujeres.