El capitán salió de la reunión descompuesto. No le importaba perder las armas, por el contrario, una de las razones por las que se rindió con tanta prontitud fue el deseo de desprenderse de esa carga, pero le horrorizaba la idea de que las niñas De Romeu, a quienes había tomado verdadero cariño, terminaran en un burdel. Debió informar a sus pasajeros de la suerte que les aguardaba, aclarando que el único con esperanza de salir ileso era Diego de la Vega, porque seguramente su padre haría lo necesario para salvarlo.
– Mi padre también pagará rescate por Juliana, Isabel y Nuria, siempre que nadie les ponga ni un dedo encima. Le mandaremos una carta de inmediato a California -aseguró Diego a Laffite, pero apenas lo hubo dicho sintió una extraña opresión en el pecho, como un mal presentimiento.
– El correo suele tardar, de manera que serán mis huéspedes por algunas semanas, tal vez meses, hasta que recibamos el rescate. Entretanto, las muchachas serán respetadas. Por el bien de todos, espero que su padre no se haga de rogar con la respuesta -replicó el corsario, sin despegar los ojos de Juliana.
Las mujeres, que apenas tuvieron tiempo de vestirse, desfallecieron al ver en el puente a aquella banda de temibles desalmados, la sangre y los heridos. Juliana, sin embargo, no se estremecía sólo de horror, como podía suponerse, sino por el impacto de la mirada de Jean Laffite.
Los piratas atracaron su bergantín, colocaron tablones entre ambos puentes y formaron una cadena humana para transportar de un barco a otro el cargamento liviano, incluyendo animales, barriles de cerveza y jamones. No tenían prisa, porque la Madre de Dios ahora pertenecía a Laffite. Trabajaban con rapidez, pues la Madre de Dios se hundía a ojos vista.
El capitán De León presenció impasible la maniobra, pero el corazón le daba bandazos, porque amaba a su barco como a una novia. En el mástil enemigo flameaba, junto a una bandera colombiana, otra roja, llamada jolie rouge, que indicaba el propósito de dejar libres a los vencidos a cambio de un precio. Eso lo tranquilizó un poco, sabía que el corsario le permitiría salvar a su tripulación, después de todo. Un pendón negro, que a veces llevaba una calavera y dos tibias cruzadas, habría indicado la decisión de pelear hasta el último hombre y masacrar a los adversarios.
Cuando terminaron con la carga, Laffite cumplió su palabra y autorizó a Santiago de León para poner agua dulce y provisiones en los botes, llevarse sus instrumentos de navegación, sin los cuales no podría ubicarse, y embarcarse con su gente. En ese momento apareció Galileo Tempesta, quien se las había arreglado para permanecer oculto durante la batalla, con el pretexto de su brazo quebrado, y se instaló entre los primeros en uno de los botes. El capitán se despidió de Diego y las mujeres con un firme apretón de manos y la promesa de que volverían a verse. Les deseó suerte y bajó a uno de los botes sin una mirada hacia atrás. No quería presenciar el espectáculo de ver la Madre de Dios, que había sido su única vivienda durante tres décadas, en poder de los piratas.
En la nave pirata, cargada hasta el tope, era difícil moverse. Laffite nunca estaba en alta mar por más de un par de días, por eso podía hacinar a ciento cincuenta tripulantes en un espacio donde normalmente no cabrían más de treinta. Tenía sus cuarteles en Grande Isle, cerca de Nueva Orleáns, un islote en la región pantanosa de Barataría. Allí esperaba que sus espías le anunciaran la proximidad de una posible presa para lanzarse al ataque. Aprovechaba la bruma o las sombras de la noche, cuando los barcos disminuían la velocidad o se detenían, para asaltarlos con sigilo y velocidad. La sorpresa era siempre su mayor ventaja. Utilizaba sus cañones para intimidar, más que hundir a la nave enemiga, así podía apoderarse de ella e incorporarla a su flota, compuesta de trece bergantines, goletillas, polacras y faluchos.
Jean y su hermano Pierre eran los corsarios más temidos de aquellos años en el mar, pero en tierra firme podían hacerse pasar por hombres de negocios. El gobernador de Nueva Orleáns, harto del contrabando, el tráfico de esclavos, y otras actividades ilegales de los Laffite, puso un precio de quinientos dólares por sus cabezas. Jean respondió ofreciendo mil quinientos por la del gobernador.
Ésa fue la culminación de muchas hostilidades. Jean logró escapar, pero Pierre estuvo preso por meses, Grande Isle fue atacada y requisaron toda la mercadería. Sin embargo, la situación cambió cuando los Laffite se convirtieron en aliados de las tropas americanas. El general Jackson llegó a Nueva Orleáns al mando de un contingente de hombres paupérrimos y enfermos de malaria, con la misión de defender el enorme territorio de Luisiana contra los ingleses. No podía darse el lujo de rechazar la ayuda ofrecida por los piratas. Esos bandidos, mezcla de negros, pardos y blancos, resultaron esenciales en la batalla.
Jackson se enfrentó con el enemigo el 8 de enero de 1815, es decir, tres meses antes de que nuestros amigos llegaran contra su voluntad a esa región. La guerra entre Inglaterra y su antigua colonia había concluido dos semanas antes, pero ninguno de los bandos lo sabía. Con un puñado de hombres de diversas procedencias, que ni siquiera compartían una lengua común, Jackson venció a un ejército organizado y bien armado de veinte mil ingleses. Mientras los hombres se asesinaban unos a otros en Chalmette, a pocas leguas de Nueva Orleáns, mujeres y niños rezaban en el Convento de las Ursulinas.
Al final de la batalla, cuando procedieron a contar los cadáveres, vieron que Inglaterra había perdido dos mil hombres, mientras que Jackson sólo dejó trece soldados en el campo. Los más valientes y feroces fueron los criollos -gente de color, pero libres- y los piratas.
Unos días más tarde se celebró el triunfo con arcos de flores y doncellas vestidas de blanco, representando cada estado de la Unión, que coronaron de laurel al general Jackson. En la concurrencia estaban los hermanos Laffite con sus piratas, que de ser proscritos pasaron a ser héroes.
Durante las cuarenta horas que demoró el barco de Laffite en llegar a Grande Isle mantuvieron a Diego de la Vega atado en la cubierta y a las tres mujeres encerradas en una pequeña cabina junto a la del capitán. Pierre Laffite, que no había participado en el asalto a la Madre de Dios porque quedó a cargo de la nave pirata, resultó ser un hombre muy diferente de su hermano, más tosco, robusto, brutal, con cabellos claros y media cara paralizada por una apoplejía. Le gustaba comer y beber en exceso y no podía resistirse a una mujer joven, pero se abstuvo de molestar a Juliana e Isabel porque su hermano le recordó que los negocios eran más importantes que el placer. Esas muchachas podían reportarles una buena suma de dinero.
Jean mantenía sus orígenes en el misterio, nadie sabía de dónde provenía, pero confesaba sus treinta y cinco años. Tenía trato suave y modales exquisitos, hablaba varias lenguas, entre ellas francés, español e inglés, amaba la música y daba grandes sumas de dinero a la ópera de Nueva Orleáns. A pesar de su éxito entre las mujeres, no las codiciaba como su hermano, prefería cortejarlas con paciencia; era galante, jovial, gran bailarín y contador de anécdotas, la mayoría inventadas al vuelo.
Su simpatía por la causa americana resultaba legendaria, sus capitanes sabían que «quien ataca a un barco americano, muere». Los tres mil hombres bajo su mando lo llamaban boss, o jefe. Movía millones en mercadería utilizando barcazas y piraguas por los intrincados canales del delta del Mississippi. Nadie conocía esa región como él y sus hombres, las autoridades no podían controlarlos ni darles caza. Vendía el producto de su piratería a escasas leguas de Nueva Orleáns, en un antiguo lugar sagrado de los indios, llamado el Templo.