Las reglas eran claras: quien molestaba a una mujer ajena terminaba abandonado en un islote desértico con una garrafa de agua y una pistola cargada; el robo se pagaba con azotes; el asesinato, con la horca. No existía la sumisión ciega a un jefe, salvo en alta mar durante una acción bélica, pero había que obedecer las reglas o pagar las consecuencias.
En otros tiempos habían sido criminales, aventureros o desertores de barcos de guerra, siempre marginales, y ahora estaban orgullosos de pertenecer a una comunidad. Sólo los más aptos se embarcaban, el resto trabajaba en fraguas, cocinaba, criaba animales, reparaba barcos y botes, construía casas, pescaba.
Diego vio mujeres y niños, también hombres enfermos o con miembros amputados, y se enteró de que los veteranos de batallas, huérfanos y viudas recibían protección. Si un marinero perdía una pierna o un brazo en alta mar, se le recompensaba en oro.
El botín se repartía con equidad entre los hombres y se les daba algo a las viudas, el resto de las mujeres contaban poco. Eran prostitutas, esclavas, cautivas de asaltos y había también algunas valientes mujeres libres, no muchas, que habían llegado allí por propia decisión.
En la playa, Diego tropezó con una veintena de borrachos dedicados a pelear por gusto y corretear detrás de las mujeres y a la luz de las hogueras. Reconoció a varios tripulantes de la nave que destruyó a la Madre de Dios y decidió que era su oportunidad de recuperar el medallón de La Justicia, que uno de ellos le había arrancado.
– ¡Señores! ¡Oídme! -gritó.
Logró captar la atención de los menos intoxicados y se formó un círculo a su alrededor, mientras las mujeres aprovechaban la distracción para recoger sus ropas y alejarse deprisa. Diego se vio rodeado de rostros abotagados por el licor, ojos inyectados en sangre, bocas desdentadas que lo insultaban, zarpas que ya echaban mano de los cuchillos. No les dio tiempo de organizarse.
– Quiero divertirme un poco. ¿Alguno de vosotros se atreve a batirse conmigo? -preguntó.
Un coro entusiasta le respondió afirmativamente y el círculo se cerró en torno a Diego, que podía oler el sudor y el aliento a alcohol, tabaco y ajo de los hombres.
– Uno a la vez, por favor. Comenzaré con el valiente que tiene mi medallón, después os daré una paliza por turnos a cada uno de vosotros. ¿Qué os parece?
Varios corsarios se tiraron de espaldas en la playa, pataleando de risa. Los demás se consultaron entre ellos y al fin uno se abrió la inmunda camisa y mostró el medallón, muy dispuesto a batirse con ese alfeñique, con manos de mujer, que todavía olía a leche materna, como dijo. Diego quiso asegurarse de que en efecto era su joya. El hombre se la quitó del cuello y la agitó frente a sus narices.
– No pierdas de vista mi medallón, amigo mío, porque te lo quitaré al primer descuido -lo desafió Diego.
De inmediato el pirata sacó una daga corva del cinto y se sacudió la torpeza del alcohol, mientras los demás se apartaban para abrirles cancha. Se abalanzó sobre Diego, quien lo esperaba con los pies bien plantados en la arena. No había aprendido en vano el método secreto de lucha de La Justicia. Recibió a su adversario con tres movimientos simultáneos: le desvió la mano armada, se echó hacia un lado y se agachó, empleando en su favor el impulso del otro. El pirata perdió el equilibrio y Diego lo levantó con el hombro, lanzándolo al aire con una voltereta completa. Apenas aterrizó de espaldas, le puso el pie sobre la muñeca y le arrebató la daga. Luego se volvió hacia los espectadores con una breve reverencia.
– ¿Dónde está mi medallón? -preguntó, mirando a los piratas uno a uno.
Se acercó al de mayor tamaño, que se encontraba a varios pasos de distancia, y lo acusó de haberlo escondido. El hombre desenvainó su puñal, pero él lo detuvo con un gesto y le indicó que se quitara el gorro, porque allí estaba. Desorientado, el tipo obedeció, entonces Diego metió la mano en el gorro y sustrajo limpiamente la joya. La sorpresa paralizó a los demás, que no sabían si reírse o atacarlo, hasta que optaron por la idea más apropiada a sus temperamentos: dar una buena lección a ese mequetrefe insolente.
– ¿Todos contra uno? ¿No os parece una cobardía? -los desafió Diego, girando con el puñal en la mano, listo para saltar.
– Este caballero tiene razón, sería una cobardía indigna de vosotros -dijo una voz.
Era Jean Laffite, amable y sonriente, con la actitud de quien toma aire en un paseo, pero con la mano en su pistola. Cogió a Diego por un brazo y se lo llevó con calma, sin que nadie intentara detenerlos.
– Ese medallón debe de ser muy valioso, si arriesga la vida por él -comentó Laffite.
– Me lo regaló mi abuelita en su lecho de muerte -se burló Diego-. Con esto podré comprar mi libertad y la de mis amigas, capitán.
– Me temo que no vale tanto.
– Tal vez nuestro rescate nunca llegue. California queda muy lejos, puede suceder una desgracia por el camino. Si me lo permite, iré a jugar a Nueva Orleáns. Apostaré el medallón y ganaré lo suficiente para pagar nuestro rescate.
– ¿Y si pierde?
– En ese caso tendrá que aguardar el dinero de mi padre, pero yo nunca pierdo con los naipes.
– Es usted un joven original, creo que hasta tenemos algunas cosas en común -se rió el pirata.
Esa noche a Diego le devolvieron a Justina, la bella espada hecha por Pelayo, y el baúl con su ropa, salvado del naufragio por la codicia de un pirata, que no pudo abrirlo y se lo llevó, creyendo que contenía algo de valor. Los tres rehenes cenaron en el comedor de Laffite, quien lucía muy elegante, todo de negro, afeitado y con el cabello recién rizado. Diego pensó que por comparación su atavío de Zorro resultaba lamentable; debía copiar algunas ideas del corsario, como la faja en la cintura y las mangas anchas de la camisa.
La comida consistió en un desfile de platos de influencia africana, caribeña y cajún, como se llamaba a los inmigrantes llegados de Canadá: gumbo de cangrejo, frijoles rojos con arroz, ostras fritas, pavo asado con nueces y pasas, pescado con especias y los mejores vinos robados de galeones franceses, que el anfitrión apenas probó. Un ventilador de tela, para dar aire y espantar las moscas, colgaba sobre la mesa, accionado por un niño negro que tiraba de un cordel, y en un balcón tres músicos tocaban una mezcla irresistible de ritmo caribeño y canciones de esclavos. Silenciosa como una sombra, desde la puerta madame Odilia dirigía con la mirada a las esclavas del servicio.
Por primera vez Juliana pudo ver a Jean Laffite de cerca. Cuando el corsario se inclinó para besarle la mano, supo que el largo periplo de los últimos meses, que la había conducido hasta allí, por fin terminaba. Descubrió por qué no quiso casarse con ninguno de sus pretendientes, rechazó a Rafael Moncada hasta enloquecerlo y no respondió a los avances de Diego durante cinco años. Se había preparado la vida entera para aquello que en sus novelitas románticas se definía como «el flechazo de Cupido». ¿De qué otra forma se podía describir ese amor súbito? Era una flecha en el pecho, un dolor agudo, una herida. (Perdonadme, estimados lectores, por este eufemismo ridículo, pero los clichés contienen grandes verdades.)