La oscura mirada de Laffite se hundió en el agua verde de sus ojos y la mano de dedos largos del hombre tomó la suya. Juliana se tambaleó, como si fuera a caerse; nada nuevo, solía perder el equilibrio con las emociones. Isabel y Nuria creyeron que era una reacción de miedo ante el corsario, porque los síntomas se parecían, pero Diego comprendió de inmediato que algo irremediable había trastornado su destino. Comparado con Laffite, Rafael Moncada y todos los demás enamorados de Juliana eran insignificantes. Madame Odilia también notó el efecto del corsario en la muchacha y, como Diego, intuyó la gravedad de lo ocurrido.
Laffite los condujo a la mesa y se instaló a la cabecera a conversar amablemente. Juliana lo miraba hipnotizada, pero él la ignoraba a propósito, tanto que Isabel se preguntó si acaso algo le fallaría al corsario. Tal vez había perdido la virilidad en una batalla, esas cosas solían ocurrir, bastaba una bala distraída o un golpe a mansalva y la parte más interesante de un hombre quedaba reducida a un higo seco. No había otra explicación para tratar con esa indiferencia a su hermana.
– Agradecemos su hospitalidad, señor Laffite, aunque sea impuesta a la fuerza, sin embargo no me parece que esta comunidad de piratas sea el lugar apropiado para las señoritas De Romeu -dijo Diego, calculando que debía sacar a Juliana de allí a toda prisa.
– ¿Qué otra solución puede ofrecer, señor De la Vega?
– He oído del Convento de las Ursulinas en Nueva Orleáns. Las señoritas podrían esperar allí hasta que lleguen noticias de mi padre…
– ¡Antes muerta que con esas monjas! ¡De aquí no me mueve nadie! -lo interrumpió Juliana con una vehemencia que nunca le habían visto.
Todos los ojos se volvieron hacia ella. Estaba roja, afiebrada, sudando bajo el vestido de pesado brocado. La expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: se disponía a asesinar a quien intentara separarla de su pirata. Diego abrió la boca, pero no supo qué decir y se calló, derrotado.
Jean Laffite recibió el exabrupto de Juliana como un mensaje deseado y temido, casi como una caricia. Había tratado de evitar a la joven, repitiendo para sus adentros lo mismo que le decía siempre a su hermano Pierre, el negocio viene antes que el placer, pero por lo visto ella estaba tan prendada como él.
Esa devastadora atracción lo confundía, porque se jactaba de tener una mente fría. No era hombre impulsivo y estaba acostumbrado a la compañía de mujeres bellas. Prefería a las cuarteronas, mulatas famosas por su gracia y hermosura, entrenadas para satisfacer los más secretos caprichos de un hombre. Las mujeres blancas le parecían arrogantes y complicadas, se enfermaban con frecuencia, no sabían bailar y servían de poco a la hora de hacer el amor porque no les gustaba despeinarse. Sin embargo, esa joven española con ojos de gato era diferente. Podía competir en belleza con las más célebres criollas de Nueva Orleáns y por lo visto su limpia inocencia no interfería con su corazón apasionado. Disimuló un suspiro, procurando no abandonarse a las trampas de la imaginación.
El resto de la velada transcurrió como si todos estuvieran sentados en clavos. La conversación se arrastraba a duras penas. Diego observaba a Juliana, ella a Laffite y el resto de los comensales miraba el plato con gran atención. El calor era sofocante en el interior de la casa y al término de la comida el corsario los invitó a tomar un refresco en la terraza. Del techo colgaba un abanico de palmas que un esclavo movía con parsimonia. Laffite tomó la guitarra y empezó a cantar con una voz entonada y agradable, hasta que Diego anunció que estaban cansados y preferían retirarse. Juliana lo fulminó con una mirada letal, pero no se atrevió a negarse.
Nadie durmió en esa casa. La noche, con su concierto de sapos y el ruido lejano de tambores, se arrastró con una lentitud pavorosa. Sin poder aguantarse más, Juliana les confesó su secreto a Nuria e Isabel, en catalán para que no la entendiera la esclava que las atendía.
– Ahora sé lo que es el amor. Quiero casarme con Jean Laffite -dijo.
– Santa María, líbranos de esta desgracia -musitó Nuria, persignándose.
– Eres su prisionera, no su novia. ¿Cómo piensas resolver ese pequeño dilema? -quiso saber Isabel, bastante celosa, porque también estaba muy impresionada con el corsario.
– Estoy dispuesta a todo, no puedo vivir sin él -replicó su hermana con ojos de loca.
– Esto no le gustará a Diego.
– ¡Diego es lo de menos! ¡Mi padre debe estar revolcándose en la tumba, pero no me importa! -exclamó Juliana.
Impotente, Diego presenció la transformación de su amada. Juliana apareció al segundo día de cautiverio en Barataría olorosa a jabón, con el cabello suelto a la espalda y con un vestido ligero, obtenido de las esclavas, que revelaba sus encantos. Así se presentó al mediodía siguiente a la mesa, donde madame Odilia había dispuesto una abundante merienda. Jean Laffite la estaba esperando y, por el brillo de sus ojos, no cupo dudas que prefería ese estilo informal a la moda europea, insoportable en ese clima. De nuevo la saludó con un beso en la mano, pero bastante más intenso que el del día anterior.
Las sirvientas trajeron jugos de fruta con hielo, traído por el río en cajas con aserrín desde montañas remotas, lujo que sólo los ricos podían darse. Juliana, habitualmente inapetente, se tomó dos vasos del helado brebaje y comió con voracidad de cuanto había sobre la mesa, excitada y locuaz. A Diego e Isabel les pesaba el alma, mientras ella y el corsario charlaban casi en susurros. Algo pudieron captar de la conversación y se dieron cuenta de que Juliana exploraba el terreno, probando las armas de seducción que nunca antes había tenido necesidad de usar.
En ese momento estaba explicándole, entre risas y pestañeos, que a su hermana y a ella no les vendrían mal ciertas comodidades. De partida, un arpa, un piano y partituras de música, también libros, preferiblemente novelas y poesía, así como ropa liviana. Había perdido todo lo que tenía, «¿y por culpa de quién?», preguntó con un mohín. Además, deseaban libertad para pasear por los alrededores y cierta privacidad; les molestaba la vigilancia constante de las esclavas.
«Y a propósito, señor Laffite, debo decirle que abomino de la esclavitud, es una práctica inhumana.» Él respondió que si paseaban solas por la isla encontrarían gente vulgar que no sabía tratar a doncellas tan delicadas como ella y su hermana. Agregó que la función de las esclavas no era vigilarlas, sino atenderlas y espantar mosquitos, ratones y víboras, que se metían en los cuartos.
– Déme una escoba y yo misma me haré cargo de ese problema -replicó ella con una sonrisa irresistible, que Diego no le conocía.
– Respecto a lo demás que solicita, señorita, tal vez lo encontremos en mi bazar. Después de la siesta, cuando refresque un poco, iremos todos al Templo.
– No tenemos dinero, pero supongo que usted pagará, ya que nos ha traído aquí por la fuerza -replicó ella, coqueta.
– Será un honor, señorita.
– Puede llamarme Juliana.
Madame Odilia seguía este intercambio de galanteos desde un rincón de la sala con la misma atención de Diego e Isabel. Su presencia le recordó a Jean que no podía seguir por ese peligroso camino, tenía obligaciones ineludibles. Sacando fuerzas de donde pudo, decidió ser claro con Juliana. Llamó con un gesto a la bella del turbante y le susurró algo al oído. Ella desapareció durante unos minutos y regresó con un bulto en brazos.
– Madame Odilia es mi suegra y éste es mi hijo Pierre -explicó Jean Laffite, pálido.
Diego lanzó una exclamación de alegría y Juliana una de horror. Isabel se puso de pie y madame Odilia le mostró el bulto.
A diferencia de las mujeres normales, que suelen ablandarse a la vista de un crío, a Isabel no le gustaban los niños, prefería los perros, pero debió admitir que ese mocoso era simpático. Tenía la nariz respingona y los mismos ojos de su padre.