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– No sabía que era usted casado, señor pirata… -comentó Isabel.

– Corsario -la corrigió Laffite.

– Corsario, pues. ¿Podríamos conocer a su esposa?

– Me temo que no. Yo mismo no he podido visitarla durante varias semanas, está débil y no puede ver a nadie.

– ¿Cómo se llama?

– Catherine Villars.

– Disculpadme, me siento muy cansada… -musitó Juliana, desfalleciente.

Diego le retiró la silla y la acompañó con aire compungido, aunque estaba encantado con el giro de los acontecimientos. ¡Qué suerte tan extraordinaria! A Juliana no le quedaba más remedio que reevaluar sus sentimientos. Ya no sólo se trataba de que Laffite fuese un viejo de treinta y cinco años, mujeriego, criminal, contrabandista y traficante de esclavos, todo lo cual una niña como Juliana podía excusar fácilmente, sino que tenía mujer y un crío. ¡Gracias, Dios mío! No se podía pedir más.

Por la tarde Nuria se quedó aplicando paños fríos en la frente afiebrada de Juliana, mientras Diego e Isabel acompañaban a Laffite al Templo. Fueron en un bote, impulsado por cuatro remeros, que se introdujo en un laberinto de pantanos malolientes, en cuyas orillas reposaban docenas de caimanes, mientras las culebras zigzagueaban en el agua.

Con la humedad, el cabello de Isabel se disparó en todas direcciones, ensortijado y denso como un colchón. Los canales parecían todos idénticos, el paisaje era chato, no había ni un montículo que sirviera de referencia en esa vegetación de pastos altos. Los árboles tenían las raíces en el agua y pelucas de musgo colgando de las ramas. Los piratas conocían cada recodo, cada árbol, cada peñasco de ese territorio de pesadilla y avanzaban sin vacilación.

Al llegar al lugar donde estaba el Templo vieron los lanchones planos en que los piratas transportaban la mercadería, además de las piraguas y botes de algunos clientes, aunque la mayoría acudía por tierra, a caballo y en vistosos carruajes. Lo más granado de la sociedad se había dado cita, desde aristócratas hasta cortesanas de color. Los esclavos habían colocado toldos para que reposaran sus amos y servían comida y vino, mientras las damas recorrían el bazar examinando los productos.

Los piratas vociferaban la mercancía, telas de China, jarras de plata peruana, muebles de Viena, joyas de todas las procedencias, golosinas, artículos de tocador, nada faltaba en aquella feria, donde regatear era parte de la diversión. Pierre Laffite ya estaba allí, con una lámpara de lágrimas en la mano, anunciando a gritos que todo estaba en liquidación, los precios eran botados, compren, messieurs et mesdames, porque no volverá a presentarse una oportunidad como ésta.

Con la llegada de Jean y sus acompañantes se produjeron murmullos de curiosidad. Varias mujeres se acercaron al atrayente corsario, misteriosas bajo sus alegres parasoles, entre ellas la esposa del gobernador. Los caballeros se fijaron en Isabel, divertidos por su indómito cabello, parecido al musgo de los árboles. En la comunidad de los blancos había dos hombres por cada mujer y cualquier rostro nuevo era bienvenido, incluso un tan poco usual como el de Isabel.

Jean hizo las presentaciones sin mencionar para nada la forma en que había obtenido a esos nuevos «amigos», y enseguida buscó los objetos mencionados por Juliana aunque sabía que ningún regalo podría consolarla del golpe que le había dado al contarle lo de Catherine de manera tan brutal. No había otra forma, debía cortar aquella atracción mutua de raíz, antes de que los destruyera a ambos.

En Barataría, Juliana yacía sobre la cama, hundida en un lodazal de humillación y loco amor. Laffite había encendido en ella una llamarada diabólica, y ahora debía luchar con toda su voluntad contra la tentación de arrebatárselo a Catherine Villars. La única solución que se le ocurría era entrar de novicia al Convento de las Ursulinas y terminar sus días atendiendo a enfermos de viruela en Nueva Orleáns, al menos así podría respirar el mismo aire que ese hombre. No podría volver a dar la cara a nadie. Estaba confundida, avergonzada, inquieta, como si un millón de hormigas se paseara bajo su piel, se sentaba, paseaba, se tendía en la cama, se daba vueltas entre las sábanas. Pensaba en el niño, el pequeño Pierre, y más lloraba.

«No hay mal que dure cien años, niña mía, esta demencia se te tiene que pasar, nadie en su juicio se enamora de un pirata», la consolaba Nuria. En eso llegó madame Odilia a preguntar cómo estaba la señorita. En una bandeja traía una copa de jerez y galletas. Juliana decidió que era su única oportunidad de averiguar detalles y, tragándose el orgullo y el llanto, entabló conversación con ella.

– ¿Puede decirme, madame, si Catherine es esclava?

– Mi hija es libre, como yo. Mi madre era una reina de Senegal y allá yo también sería reina. Mi padre y el padre de mis hijas eran blancos, dueños de plantaciones de azúcar en Santo Domingo. Tuvimos que escapar durante la revuelta de los esclavos -replicó orgullosa madame Odilia.

– Entiendo que los blancos no pueden casarse con gente de color -insistió Juliana.

– Los blancos se casan con blancas, pero sus verdaderas mujeres somos nosotras. No necesitamos la bendición de un cura, nos basta el amor. Jean y Catherine se aman.

Juliana se echó a llorar de nuevo. Nuria le plantó un pellizco para que se controlara, pero eso no hizo más que aumentar la angustia de la joven. Le pidió a madame Odilia que le permitiera ver a Catherine, pensando que así tendría argumentos para resistir el embiste del amor.

– Eso no es posible. Beba el jerez, señorita, le hará bien. -Y con eso dio media vuelta y se retiró.

Juliana, abrasada de sed, se tragó el contenido de la copa de cuatro sorbos. Momentos más tarde cayó rendida y durmió treinta y seis horas sin moverse.

El jerez drogado no la curó de su pasión, pero, tal como madame Odilia suponía, le dio valor para enfrentar el futuro. Despertó con los huesos doloridos, pero con la mente lúcida, resuelta a renunciar a Laffite.

El corsario también había decidido sacarse a Juliana del corazón y buscar un lugar para instalarla lejos de su casa, donde su cercanía no lo torturara. La joven lo evitaba, ya no aparecía a las horas de comer, pero la adivinaba a través de las paredes. Creía ver su silueta en un pasillo, oír su voz en la terraza, oler su perfume, pero era sólo una sombra, un pájaro, aroma del mar traído por la brisa. Como un animal de presa, tenía siempre los sentidos alertados, buscándola.

El Convento de las Ursulinas, como había sugerido Diego, era mala idea, sería como condenarla a prisión. Conocía a varias criollas en Nueva Orleáns que podrían hospedar a la joven, pero corría el riesgo de que se supiera su condición de rehén. Si eso llegaba a oídos de las autoridades americanas, él se vería en serios problemas. Podía sobornar al juez, pero no al gobernador; un tropezón de su parte y su cabeza volvería a tener precio.

Contemplaba la posibilidad de olvidarse del rescate y enviar a sus cautivos a California de inmediato, así saldría del lío en que se hallaba, pero para eso necesitaba el consentimiento de su hermano Pierre, de los otros capitanes y del resto de los piratas; ése era el inconveniente de una democracia.

Pensaba en Juliana, comparándola con la dulce y sumisa Catherine, esa niña que había sido su mujer desde los catorce años y ahora era la madre de su hijo. Catherine merecía su amor incondicional. La echaba de menos. Sólo la separación prolongada que habían sufrido podía explicar su enamoramiento por Juliana; si durmiese abrazado a su mujer, eso jamás hubiese sucedido.

Desde el nacimiento del niño, Catherine se consumía rápidamente. Como último recurso, madame Odilia la había puesto al cuidado de unas curanderas africanas en Nueva Orleáns. Laffite no se había opuesto, porque los médicos la daban por perdida. A la semana del parto, cuando Catherine seguía volada de fiebre, madame Odilia insistió en que su hija sufría mal de ojo, provocado por una rival celosa, y el único remedio era la magia. Entre los dos llevaron a Catherine, quien no podía sostenerse en pie, a consultar a Marie Laveau, suma sacerdotisa del vudú.