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Se internaron en los bosques más tupidos, lejos de las plantaciones de azúcar de los blancos, entre islotes y pantanos, donde los tambores conjuraban a los espíritus. A la luz de hogueras y antorchas, los oficiantes danzaban con máscaras de animales y demonios, los cuerpos pintados con sangre de gallos. Los poderosos tambores vibraban, remeciendo el bosque y calentando la sangre de los esclavos. Una prodigiosa energía conectaba a los seres humanos con los dioses y la naturaleza; los participantes se fundían en un solo ser, nadie se sustraía al embrujo.

Al centro del círculo, sobre una caja que contenía una serpiente sagrada, danzaba Marie Laveau, soberbia, hermosa, cubierta de sudor, casi desnuda y preñada de nueve meses, a punto de dar a luz. Al caer en trance sus miembros se agitaban sin control, se retorcía, se le bamboleaba el vientre de lado a lado, y soltaba una retahila de palabras en lenguas que nadie recordaba. El cántico subía y bajaba, como grandes olas, mientras el recipiente con sangre de los sacrificios pasaba de mano en mano, para que todos bebieran.

Los tambores se aceleraban, hombres y mujeres, convulsionados, caían al suelo, se transformaban en animales, comían pasto, mordían y arañaban, algunos perdían el conocimiento, otros partían en parejas hacia el bosque.

Madame Odilia le explicó que en la religión vudú, llegada al Nuevo Mundo en el corazón de los esclavos de Dahomey y Yoruba, existían tres zonas conectadas: la de los vivos, la de los muertos y la de los que aún no han nacido. En las ceremonias honraban a los antepasados, llamaban a los dioses, clamaban por la libertad. Las sacerdotisas, como Marie Laveau, efectuaban encantamientos, ensartaban alfileres en muñecas para provocar enfermedades y usaban gris-gris y polvos mágicos para curar diversos males, pero nada de eso sirvió con Catherine.

A pesar de su condición de prisionero y de rival en amores de Laffite, Diego no pudo dejar de admirarlo. Como corsario carecía de escrúpulos y piedad, pero cuando posaba de caballero nadie podía aventajarlo en buenos modales, cultura y encanto. Esa doble personalidad fascinaba a Diego, porque él mismo pretendía algo semejante con el Zorro. Además, Laffite era de los mejores espadachines que había conocido. Sólo Manuel Escalante podía compararse con él; Diego se sentía honrado cuando su captor lo invitaba a practicar esgrima con él.

En esas semanas el joven vio cómo funcionaba una democracia, lo cual hasta entonces había sido un concepto abstracto para él. En la nueva nación americana los hombres blancos controlaban la democracia, en Grande Isle la ejercían todos, menos las mujeres, claro. Las peculiares ideas de Laffite le parecían dignas de consideración.

El hombre sostenía que los poderosos inventan leyes para preservar sus privilegios y controlar a pobres y descontentos, en vista de lo cual sería muy estúpido de su parte obedecerlas. Por ejemplo, los impuestos, que a fin de cuentas pagaban los pobres, mientras los ricos se las arreglaban para eludirlos. Sostenía que nadie, y menos el gobierno, podía quitarle una tajada de lo suyo.

Diego le hizo ver ciertas contradicciones. Laffite castigaba con azotes el robo entre sus hombres, pero su imperio económico se sostenía en la piratería, una forma superior de robo. El corsario replicó que jamás les quitaba a los pobres, sólo a los poderosos. No era pecado, sino virtud, despojar a las naves imperiales de lo robado a sangre y látigo en las colonias. Se había apoderado de las armas que el capitán Santiago de León llevaba a las tropas realistas en México, para vendérselas a precio muy razonable a los insurgentes del mismo país. Esa operación le parecía de una justicia irreprochable.

Laffite llevó a Diego a Nueva Orleáns, una ciudad hecha a medida del corsario, orgullosa de su carácter decadente, aventurera, gozadora de la vida, cambiante y tempestuosa. Padecía guerras con ingleses e indios, huracanes, inundaciones, incendios, epidemias, pero nada lograba deprimir a aquella soberbia cortesana. Era uno de los principales puertos americanos, por donde salía tabaco, tinta, azúcar, y entraba toda suerte de mercadería. La población cosmopolita convivía sin hacer caso del calor, los mosquitos, los pantanos y mucho menos de la ley.

Música, alcohol, burdeles, garitos de juego, de todo había en esas calles donde la vida comenzaba al ponerse el sol. Diego se instalaba en la Plaza de Armas a observar a la multitud, negros con canastos de naranjas y bananas, mujeres viendo la suerte y ofreciendo fetiches de vudú, titiriteros, bailarines, músicos. Las vendedoras de dulces, con turbante y delantal azul, llevaban en bandejas los pasteles de jengibre, de miel, de nueces. En los puestos ambulantes se podía comprar cerveza, ostras frescas, platos de camarones.

Nunca faltaban ebrios dando escándalo, lado a lado con caballeros de fina estampa, dueños de plantaciones, comerciantes, funcionarios. Monjas y curas se mezclaban con prostitutas, soldados, bandidos y esclavos. Las célebres cuarteronas se lucían en lentos paseos, recibiendo piropos de los caballeros y miradas hostiles de sus rivales. No llevaban joyas ni sombreros, prohibidos por decreto para satisfacer a las mujeres blancas, que no podían competir con ellas.

No los necesitaban, tenían fama de ser las más hermosas del mundo, de piel dorada, facciones finas, grandes ojos líquidos, cabellos ondulados. Iban siempre acompañadas por madres o chaperonas, que no las perdían de vista. Catherine Villars era una de esas beldades criollas.

Laffite la conoció en uno de los bailes que las madres ofrecían para presentar a sus hijas a hombres ricos, otra de las muchas maneras de burlar leyes absurdas, como le explicó el corsario a Diego. Faltaban mujeres blancas y sobraban las de color, no se requerían matemáticas para ver la solución al dilema, sin embargo los matrimonios mixtos estaban prohibidos. Así se preservaba el orden social, se garantizaba el poder de los blancos y se mantenía sometida a la gente de color, pero eso no impedía a los blancos tener concubinas criollas.

Las cuarteronas encontraron una solución conveniente para todos. Entrenaban a sus hijas en labores domésticas y artes de seducción, que ninguna mujer blanca sospechaba, para hacer de ellas una rara combinación de dueña de casa y cortesana. Las vestían con gran lujo, pero les enseñaban a coser sus propios vestidos. Eran elegantes y hacendosas. En los bailes, a los cuales sólo asistían hombres blancos, las madres colocaban a sus hijas con alguien capaz de darles buen nivel.

Mantener a una de esas bellas muchachas se consideraba una marca de distinción para un caballero; el celibato y la abstinencia no eran virtudes, salvo entre puritanos, pero de ésos había pocos en Nueva Orleáns. Las cuarteronas vivían en casas poco ostentosas, pero con comodidad y estilo, mantenían esclavos, educaban a sus hijos en las mejores escuelas y se vestían como reinas en privado, aunque en público eran discretas. Estos arreglos se llevaban a cabo de acuerdo con ciertas normas tácitas, con decoro y etiqueta.

– En pocas palabras, las madres ofrecen sus hijas a los hombres -resumió Diego, escandalizado.

– ¿No es siempre así? El matrimonio es un arreglo mediante el cual una mujer presta servicios y da hijos al hombre que la mantiene. Aquí una blanca tiene menos libertad para escoger que una criolla -replicó Laffite.

– Pero la criolla carece de protección cuando su amante decide casarse o reemplazarla por otra concubina.

– El hombre la deja con una casa y una pensión, además de pagar los gastos de los hijos. A veces ella forma otra familia con un criollo. Muchos de esos criollos, hijos de otras cuarteronas, son profesionales educados en Francia.