Una vez antes, en California, había sentido esa misma lápida aplastándole el pecho, cuando Bernardo y él presenciaron cómo los soldados atacaban una aldea de indios. Recordaba la sensación de impotencia que tuvo entonces, idéntica a la que lo agobiaba en ese momento.
Regresó a la casa de Laffite, se cambió de ropa y se reunió con las niñas De Romeu y Nuria para comunicarles lo que había visto. Estaba desesperado.
– ¿Cuánto cuestan esos esclavos, Diego? -preguntó Juliana.
– No lo sé exactamente, pero he visto las listas de remates en Nueva Orleáns y a ojo calculo que los Laffite pueden obtener mil dólares por cada hombre joven, ochocientos por los otros dos, seiscientos por cada una de las muchachas y más o menos mil por la madre y sus hijos. No sé si pueden vender a los niños separadamente, son menores de siete años.
– ¿Cuánto sería el total?
– Digamos que alrededor de ocho mil ochocientos dólares.
– Es muy poco más de lo que piden por nuestro rescate.
– No veo la relación -dijo Diego.
– Tenemos dinero. Isabel, Nuria y yo hemos decidido usarlo para comprar a esos esclavos -dijo Juliana.
– ¿Tenéis dinero? -preguntó Diego, sorprendido.
– Las piedras preciosas, ¿no te acuerdas?
– ¡Pensé que los piratas os las habían quitado!
Juliana e Isabel le explicaron la forma en que habían salvado su modesta fortuna. Mientras navegaban en el barco de los corsarios, Nuria tuvo la brillante idea de esconder las piedras, porque si sus captores sospechaban su existencia, las perderían para siempre. Se las tragaron una por una con sorbos de vino. Más temprano que tarde, los diamantes, rubíes y esmeraldas salieron intactos por el otro extremo del tubo digestivo, sólo tuvieron que estar atentas al contenido de las bacinillas para recuperarlos. No fue una solución agradable, pero había funcionado y ahora las piedras, bien lavadas, estaban otra vez cosidas en los refajos.
– ¡Con eso podéis comprar vuestro rescate! -exclamó Diego.
– Cierto, pero preferimos poner en libertad a los esclavos, porque aunque el dinero de tu padre nunca llegue, sabemos que tú vas a ganarlo con trampas -replicó Isabel.
Jean Laffite estaba sentado en la terraza, con una taza de café y un plato de beignets, sabrosos buñuelos franceses, anotando cifras en su libro de cuentas, cuando Juliana se presentó con un pañuelo amarrado por las cuatro puntas y lo colocó sobre la mesa. El corsario levantó la vista y una vez más su corazón dio un brinco ante esa joven, que lo había acompañado en sus sueños durante cada noche. Desató el paquete y no logró contener una exclamación.
– ¿Cuánto cree que vale esto? -preguntó ella, con las mejillas arreboladas, y procedió a proponerle el negocio que tenía en mente.
Para el corsario la primera sorpresa fue descubrir que las hermanas habían sido capaces de esconder las piedras; la segunda, que las destinaran a comprar a los esclavos en vez de su propia libertad. ¿Qué dirían Pierre y los otros capitanes de esto? Lo único que deseaba era borrar la mala impresión que la piratería y ahora los esclavos habían causado en Juliana. Por primera vez se sentía avergonzado de sus acciones, indigno. No pretendía ganar el amor de esa joven, porque él mismo no era libre para ofrecerle el suyo, pero necesitaba por lo menos su respeto. El dinero no le importaba un bledo en este caso, podía recuperarlo, y además tenía más que suficiente para tapar la boca de sus socios.
– Esto vale mucho, Juliana. Alcanza de más para comprar a los esclavos, pagar su rescate, el de sus amigos y viajar a California. También hay para su dote y la de su hermana -dijo.
Juliana no había imaginado que esos guijarros de colores sirvieran para tanto. Dividió las piedras en dos montoncitos, uno grande y otro más pequeño, envolvió el primero en el pañuelo, se lo puso en el escote y dejó el resto sobre la mesa. Hizo ademán de retirarse, pero él se puso de pie, agitado, y la detuvo por un brazo.
– ¿Qué hará con los esclavos?
– Quitarles las cadenas, antes que nada, luego veré cómo ayudarlos.
– Está bien. Es usted libre, Juliana. Me ocuparé de que pueda partir pronto. Perdóneme los sinsabores que le he hecho pasar, no sabe cuánto desearía que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias. Por favor, acepte esto como un regalo mío -dijo el pirata, entregándole las piedras que ella había dejado sobre la mesa.
Juliana había requerido de todas sus fuerzas para enfrentar a ese hombre y ahora ese gesto la desarmaba por completo. No estaba segura de su significado, pero el instinto le advertía de que el sentimiento que la trastornaba era correspondido a plenitud por Laffite: el regalo era una declaración de amor. El corsario la vio vacilar y sin pensar la tomó en sus brazos y la besó de lleno en la boca. Fue el primer beso de amor de Juliana y seguramente el más largo e intenso que habría de recibir en su vida. En cualquier caso, fue el más memorable, como siempre ocurre con el primero. La proximidad del pirata, sus brazos envolviéndola, su aliento, su calor, su olor viril, su lengua dentro de su propia boca, la remecieron hasta los huesos. Se había preparado para ese momento con centenares de novelas de amor, con años imaginando al galán predestinado para ella. Deseaba a Laffite con una pasión recién estrenada, pero con una certeza antigua y absoluta.
Jamás amaría a otro, ese amor prohibido sería el único que tendría en este mundo. Se aferró a él, sujetándolo a dos manos por la camisa, y le devolvió el beso con igual intensidad, mientras se desgarraba por dentro, porque sabía que esa caricia era una despedida.
Cuando por fin lograron separarse, ella se recostó en el pecho del pirata, mareada, tratando de recuperar la respiración y el ritmo del corazón, mientras él repetía su nombre, Juliana, Juliana, en un largo murmullo.
– Debo irme -dijo ella, desprendiéndose.
– La amo con toda mi alma, Juliana, pero también amo a Catherine. Nunca la abandonaré. ¿Puede entender eso?
– Sí, Jean. Mi desgracia es haberme enamorado de usted y saber que nunca podremos estar juntos. Pero le amo más por su fidelidad a Catherine. Dios quiera que ella se reponga pronto y que sean felices…
Jean Laffite quiso besarla de nuevo, pero ella se retiró corriendo. Ninguno de los dos, turbados como estaban, alcanzó a ver a madame Odilia, quien había presenciado la escena a corta distancia.
A Juliana no le cabía duda de que su vida había terminado. No valía la pena seguir en este mundo separada de Jean. Prefería morir, como las heroínas trágicas de la literatura, pero no sospechaba cómo se contrae tuberculosis u otra enfermedad fina, y despacharse de tifus le resultaba indigno. Descartó morir por su propia mano porque, por muy profundo que fuese su sufrimiento, no podía condenarse al infierno; ni siquiera Laffite merecía tal sacrificio. Además, si ella se suicidaba, Isabel y Nuria se llevarían una molestia. Hacerse monja se vislumbraba como la única opción, pero la idea de usar un hábito en el calor de Nueva Orleáns era poco tentadora. Imaginaba lo que diría su difunto padre, quien con el favor de Dios había sido siempre ateo, si supiera de sus intenciones. Tomás de Romeu habría preferido verla casada con un pirata antes que de monja. Lo mejor sería partir de allí apenas consiguiera transporte y acabar sus días cuidando indios bajo las órdenes del padre Mendoza, quien era un buen hombre, según Diego. Atesoraría el recuerdo claro y limpio de aquel beso y la imagen de Jean Laffite, de su rostro apasionado, sus ojos de azabache, su melena peinada hacia atrás, su cuello y su pecho asomando de la camisa de seda negra, su cadena de oro, sus firmes manos abrazándola. No tenía el alivio del llanto. Estaba seca, había gastado su reserva completa de lágrimas en los días anteriores y creía que no lloraría más en su vida.