– Moncada se debe de haber llevado un chasco al comprobar que la señorita De Romeu no estaba aquí -dijo Diego.
– Supuso que vosotros vendríais en camino, puesto que se quedó. Mientras tanto no ha perdido su tiempo, se rumorea que está haciendo una fortuna -replicó el misionero.
– Ese hombre me odia por muchas razones, siendo la principal que ayudé a Juliana a eludir sus atenciones -le explicó Diego.
– Ahora entiendo mejor lo sucedido, Diego. Codicia no es la única motivación de Moncada, también ha querido vengarse de ti… -suspiró el padre Mendoza.
Rafael Moncada inició su mandato en California confiscando la hacienda De la Vega, después de ordenar el arresto de su dueño, a quien acusó de encabezar una insurrección para independizar California del reino de España. No existía tal movimiento, le aseguró el padre Mendoza a Diego, la idea aún no pasaba por las mentes de los colonos, a pesar de que el germen de la rebelión había comenzado en algunos países de Sudamérica y estaba prendiendo como pólvora en el resto del continente.
Con el infundado cargo de traición, Alejandro de la Vega fue a dar con sus huesos a la temible prisión de El Diablo. Moncada se instaló con su séquito en la hacienda, ahora convertida en su residencia y cuartel. El misionero agregó que ese hombre había hecho mucho daño en poco tiempo. También él estaba en la mira de Moncada, porque defendía a los indios y se atrevía a cantarle ciertas verdades, pero las pagaba caras: la misión estaba arruinada.
Moncada le negaba los recursos habituales y además se había llevado a los hombres, no quedaban brazos para trabajar la tierra, sólo mujeres, niños y ancianos. Las familias indígenas estaban deshechas, la gente desmoralizada. Corrían rumores sobre un negocio de perlas, armado por Rafael Moncada, para el cual empleaban el trabajo forzado de los indios. Las perlas de California, más valiosas que el oro y la plata de otras colonias, habían contribuido al tesoro de España durante dos siglos, pero llegó un momento en que la explotación desmedida acabó con ellas, explicó el misionero.
Nadie volvió a acordarse de las perlas por cincuenta años, lo que dio tiempo a las ostras para recuperarse. Las autoridades, ocupadas de otros asuntos y enredadas en burocracia, carecían de iniciativa para emprender la búsqueda. Se suponía que los nuevos bancos de ostras estaban más al norte, cerca de Los Ángeles, pero nadie se había dado el trabajo de confirmarlo hasta que apareció Moncada con unas cartas marítimas. El padre Mendoza creía que se había propuesto obtener las perlas sin informar a España, ya que en principio éstas pertenecían a la Corona. Para explotarlas necesitaba a Carlos Alcázar, jefe de la prisión de El Diablo, quien proveía esclavos para el buceo. Ambos se estaban enriqueciendo con rapidez y discreción.
Antiguamente los buscadores de perlas eran indios yaquis de México, hombres muy fuertes, que durante generaciones habían trabajado en el mar y podían sumergirse por casi dos minutos completos, pero trasladarlos a Alta California habría llamado la atención. Como alternativa, los socios decidieron utilizar a los indios de la región, que no eran expertos nadadores y jamás se habrían prestado de buena gana para aquella faena. Eso no constituía un problema: los arrestaban con cualquiera excusa y los explotaban hasta reventarles los pulmones. Los emborrachaban o los molían a golpes y les empapaban la ropa de alcohol, luego los arrastraban ante el juez, quien hacía la vista gorda. Así los infelices terminaban en El Diablo, a pesar de las gestiones desesperadas del misionero.
Diego quiso saber si allí estaba su padre, y el padre Mendoza le confirmó que así era. Don Alejandro estaba enfermo y débil, no sobreviviría mucho más en ese lugar, agregó. Era el de más edad y el único blanco entre los presos, los demás eran indios o mestizos.
Quienes entraban a ese infierno no salían con vida; habían muerto varios en los últimos meses. Nadie se atrevía a hablar de lo que ocurría entre esos muros, ni guardias ni detenidos; un silencio de tumba envolvía a El Diablo.
– Ya ni siquiera puedo llevar consuelo espiritual a esas pobres almas. Antes acudía con frecuencia a decir misa, pero tuve un cruce de palabras con Carlos Alcázar y me ha prohibido la entrada. En mi lugar vendrá pronto un sacerdote de Baja California.
– ¿Ese Carlos Alcázar es el matón tan temido cuando éramos chicos? -preguntó Diego.
– El mismo, hijo. Con los años su carácter ha empeorado, es un hombre déspota y cobarde. Su prima Lolita, en cambio, es una santa. La muchacha solía acompañarme a la prisión para llevar medicinas, comida y mantas a los presos, pero por desgracia no tiene influencia sobre Carlos.
– Recuerdo a Lolita. La familia Pulido es noble y virtuosa. Francisco, hermano de Lolita, estudiaba en Madrid. Mantuvimos cierta correspondencia cuando yo estaba en Barcelona -comentó Diego.
– En fin, hijo mío, la situación de don Alejandro es muy grave, eres su única esperanza, debes intervenir con urgencia -concluyó el padre Mendoza.
Hacía un buen rato que Diego se paseaba por el cuarto procurando controlar la indignación que le embargaba. Desde su silla, Bernardo seguía la conversación con los ojos clavados en su hermano, mandándole mensajes mentales. El primer impulso de Diego había sido buscar a Moncada para batirse con él, pero la mirada de Bernardo le hizo comprender que en esas circunstancias se requería más astucia que valor, aquella misión correspondía al Zorro y sería necesario llevarla a cabo con la cabeza fría. Sacó un pañuelo de encaje para secarse la frente con gesto afectado y suspiró.
– Iré a Monterrey a hablar con el gobernador. Es amigo de mi padre -propuso.
– Ya lo hice, Diego. Cuando don Alejandro fue arrestado, hablé personalmente con el gobernador, pero me contestó que no tiene autoridad sobre Moncada. Tampoco me escuchó cuando le sugerí que averiguara por qué mueren tantos presos en El Diablo -replicó el misionero.
– Entonces tendré que ir a México a ver al virrey.
– ¡Eso tardaría meses! -alegó el padre Mendoza.
Le costaba creer que el atrevido muchacho, a quien había traído al mundo con sus propias manos y visto crecer, se hubiese convertido en un dandi. España le había ablandado el cerebro y los músculos, era una vergüenza. Había rezado mucho para que Diego regresara a tiempo para salvar a su padre y la respuesta a sus oraciones era ese pisaverde con pañuelito de encaje. Apenas lograba disimular el desprecio que el joven le provocaba.
El misionero hizo avisar a Isabel y Nuria de que la cena esperaba y los cuatro se sentaron a la mesa. Una india trajo una paila de greda con una mazamorra de maíz y unos trozos de carne hervida, dura y sosa como suela. No había pan, vino, ni vegetales, incluso faltaba café, el único vicio que se permitía el padre Mendoza. Estaban comiendo en silencio, cuando oyeron ruido de cascos y voces en el patio y momentos más tarde irrumpió en la sala un grupo de hombres uniformados al mando de Rafael Moncada.
– ¡Excelencia! ¡Qué sorpresa! -exclamó Diego sin ponerse de pie.
– Acabo de enterarme de su llegada -replicó Moncada, buscando a Juliana con la mirada.
– Aquí estamos, tal como le prometimos en Barcelona, señor Moncada. ¿Puedo saber cómo salió de la cámara secreta? -le preguntó Isabel, burlona.
– ¿Dónde está su hermana? -la interrumpió Moncada.
– ¡Ah! Se encuentra en Nueva Orleáns. Tengo el placer de notificarle que Juliana está felizmente casada.
– ¡Casada! ¡No puede ser! ¿Con quién? -gritó el despechado pretendiente.
– Con un adinerado y guapo hombre de negocios que logró enamorarla a primera vista -explicó Isabel con la expresión más inocente del mundo.
Rafael Moncada dio un puñetazo sobre la mesa y apretó los labios para no soltar una retahila de improperios. No podía creer que Juliana se le hubiera escurrido de las manos una vez más. Había cruzado el mundo, dejado su puesto en la Corte y postergado su carrera por ella. Era tanta su furia, que en ese instante la hubiera estrangulado con sus propias manos. Diego aprovechó la pausa para acercarse a un sargento gordo y sudoroso, que lo miraba con ojos de perro manso.