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A esa hora tardía hasta los perros descansaban y sólo un hombre montaba guardia en el patio principal, con su arma al hombro, luchando por mantener los ojos abiertos. Los dos jóvenes descubrieron el dormitorio de los soldados, donde contaron doce hamacas colgadas a diferentes alturas, unas encima de otras, aunque sólo ocho estaban ocupadas. En otro cuarto había un arsenal de armas de fuego, pólvora y sables. No se atrevieron a explorar las demás habitaciones por miedo a ser sorprendidos, pero a través de una puerta entreabierta vislumbraron a Rafael Moncada escribiendo o sacando cuentas en la biblioteca. Diego ahogó una exclamación de rabia al ver a su enemigo instalado en la silla de su padre, usando su papel y su tinta. Bernardo lo codeó para que se fueran, esa expedición se estaba poniendo peligrosa. Se retiraron con sigilo por donde mismo habían entrado, después de soplar el polvo espeso de la chimenea para borrar sus huellas.

Llegaron a la misión al romper el alba, hora en que Diego sintió por primera vez el mazazo de la fatiga acumulada desde que desembarcó en la playa el día anterior. Cayó a la cama de bruces y durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando Bernardo lo despertó para avisarle de que los caballos estaban listos. La idea de ir a ver a Toypurnia y pedirle ayuda para rescatar a Alejandro de la Vega había sido suya. No vieron al padre Mendoza, quien había partido temprano a Los Ángeles, pero Nuria les sirvió un desayuno contundente de frijoles, arroz y huevos fritos.

Isabel se presentó a la mesa con el pelo recogido en una trenza, falda de viaje y una blusa de lienzo como las que usaban los neófitos en la misión, anunciando que iría con ellos porque quería conocer a la madre de Diego y ver cómo era una aldea de indios.

– En ese caso tendré que ir también -refunfuñó Nuria, a quien la idea de una larga cabalgata en esa tierra de bárbaros le hacía muy poca gracia.

– No. El padre Mendoza te necesita aquí. Volveremos pronto -replicó Isabel, dándole un beso de consuelo.

Los tres jóvenes partieron en los mejores caballos palominos de la misión, llevando uno más con el equipaje. Tendrían que viajar todo ese día, acampar por la noche bajo las estrellas e iniciar el ascenso a las montañas a la mañana siguiente. Para evitar a los soldados, la tribu se había ido lo más lejos posible y cambiaba de lugar a menudo, pero Bernardo sabía ubicarla. Isabel, quien había aprendido a montar a horcajadas, pero no tenía costumbre de largas cabalgatas, siguió a sus dos amigos sin quejarse.

En el primer alto que hicieron para refrescarse en un arroyo y repartirse la merienda preparada por Nuria, se dio cuenta de cuan machucada estaba. Diego se burló de ella porque caminaba como pato, pero Bernardo le dio una pomada de yerbas, preparada por Lechuza Blanca, para que se frotara los miembros doloridos.

Al día siguiente al mediodía Bernardo señaló unas marcas en los árboles, que indicaban la cercanía de la tribu; así avisaban a otros indios cuando cambiaban de lugar. Instantes después les salieron al encuentro un par de hombres casi desnudos, con los cuerpos pintados y los arcos listos, pero al reconocer a Bernardo bajaron las armas y se acercaron a saludar. Hechas las presentaciones del caso, los condujeron entre los árboles hasta la aldea, un miserable conjunto de chozas de paja entre las que pululaban unos cuantos perros. Los indios silbaron y a los pocos minutos se materializaron de la nada los habitantes de aquel fantasmal villorrio, un patético grupo de indios, algunos desnudos y otros en harapos.

Con horror, Diego reconoció a su abuela Lechuza Blanca y a su madre. Necesitó varios segundos para reponerse de la angustia al verlas tan mal, desmontar de un salto y correr a abrazarlas. Había olvidado lo pobres que eran los indios, pero no había olvidado la fragancia de humo y de yerbas de su abuela, que le llegó directo al alma, así como el nuevo aroma de su madre. Regina olía a jabón de leche y agua de flores; Toypurnia olía a salvia y sudor.

– Diego, cómo has crecido… -murmuró la madre.

Toypurnia le hablaba en lengua indígena, los primeros sonidos que Diego oyera en su infancia y que no había olvidado. En ese idioma podían acariciarse, en español se trataban con formalidad, sin tocarse. La primera lengua era para sentimientos, la segunda para ideas. Las manos llenas de callos de Toypurnia palparon a su hijo, los brazos, el pecho, el cuello, reconociéndolo, midiéndolo, asustada de los cambios. Después le tocó el turno a la abuela de darle la bienvenida. Lechuza Blanca le levantó el cabello para estudiarle las orejas, como si ésa fuera la única forma de identificarlo sin margen de error.

Diego se echó a reír de buena gana y, tomándola por la cintura, la levantó un palmo del suelo. Pesaba muy poco, era como alzar a un niño, pero, bajo los trapos y pieles de conejo que la cubrían, Diego pudo apreciar su cuerpo fibroso y duro, pura madera. No estaba tan vieja ni tan frágil como le había parecido a simple vista.

Bernardo sólo tenía ojos para Rayo en la Noche y su hijo, el pequeño Diego, un chiquillo de cinco años, del color y la firmeza de un ladrillo, con ojos retintos y la misma risa de su madre, desnudo y armado con un arco y flechas en miniatura. Diego, quien había conocido a Rayo en la Noche en la infancia, cuando visitaba la aldea de su abuela, por las escasas referencias telepáticas de Bernardo y una carta del padre Mendoza, quedó impresionado por su belleza. Con ella y el niño, Bernardo parecía otro hombre, crecía en tamaño y se le iluminaba la expresión.

Pasada la primera euforia del encuentro, Diego se acordó de presentarles a Isabel, quien observaba la escena a cierta distancia. Por las anécdotas que Diego le había contado de su madre y su abuela, las imaginaba como figuras de cuadros epopéyicos donde los conquistadores salen retratados en refulgentes armaduras y los indígenas americanos parecen semidioses emplumados. Esas mujeres en los huesos, desgreñadas y sucias no se parecían ni remotamente a las de los cuadros de los museos, pero tenían la misma dignidad. No podía comunicarse con la abuela, pero al poco rato de llegar había intimado con Toypurnia. Se propuso visitarla a menudo, porque supuso que podía aprender mucho de esa extraña y sabia mujer. Así de indómita quisiera ser yo, pensó. La simpatía fue mutua, porque a Toypurnia le gustó la joven española de ojos bizcos. Creía que eso indica la capacidad de ver lo que los demás no ven.

De la tribu quedaba un grupo numeroso de niños, mujeres y viejos, pero sólo había cinco cazadores, que debían ir lejos para obtener una presa porque los blancos se habían repartido el terreno y lo defendían a tiros. A veces el hambre los incitaba a robar ganado, pero si eran sorprendidos lo pagaban con azotes o la horca. La mayoría de los hombres se empleaba en los ranchos, pero el clan de Lechuza Blanca y Toypurnia había preferido la libertad, con todos sus riesgos.

No tenían problemas con tribus guerreras gracias a la reputación de chamanes y curanderas de las dos mujeres. Si llegaban desconocidos al campamento era para pedir consejos y medicinas, que retribuían con comida y pieles. Habían sobrevivido, pero desde que Rafael Moncada y Carlos Alcázar se dedicaban a arrestar a los hombres jóvenes, no podían quedarse en un sitio fijo. La vida nómada había terminado con las plantaciones de maíz y otros granos, debían conformarse con hongos y frutos salvajes, pescado y carne, cuando la conseguían.

Bernardo y Rayo en la Noche trajeron el regalo que tenían para Diego, un corcel negro de grandes ojos inteligentes. Era Tornado, el potrillo sin madre que Bernardo conoció durante su rito de iniciación, siete años antes, y que Rayo en la Noche había amansado y había enseñado a obedecer con silbidos. Era un animal de noble estampa, un compañero espléndido. Diego le acarició la nariz y hundió la cara en su larga melena, repitiendo su nombre.